Ya sabéis, los que habéis sido criados en alguna familia tradicional, que según las viejas creencias las presencias espirituales están siempre junto a los niños. Los de mi época, sobre todo en familias muy tradicionales –y la mía lo era– no sentían la presencia de espíritus, de muertos incluso, como algo tan alejado ni tan terrorífico como más tarde llegó a ser, sino que integraban, a la manera de las urbes romanas, el espíritu de la familia.
Los cuadros de las personas muertas, las figuras a veces simplemente de escayola del ángel de la guarda, nos hacían mantener un estado de contacto permanente con un mundo invisible. Además entraban en la educación una serie de elementos que hoy llamaríamos míticos, se enseñaba a los niños ciertas realidades psicológicas. No estoy muy seguro de que hayamos avanzado mucho en cuanto a darle a veces a un niño conocimientos para los cuales no está preparado, adelantando, de alguna manera, una visión completamente positivista de la vida. El hombre necesita para vivir no solamente una casa o un empleo seguro, también necesita un poco de ilusión, creer en algo.
Habría en el mundo, por tanto, muchas realidades paralelas. No solamente realidades estrictamente físicas sino también realidades que podríamos llamar metafísicas, o sea, que están más allá de la parte física, y que sin embargo son también nuestro alimento, nuestra necesidad. Para poder hablar de los espíritus, de aquello que no es exactamente corpóreo, tangible, es necesario primero tratar de ver el mundo como realmente es y no como nos quieren hacer ver a través de los grandes medios de difusión.
He escrito varios libros, y el primero lo comencé cuando tenía veinte años. Ese primer libro o novela Ankor el Discípulo, me sorprendía a medida que lo iba escribiendo, porque sus personajes cobraban vida propia. Nunca se me había ocurrido ubicar dentro de esa novela, que era sobre la vida de un discípulo en la Atlántida, batallas y escenas de guerra, pero mis personajes escapaban, eran raptados por los piratas, perseguidos por la guardia real, se encontraban, se peleaban. Y yo lo único que hacía era seguir con mi mano escribiendo, escribiendo, escribiendo. (En aquel entonces todavía sabía escribir a mano, ahora las sofisticaciones han hecho que apenas pueda firmar). Pero mis personajes iban surgiendo de alguna manera y de alguna parte. Y el que escriba poesía o el que compone música sabe perfectamente que no es uno el que está escribiendo, sino que eso viene de alguna otra parte, es una especie de inspiración. Incluso puede bajarnos en cualquier momento, aun en los momentos más absurdos. Si no lo escribimos, y muchos de nosotros tenemos esa experiencia, si no transcribimos esa poesía, ese pensamiento filosófico, desaparecerá para siempre. Ya no lo vamos a recordar con la misma frescura. Sabremos de qué se trata, pero de ninguna manera va a tener aquella entereza, aquella verdad global que tenía al principio. No, eso lo hemos perdido para siempre.
Hay un contacto cotidiano entre el mundo que podríamos llamar espiritual y el físico. Un contacto que es evidente, pero que nuestra educación nos ha hecho muchas veces rechazar, de igual manera que en el siglo pasado se hubiese rechazado la existencia de las ondas hertzianas. Podemos poner una radio en una habitación con todas las puertas cerradas y sin embargo conectamos perfectamente y la oímos. ¿Cómo es que esa voz traspasa las paredes? Yo no puedo atravesar un muro, pero si fuese una onda hertziana podría atravesar la pared. De tal manera, tenemos que ver que esos mundos que podríamos llamar de lo espiritual, de lo energético, lo material, no estarían absolutamente divididos, sino que estarían integrados, globalizados dentro de un Universo que los contiene. Y aunque no sepamos a veces exactamente lo que pasa, lo intuimos, lo sentimos, y además lo necesitamos profundamente. Porque por más heroicos que seamos es muy difícil vivir sin alguna forma de conciencia espiritual.
Todos hemos aparecido en la vida como quien aparece en el escenario de un teatro. Alguien nos empujó de golpe, no sabemos quién, y en un buen momento, cuando ya le habíamos tomado gusto a la vida, cuando creíamos haberla entendido, otra vez viene un brazo misterioso que nos saca de la escena. Esto es como un teatro donde venimos a representar algo. ¿Por qué? ¿Para qué? El viejo omnia transit es cierto, todo pasa. Y aunque a aquellos a los que nos gusta la arqueología o tratamos desesperadamente de que nuestras piezas no se herrumbren, no se caigan, no se deshagan, sabemos que se van a deshacer inexorablemente. Porque todo se va renovando. Si nos quedamos quietos en una habitación cuando entre un rayo de sol por la ventana, vemos caer continuamente un polvo fino que va sepultándolo todo para la renovación de las cosas. Vemos cómo los edificios más antiguos se hunden en la tierra y cómo todo cambia, nada permanece.
