Desarrollar el tema de la vida cotidiana en cualquier civilización de la Antigüedad histórica, es decir, lo suficientemente conocida, es tarea que desborda largamente el marco de un artículo periodístico; por eso, tocaremos puntualmente los temas que permitan una reconstrucción actualizada de lo que hoy se sabe de la antigua Roma, con elementos que, desgraciadamente, aún no se han publicado totalmente en la lengua en que escribo.
Las fuentes que alimentan nuestros conocimientos han rebasado la tradición literaria, y se apoyan preferentemente en los hallazgos arqueológicos, así como en las actuales interpretaciones del copioso material que conservan museos y colecciones particulares.
Es evidente que se ha aumentado la certeza interpretativa al agregar, al estudio de estatuas y bellos objetos, el análisis de otros pequeños testimonios y hasta de basurales que fueron despreciados hasta la primera mitad del siglo XX.
También prestaron su ayuda los cateos físicos, químicos y radioactivos, así como un cambio psicológico profundo que aún está en marcha y constituye, esencialmente, la no observación de los restos del pasado como algo que forzosamente debe ser inferior al mundo en que vivimos, pues ya no creemos que nuestra civilización sea la corona de todas sus antecesoras sino, más bien, una forma más dentro de una inmensa cadena experiencial humana. Y, tal vez, lo más importante es haber podido concebir que aunque un avión a reacción pueda trasladarse a cuatro mil o más kilómetros por hora para abatir a sus enemigos, y un antiguo carro de guerra no superaba los cuarenta, esto no significa que quienes son y fueron sus conductores estén separados por la misma diferencia; que lo que realmente ha evolucionado es la máquina, pero no el Hombre, por lo menos en grados tan claramente perceptibles.
Este simple pero trabajoso cambio del enfoque psicológico en la observación e interpretación de los objetos arqueológicos ha permitido recrear la Historia, si bien no en los acontecimientos a los que desde siempre se les dio gran importancia, sí en todo lo demás: técnicas de construcción, redes de caminos, maquinarias, armas, alimentación, vestuarios, creencias, supersticiones, uso de cubiertos y mobiliarios, higiene, medicinas, gustos pictóricos y musicales, juegos y deportes, estados de ánimo, humor, condiciones de trabajo, etc.
Así, no voy a abrumar a mis lectores con laboriosas explicaciones sobre cómo se alzó la cúpula –aunque sea la más grande del mundo– del Panteón de Roma, ni sobre los Misterios etruscos que pasaron –especialmente los astrológicos– a la religión romana propiamente dicha, sino que me limitaré a mostrar la vida cotidiana hace unos dos mil años, en una ciudad y en la campiña del Imperio.
Comenzamos afirmando que esas personas vivieron de una manera muy semejante a la forma en que lo hicieron las del siglo XIX y, en buena parte, a como estamos viviendo nosotros mismos. Por paradoja, el llamado mundo clásico está mucho más cerca de nosotros, de nuestras creencias y de nuestras dudas, de nuestros gustos, trabajos y ocios, que el mundo medieval, del que nos separan quinientos años.
La sociedad de hace dos mil años en el Imperio Romano es activa, metódica, inquieta, bastante descreída y abierta a todo cambio, amante de las novedades y las modas. Cuida la salud y la limpieza de su cuerpo con esmero, está perfectamente legislada y controlada desde lo político a lo tributario, inclinada a los viajes turísticos a lugares antiguos, a tener en casa colecciones diversas y a las ruidosas diversiones que, a través de las brillantes noches, llegan hasta el amanecer.
En Roma y las grandes ciudades existen jardines botánicos, zoológicos, museos, exposiciones de pintura y escultura, juegos florales, literarios y musicales… y, hoy sabemos, colecciones de piezas de animales prehistóricos, como la famosa del Emperador Augusto.
Todo está debidamente inventariado, desde el número de piedras utilizadas en un acueducto hasta los elementos de la mochila del soldado. Las amas de casa llevan o hacen llevar una estricta contabilidad. La prodigalidad del romano es más aparente que real y todos los servicios son pagados, hasta los de los mismos esclavos que, ahorrando –ya que tienen casa y comida gratis–, pueden comprar su libertad.
Taxímetros marcan las distancias de los carros de alquiler, registrando el número de vueltas de sus ruedas, y también los hay, si bien menos exactos, para barcos, como el conocido servicio fluvial del Nilo en el área de Alejandría. Por si los usuarios fuesen extranjeros o no supiesen leer, pequeñas bolitas de colores les indican el precio a pagar… y la propina que se espera de ellos. Parecidas bolitas coloreadas y asimismo incisas con una letra son las que marcan las entradas de los teatros, anfiteatros y circos, así como el sector que corresponde a cada uno y el asiento a ocupar. Tallas en las piedras de los umbrales, semejando una pisada humana, señalan el sentido de la marcha, pudiendo por una sola puerta salir y entrar gente al mismo tiempo y conservando cada cual la derecha. Igual sentido tiene el tráfico general de vehículos en carretera, y en lugares que entrañaban peligro de deslizamiento se cavaban huellones profundos que, dado el ancho entre ruedas regulado en todo el Imperio, actuaban como “vías” de encastre a la manera de las actuales muescas de las de los trenes.
El Imperio más grande y funcional del que tenemos memoria ha sido el romano y partió de una ciudad: Roma. Los oradores comenzaban sus arengas gritando “A la ciudad y al mundo”, adelantándose con ello al concepto urbanístico de relación de campos psicológicos que, teniendo como base el hogar, encuadran al hombre en su proyección imaginativa hacia la ciudad y el mundo, recién alcanzado por los especialistas en los últimos decenios del siglo XX.
Todas las ciudades construidas por los romanos, o modificadas por ellos, tenían una forma perimetral aproximadamente cuadrada; las cruzaban dos grandes avenidas, Decumano y Cardo, que las dividían en cuatro segmentos de tamaño progresivo. Cuatro puertas principales les daban entrada y salida sobre los flancos. Y su división interna se hacía en base a figuras geométricas cuadriláteras, de manera que las calles interiores fueran lo más rectas posibles y de fácil circulación. Esta distribución verdaderamente natural y tan perfecta que aún nada ha logrado superarla, provenía de los campamentos militares que los ejércitos en marcha levantaban cada noche que acampaban, o en los periodos de invierno cuando las tropas quedaban inmovilizadas por razones meteorológicas y estratégicas.
Pero había una excepción: la propia ciudad-madre: Roma. Es que esta urbe, que en tiempos del Imperio llegó a albergar no menos de 1.220.000 personas, tuvo su origen remoto en el considerado mítico hasta hace pocos años, Eneas, el despojado príncipe troyano que escapó de su ciudad en ruinas llevado por los presagios de la fundación de una “nueva Troya”. Así, a finales del segundo milenio a.C., habría desembarcado en un punto cercano al río Tíber, siendo acogido por el rey Latino. Eneas se casó con su hija y fundó la ciudad de Lavinio. Julio, hijo de Eneas, fundó Albalonga en la cual, a lo largo de unos cuatrocientos años, reinaron catorce reyes. Al final de muchas peripecias, aparecieron Rómulo y Remo, quienes fundaron una ciudad a semejanza de las anteriores, arcaica, aunque ya la llamaron la “Roma Cuadrada”, con cuatro puertas. En un duelo, Rómulo mató a Remo, y durante las festividades de Palas quedó oficialmente fundada la nueva ciudad, en el 754 a.C.
Se le conocen tres épocas: la monárquica (753-509 a.C.), la republicana (509-27 a.C.) y la imperial (27 a.C.-476 d.C.). Luego vendría una larga agonía en que la esplendorosa Roma quedó convertida en un vasto basural y cantera de piedras, habitada en plena Edad Media por menos de treinta mil personas.
En la época de Augusto, y en los comienzos de nuestra era, donde nos colocamos, la vida cotidiana reflejaba subconscientemente estas tres etapas. El jefe del hogar o “pater familia” era una especie de rey en su casa, tanto que hasta la época de Octavio Augusto tenía –si bien más nominal que fácticamente– el poder de vida y muerte sobre toda su familia carnal. Él oficiaba ante el altar de los Dioses Lares y los antepasados tres veces al día: al amanecer, a media jornada y cuando el sol desaparecía. Su esposa, hijos y demás parientes, así como los esclavos servidores de la casa, colaboraban con él de alguna manera y debían estar presentes. Por otra parte, el “pater familia” estaba muy abierto al diálogo y en las sobremesas romanas se trataban todo tipo de temas; al caer la noche, luego de la cena, solía informar a todos de las novedades del día, de los rumores y de lo que el Diario Oficial había publicado. A su vez, era un emperador en pequeño, que recibía un trato cariñoso; pero en lo formal, sus ropas y actitudes, su mobiliario y joyas resaltaban su condición especial, que se percibía a simple vista.