¿Por qué varían las cosas, por qué cambian? No podemos quedarnos en el fenómeno en sí, sino indagar para qué todo esto, para qué esta angustia, esta destrucción, por qué el hombre común está siempre en lo que llamaban los existencialistas de la época de Sartre ese «estado agónico». O como diría Jaspers, ese estado límite en el cual siempre tenemos la presencia de la enfermedad, de la vejez, de la muerte, rememorando a Siddarta Gautama. El hombre ha ido cambiando, ha ido mutando sus ideas, sus costumbres, pero vuelve siempre a estas viejas preguntas. Los filósofos creemos que lo que diferencia fundamentalmente al hombre del animal no es la razón, ni el aspecto, sino el hecho de que el hombre puede percibir a Dios, y puede percibir también un mundo metafísico, un mundo que no es solamente de materia, sino que está más allá de la materia. Y lo percibe con el alma y con el corazón, no solamente con el instinto. A veces me divierto viendo cómo mi gato de Siam persigue a los Elementales, a los Espíritus de la Naturaleza. Él está hecho para eso, y los ve. De sus garras afiladas surgen ciertas formas que tratan de cazar a ese Elemental. Él puede verlos, pero no creo que lo razone –se lo pregunté varias veces, pero nunca me contestó–.
Por eso los antiguos decían que el ser humano no estaba constituido tan sólo de materia, sino que era, digamos, una especie de envoltorio que además de la parte material tenía otras partes, partes sutiles que incluso purificaban la forma y manera del ser material. Tal vez muchos de vosotros cuando erais niños jugabais con un imán, un papel y limaduras de hierro. Si se pone un imán debajo de un papel y encima de este limaduras de hierro, inmediatamente toman una determinada forma. Cuando quitamos el imán, las limaduras van a cualquier parte, están en estado caótico, se caen del papel. Si volvemos a poner el imán, las limaduras no se caen aunque volvamos a invertir el papel.
Por tanto, las limaduras no son lo que da la forma; lo que da la forma es el magnetismo, ese tipo especial de electricidad que existe entre los dos polos del imán. Tal vez hayáis opuesto dos imanes. ¡De qué manera se rechazan! Parece que hubiese algo en medio de ambos imanes. Cuando uno es pequeño, pasa un dedo o un papel para ver si encuentra algo. ¿Qué es lo que ofrece tanta resistencia a que se unan? Es algo invisible, y sin embargo real, esa fuerza eléctrica, magnética. Desde este simple y burdo ejemplo tenemos la existencia de algo que no es estrictamente físico y que sin embargo es real. Por eso los antiguos decían que nuestro cuerpo está conformado en 7 planos de conciencia o 7 dimensiones o estados de vibración.
El agua, con las dos valencias de oxígeno y los dos átomos de hidrógeno, con una consistencia casi coloidal, es exactamente igual que el hielo, con sus aristas y puntas, que parece casi un metal, y que el vapor, cuya consistencia es mínima. Todo esto es uno. De la misma manera los antiguos decían que el hombre era uno. Y de ese hombre uno, la parte física es tan solo la parte inferior. Como las limaduras de hierro hacen el reflejo de la forma del arco magnético, así también nuestra forma física, nuestra presencia física, sería nada más que la representación, la consolidación de un estado energético y quizá incluso de un estado espiritual que nos mantiene, digamos, encarnados dentro de lo físico. Entre los antiguos hindúes esta parte inferior era llamada el Stula-Sharira. Luego estaría el Prana-Sharira. Este Prana-Sharira o doble etérico, comúnmente dicho, hace que las cosas permanezcan en determinadas formas y relaciones. Por encima estaba el Linga-Sharira, o sea, el mundo psíquico, el mundo de las emociones. Hay una gran interrelación entre los tres mundos.
Decían los antiguos filósofos hindúes que hay otro cuerpo intermedio llamado Kama-Manas, o sea, mente de deseos, la formada por nuestras ideas cotidianas. El Antakarana es el puente o la unión con la parte superior, llamada Manas. Manas es el espacio donde radica el Yo. Cuando realizamos una meditación, dejamos el cuerpo, vamos más allá de la parte meramente energética, el corazón empieza a bajar sus pulsaciones, baja la tensión arterial, tranquilizamos nuestra psiquis, hacemos que nuestra mente, habitualmente un mar embravecido, se vaya tranquilizando, se vuelva un espejo. ¿Quién se mirará entonces en esa tranquilidad absoluta, quién está más allá de todo eso? ¿Quién puede decir si está tranquilo o no? Evidentemente, algo que no es ese mar tranquilo, algo que está fuera de dicho mar. Es este Yo, esta parte superior que también representan con un triángulo, formado por tres elementos. Uno es esta Mente, este Yo superior que de alguna manera mantiene cierta cohesión aquí debajo. Este Yo posee algo muy misterioso que podemos llamar intuición, la posibilidad de conocer algo sin pasar por los procesos lógicos. Esto se aprecia en el Arte sobre todo. Sería ese «lugar» donde no tenemos que justificarnos ni explicar nada, porque somos como somos. Y en silencio nos arrebujamos dentro de nosotros mismos, y nos apartamos del mundo, felices o infelices, pero somos lo que Somos.