En el momento de su máxima extensión y grandeza, Roma era una ciudad en la cual fulgían los bellos templos y palacios a la vez que se amontonaban los primeros “rascacielos” de la Historia, los “insulae”, pues abarcaban pequeñas “manzanas”, y sobre las calles estrechas daban una sensación de mayor altura y aislamiento que la que en realidad tenían. El mismo César Augusto limitó su altura a nueve pisos, equivalentes a unos treinta y cinco metros de altura, pero esto no siempre se respetaba. El piso principal era el segundo, y a medida que se ascendía, los pisos y departamentos eran más humildes. Todos tenían ventanas a la calle y los unía una escalera, frecuentemente de madera. El agua, tan abundante en Roma, y que llegaba a todas partes por un excelente sistema de tuberías de plomo, en muchos de estos edificios no tenía presión como para pasar la segunda o tercera planta, por lo que las superiores la obtenían por simples cubos en montacargas, que también servían para elevar la comida, cosa que aún se usa en ciudades como Nápoles y Estambul, como el autor de este trabajo pudo comprobar.
Estos “rascacielos”, que llegaron a tener en algunos casos cincuenta metros de altura, eran un peligro para la ciudad, pues los incendios se extendían fácilmente en ellos, dado que sus áticos eran de madera y la calefacción no era del tipo “central”, como en los buenos edificios, sino en base a hornillos, y se alumbraban con inestables lámparas de barro. Los bomberos, que los había en Roma y en todas las ciudades importantes del Imperio, así como en las grandes villas, provistos de bombas aspirantes-impelentes y mangueras de boca de bronce rematada por un caño flexible hecho probablemente en hule, no podían hacer llegar los chorros de agua a tan gran altura, y algunas veces estos edificios se demolían con tiros de catapultas especiales, que también llevaban los bomberos.
El peligro del fuego era siempre grande en la ciudad romana, y en la capital existían enormes murallas interiores cortafuegos, cosa que no alcanzó a impedir varios desastrosos incendios que los rumores atribuían a incendiarios de todo tipo, desde guerrilleros urbanos hasta a emperadores, aunque lo más probable es que hayan sido de origen accidental.
Roma tenía agua en abundancia; se calcula que cada ciudadano consumía unas siete u ocho veces más agua que un habitante actual de la capital de Italia. Grandes acueductos convergían sobre la ciudad, provistos de sifones y plantas de purificación en base a arena y piedras en los casos necesarios. Toda el agua que llegaba a Roma era potable. Las casas estaban conectadas a la red por tubos laterales y el líquido impulsaba también las maravillosas fuentes públicas que, como la “Metasudans”, de época neroniana, se elevaban a más de treinta metros sobre las cabezas de los peatones.
Roma era una ciudad congestionada; tanto, que a principios de nuestra era su centro fue declarado estrictamente peatonal y los vehículos solo entraban por las noches, para los abastecimientos. Las gentes, salvo las vestales y otras damas notables que utilizaban palanquines, iban andando y eran tranquilas, pero grandes caminantes. Los caballos se utilizaban poco dentro de la ciudad, salvo en las festividades, triunfos y desfiles militares. Esto se había promovido en época imperial para mantener la higiene de las calles, que eran lavadas y barridas cada noche, pues no existía un servicio especializado en recolectar los desperdicios que solían amontonarse en espacios delimitados de cada manzana.
Por lo demás, las alcantarillas eran enormes, lo que impedía inundaciones. Testigo de ello es la Cloaca Máxima de Roma, de probable origen etrusco-romano, fabricada en piedra, en base a arquería de medio punto, que aún funciona perfectamente… después de unos veinticinco siglos de uso.
En ciudades como Pompeya, relativamente pequeñas y con bases pétreas, las rejillas de desagüe eran escasas y en los cruces de las principales calles había aceras de piedra que unían las otras comunes, con espacios para que pasasen, encarriladas, las ruedas de los carros.
Para la noche, la ciudad contaba con un alumbrado público en base a farolas de bronce, cilíndricas, cuyos velones se protegían –a manera de vidrios– con pantallas de vejiga de cabra enceradas, lo que las hacía traslúcidas y de difícil rotura. A su vez, las casas tenían en su puerta lámparas equivalentes o antorchas de muy larga duración. Los transeúntes, a pesar de que la ciudad estaba muy vigilada por un equivalente a la actual policía, solían estar precedidos por servidores con farolas o antorchas. Toda ciudad estaba dividida en “barrios”, y había algunos de mala fama por los cuales no era prudente transitar desarmados.