Respecto a la muerte, decían los antiguos que sobreviene poco a poco. Se van presentando algunos daños en determinadas zonas que hacen que al fin sea insostenible la posibilidad de tener un cuerpo físico. Ese cuerpo físico empieza a tener problemas de todo tipo. La parte etérica obviamente también está deteriorada. Es una especie de rueda, una cosa deteriora a la otra. Entonces se cae en lo que en astrología se llama el cono de tinieblas, donde está el último punto de muerte. Al llegar a ese cono, cuando ya no se puede salir, todo empieza a enfermar y a destruirse según el destino de cada cual. Queda el doble, que está muy cercano a la parte física, lo que generalmente se llaman los «fantasmas», que son los que provocan ciertos fenómenos físicos, voces, lamentos, temperaturas diferentes en el aire, movimientos de algunos muebles, el encendido o apagado de luces.
Ya en época de Platón le preguntaban a Sócrates: «¿Es lícito que llamemos en las encrucijadas de los caminos a los espíritus para que nos ayuden?», y Sócrates decía: «Cuidado, generalmente los espíritus que están en las encrucijadas de los caminos no son los más altos, los más elevados, son simplemente hombres perdidos que están a su vez esperando que alguien les diga hacia dónde ir». O sea, que el contacto con este tipo de espíritus no es excesivamente bueno. Desde mi punto de vista, no es bueno de ninguna manera. Lo que pasa es que tal vez sea bueno para aquel que no cree en nada, porque el hecho de ver uno de esos fenómenos parapsicológicos nos devuelve cierta raíz de Fe.
Estos, en realidad, no son espíritus. Digamos que son formas de tipo espiritual incorpóreas que Helena Blavatsky –la gran Iniciada del siglo pasado– llamaba los «cascarones astrales». Poco a poco, si no son alimentados, porque pueden ser alimentados, al evocarlos, al llamarlos, al poner ofrendas, como se hacía en la Antigüedad y todavía se hace hoy en muchos pueblos de la Tierra (de leche, de miel, de perfumes), también van rompiéndose, destruyéndose. Pasar el puente ya es otra cosa. Si estamos muy aferrados a las cosas del mundo nos va a ser muy difícil, pero si no lo estamos, podemos pasarlo y gozar de un largo descanso.
Según los hindúes existen dos destinos: Devakán y Kamaloca. El Kamaloca (literalmente, «lugar de los deseos») y el Devakán («lugar de los devas o ángeles»), permitirían cierta separación como entre dos formas de «cielo». Lo encontramos también en las antiguas creencias egipcias, cuando hablan del «Amenti», o sea, el cuadrado mágico en el cual las alas de Amón se sitúan en la parte iluminada del cuadrado. También lo vamos a encontrar en las creencias de la América precolombina, cuando nos hablan de la subida y de la bajada de Quetzalcoatl, que se va a convertir en el Dios Xolotl (en las tinieblas asume la forma de un perro, igual que el Anubis egipcio). O sea, que para los antiguos quedaba tan sólo la parte inmortal, imperecedera, para volver a tomar masa otra vez.
Tenemos que entender que todos somos en cierta manera espíritus incorpóreos. Somos en realidad invisibles, imponderables y solamente son visibles los reflejos del mundo material, aquí abajo. Así el efecto del imán es invisible a no ser que dispongáis las limaduras de hierro para que se vea. Nosotros también estamos polarizados, encarnados, atrapados en la parte exterior. Desde el punto de vista esotérico, filosófico, la muerte no existe, existe simplemente una forma de sueño profundo. Cuando dormimos, existe un momento de sueño muy profundo donde el cuerpo está absolutamente inmóvil, según ha descubierto la psiquiatría contemporánea. La moderna nomenclatura lo llama sueño paradójico. Ese sueño es el que nos permite soñar, vivir en otra dimensión, en otro mundo. De alguna manera, todos por la noche morimos y volvemos a resucitar por la mañana. Todo nuestro aspecto orgánico se aminora con el sueño, los latidos del corazón van siendo más lentos, los músculos estriados van aflojándose, etc.
Es lo que necesitamos para volver de nuevo a la actividad, a este gran péndulo que, como el de Foucault, sigue marcando nuestra existencia hacia un lado y hacia otro. Lo importante tal vez no sea el péndulo en sí, sino de dónde pende. No os dejéis engañar por el movimiento del péndulo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, mirad hacia arriba. A medida que elevéis la mirada vais a ver que se mueve menos y llega un momento en que hay algo fijo, de lo cual pende todo lo que es móvil. Si podéis llegar a entender, observar, sentir eso que está fijo más allá de todo lo que es móvil, entonces seréis realmente filósofos, habréis pasado las puertas de la muerte y de la vida. Quizá no se sea más o menos feliz, pero se sabe algo que normalmente se ignora, se tiene una nueva responsabilidad y se marcha en la vida con más fuerza, con más entereza y con más esperanza e ilusión.
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Gracias por tan bellas y profundas -a la vez que lógicas-lecciones! De qué forma tan natural presenta el profesor Jorge Ángel Livraga la relación con lo invisible, en proceso de la vida y el de la muerte, la existencia de los Espíritus de la Naturaleza y el misterio de la creación poética y artística.
Recomiendo vivamente su libro “Los Espíritus Elementales de la Naturaleza”