En Pompeya se ha mantenido un resto de barrio dedicado a burdeles, y lo notable era que para tener acceso a esos establecimientos, los usuarios tenían que pasar previamente por casas dedicadas al Dios Serapis, patrón de los médicos, que allí ejercían su profesión impidiendo la entrada a quienes presentasen síntomas de enfermedades venéreas, malformaciones o trastornos psíquicos. Estas casas públicas estaban anunciadas naturalmente, como si expendiesen cualquier otro servicio y tenían una zona estrictamente restringida dentro de la urbe. Lo mismo pasaba, aunque con menos rigor, con las panaderías, pescaderías y demás comercios. Aun las fastuosas casas de los ricos, solían tener, a ambos lados de la puerta principal, locales comerciales que alquilaban; y en los fondos, pequeños huertos, gallineros, conejeras y similares elementos para que sus habitantes no dependiesen exclusivamente de lo foráneo en su economía y alimentación. La sombra de los antiguos reyes-labriegos vivía latente en cada romano, aun en los de más alta condición.
Todos sabemos de las impresionantes termas, verdaderos monumentos palaciegos a la higiene y al ocio, que encerraban, además de sus instalaciones propiamente dichas, bibliotecas, exposiciones de pintura y salitas de concierto. Aparte de ello, muchas casas romanas solían tener retrete y baño. Los había públicos para los que carecían de esas comodidades. Eran notables los retretes con agua corriente, y diseñados de tal manera que, sin ofender el pudor se introducía por un orificio un palo que sujetaba una esponja natural embebida en vinagre de vino y agua, que permitía la higiene personal. Por lo que sabemos, este servicio existía solamente para hombres y en cuanto a las llamadas termas, tenían horarios diferentes para damas y caballeros. Todos estos servicios eran gratuitos y recompensados tan solo con propinas.
Los circos, teatros y anfiteatros no eran de entrada gratuita, aunque en las festividades el pueblo entraba libremente.
Los romanos eran muy afectos a los espectáculos grandiosos, a los animales exóticos y a las batallas navales –simuladas en circos y anfiteatros inundados–, llamadas “naumaquias”. Uno de los juegos más apreciados era el de los gladiadores, en el que, siguiendo modelos que provenían de los Misterios etruscos, combatían hombres con determinados atributos, como los “Redarios”, “Tracios”, etc. Estas luchas terminaban, no pocas veces, con la muerte de alguno de ellos, pero eso no parecía ofender más la sensibilidad del pueblo romano que el toreo, con la agonía y muerte de la res, en España y países hispanoamericanos de hoy… ¡Misterios de la psicología colectiva!
En el mundo romano había libertad para todos los cultos religiosos reconocidos, que en época de Augusto sumaban unos trescientos, aparte de la religión oficial de la cual era pontífice máximo el propio emperador. Las persecuciones que dieron tanto que hablar en siglos posteriores no se producían por razones de fe, sino de orden público.
Las comidas romanas no eran demasiado copiosas. Había banquetes impresionantes en casos muy especiales, en los palacios oficiales o particulares, pero normalmente se comía tres veces al día, siendo la comida más abundante la cena, de cuyas sobras se solía componer el desayuno; frutas, verduras y carnes livianas, eran la base de un almuerzo bastante tardío, como todavía hoy utilizan algunos países costeros del Mediterráneo. Aunque la caña de azúcar abundaba en India, y Roma tenía relaciones comerciales con Oriente, no se utilizaba, pero sí en abundancia la miel. Bebían vino mezclado con agua, zumos de frutas, un licor de miel y, aquellos que habían tenido contacto con galos, cerveza.
Para comer se utilizaban unos divanes amplios llamados “triclinium”, en cada uno de los cuales se podían acomodar tres personas recostadas sobre un codo. Solían sumar tres de estos muebles, dejando un paso abierto para los servidores y con una mesa baja en el centro. Empleaban cucharas, tenedores y cuchillos muy semejantes a los actuales, así como platos y fuentes. Las cocinas, en las casas bien montadas, eran muy semejantes a las que se usaban en el siglo XIX en Europa, teniendo como base una cocina “económica” que funcionaba con leña o carbón vegetal. Los utensilios eran también iguales o semejantes a los del siglo pasado, con algunas curiosidades: por ejemplo, las sartenes para freír huevos tenían depresiones en su fondo, para contenerlos separadamente.
El vidrio era caro, por lo que en comidas normales se utilizaba poco, pero, al contrario de lo que se creía hasta hace algunos años, se empleaba en las ventanas, aunque ya es imposible saber cuánta transparencia tenían esas planchas.
El casamiento era a la vez civil y religioso; la mujer iba a vivir y se asimilaba a la casa de su esposo. Existía el divorcio cuando había mutua voluntad o por causas de inmoralidad comprobada.
Los impuestos eran mayores para los solteros, pues Europa en general, salvo las Galias, tenía una población escasa. En todo el Imperio, sobre tres continentes, los censos no registraron más de cien millones de habitantes.
El ejército estaba formado por profesionales y voluntarios, así como por levas en casos necesarios. El número de hombres en épocas de paz no superaba, en todo el Imperio, los 330.000, pero su disciplina y equipo eran los mejores de su tiempo. Sus armas de artillería, como la catapulta y el onagro, se siguieron usando hasta muy avanzado el siglo XV.
Las “Doce Tablas de la Ley” fueron las bases del derecho romano, grabadas en bronce en el 450 a. C., y estaban a la vista de todos. Este derecho romano, con sus adaptaciones, es la médula del que aplicamos en la actualidad.
Aparte de los idiomas locales, toda la Administración imperial hablaba en latín. Sobre todas las acuñaciones regionales primaba la moneda del Imperio. Tal unificación, soñada y tratada de recrear tantas veces luego, jamás fue alcanzada.
Estaba cruzada por una red de caminos tan perfecta que un estudio realizado en Francia demostró que la actual red está sobremontada, casi en su totalidad, a los viejos caminos romanos. Las calzadas, muchas de las cuales llegaron enteras a nuestros días, eran preferentemente rectas, pasando a través de montañas en base a túneles, y de ríos y valles con portentosos puentes que aún nos asombran. Eso le permitía a un hombre portador de un mensaje hacerlo pasar de mano en mano y a lomo de caballo, desde Roma hasta París (Lutetia) en diez días. Aunque las rutas eran muy útiles para el uso de las tropas de caballería e infantería, también servían para carros y coches particulares. Había unos carros-buses, de los cuales hay una excelente reproducción en el Museo de Colonia en Alemania, que llevaban incorporado un retrete y camas; la suspensión con flejes de cuero es magnífica y las ruedas giraban sobre los ejes en base a rodamientos, invento que aportó la tecnología gala. Del mismo origen eran las trilladoras mecánicas, que cortaban y acomodaban las espigas, tiradas por un asno y manejadas por un solo hombre. Otras máquinas, simples y robustas, servían para extraer el aceite de los olivos, la harina del trigo, etc.
Muchos especialistas se han preguntado por qué los romanos, teniendo tan buena tecnología, organización, administración y mano de obra, conociendo los rieles, la bomba aspirante-impelente, la caldera, los engranajes y demás mecanismos necesarios, no llegaron jamás a construir locomotoras, barcos o automóviles, ya que, cuando estos surgieron, en el siglo XVIII, la tecnología no era superior. La respuesta es difícil… En verdad, no lo sabemos. Parece ser que la causa fue más bien una alienación psicológica, un temor instintivo a las máquinas que aún se refleja en algunos lugares deprimidos económicamente de la Tierra, en los cuales no se usan arados de metal “para no envenenar la tierra”.
La campiña estaba, cuando cultivada, bien irrigada y cuidada. Grandes villas encerraban verdaderos emporios, algunos con puerto y flota propios. También abundaban las pequeñas casas de los campesinos, y conviene aclarar que en el mundo romano la miseria solo se daba en algunos suburbios de las grandes ciudades, donde se acumulaba la creciente población de desocupados. En el campo no ocurría eso.
Por lo general, Europa y el norte de África estaban arbolados de una manera que hoy nos resulta inconcebible; las aguas y los aires no estaban contaminados y luego de la Paz Augusta los caminos eran seguros y tenían a sus lados posadas calculadas de manera que ningún viajero se viese forzado a pasar la noche sin techo.
Los recónditos templos de los Misterios y las cavernas sagradas, así como los bosquecillos dedicados a las Divinidades, daban al todo un hálito de religiosidad que en las grandes ciudades ya se había perdido, en buena parte en manos de los aparatosos cultos oficiales y de los filósofos, que siendo sofistas muchos de ellos, sembraban la duda en las almas y la vacilación en las inteligencias.
No podemos cerrar este trabajo sin referirnos, muy brevemente, a las causas que precipitaron la caída del Imperio Romano.
A medida que la cultura y civilización de Roma se extendieron, se mezclaron con otros elementos, algunos positivos y otros negativos. No es cierto que Roma haya carecido de inventiva y lo debiese todo a los griegos; Roma tenía su particular inventiva, volcada a lo social, que le permitió hacer llegar a millones de seres humanos lo que antes estaba reservado a unos pocos. Además, las últimas investigaciones arqueológicas demuestran hasta qué punto la civilización etrusca, los samnios y otros pueblos influyeron en sus orígenes. Cuando nos referimos a elementos “positivos” o “negativos”, no elevamos un juicio moral, sino simplemente si resultaron favorables o no a la unidad del Imperio. Esta unidad estuvo siempre más o menos comprometida, y las guerras civiles en tiempos de la República y del mismo Imperio debilitaron las riquezas espirituales, morales y materiales. Los frecuentes pactos con los pueblos bárbaros llevaron a estos desde el Neolítico hasta la Edad del Hierro de manera violenta, y poco a poco Roma fue perdiendo todas sus características propias. Su eclecticismo (y en cierta forma, indiferencia) religioso le fue fatal, y con Juliano, injustamente llamado “el Apóstata”, finaliza el ciclo histórico de Roma. Los “bárbaros” ya no estaban fuera de sus fronteras, sino dentro mismo de su aparato político, social y religioso. El Imperio se partió en dos y nació la llamada Edad Media. Solo en Bizancio, la entonces Constantinopla, quedaron vestigios de la antigua Roma hasta aproximadamente el año 1000; tras las Cruzadas quedó una ciudad en ruinas detrás de imponentes murallas, a merced de los turcos, que la tomaron en el siglo XV con la complicidad de media Europa, dando fin a la Edad Media.
Aquella vida cotidiana placentera y “moderna” del siglo I se fue diluyendo en la brutalidad y la simpleza, elementos, sin embargo, necesarios para la renovación de los ciclos. Es probable que también a nuestra civilización le toque la hora de la desintegración para que las tierras, las aguas, los aires y los hombres vuelvan a ser puros. No tiene esto nada que ver con supuestas maldiciones divinas ni con el fin del mundo, que tantos charlatanes han predicado desde hace milenios, sino con la muy natural ley de los ciclos, esa que hace que a un día le siga la noche y a esta otro día; que haya inviernos y veranos, etc.
Y, sin embargo, el filósofo cierra los ojos, y sueña con un mundo donde la belleza no se deforme, la juventud no envejezca, donde, como decía Augusto en su Ara Pacis, “el milano no persiga a la paloma”.
De existir ese mundo, no será en este plano de conciencia… aquí es imposible… pero siempre es bueno y necesario soñar con imposibles, esas divinas mentiras que son verdades para el Alma… hasta que el Alma se alza y llega a habitar en esas otras verdades imperecederas, más allá del tiempo con sus granos de arena.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
Publicado en Revista Nueva Acrópolis núm. 167. Madrid, enero de 1989.
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Roma fue la gran transformadora del mundo antiguo, y con su modo ecléctico de hacer, reunió lo mejor de los pueblos con los que estuvo en contacto, respetando usos, costumbres y creencias, siempre que no atentaran contra el derecho de gentes que todos entendemos válido si pensamos un poco serenamente. No nos extraña, entonces, que su nombre secreto, como fue infaustamente revelado, fue el de AMOR, o sea, su mismo nobre leído a la inversa. Tuvo sus grandezas, y como todo aquello que se eleva, también sus grandes caídas, sus miserias. Nuestra civilización no sería tal, ni habría llegado a donde ha llegado si no es por su sustrato romano (que incluye el legado griego), en fiestas, en la retórica y la literatura, en derecho, en todo tipo de instituciones (educativas, militares, sociales, ) en el mismo saludo y los gestos que hacemos y un larguísimo etcetera. Y aun así, no fuimos capaces de conseguir su sentido ecuménico, su concordia y la armonía de sus relaciones humanas, tan infectadas las nuestras de todo tipo de fanatismos o nihilismos. Desde el advenimiento del cristianismo no conseguimos ya una forma de pensar tan generosa, liberal, gentil y respetuosa con la naturaleza y con el prójimo.Las formas sociopolíticas que rigen a Occidente desde hace siglos, o sea la dirigida (o totalitaria, ya casi extinta) y la liberal y anipuladora al mismo tiempo, con sus ingenierías sociales, son formas adulteradas y viciadas de la organización y sociopolítica romana, en que convivían perfectamente la libertad individual y el valor del Estado como un organismo vivo.
me parece bien