Aunque comúnmente aceptamos que los hombres vivimos encuadrados por las coordenadas del Tiempo y el Espacio, lo cierto es que estas dimensiones que nos rigen nos resultan casi por completo desconocidas. De las dos, es tal vez el Espacio quien nos ofrece menos complicaciones. Nuestro espacio vital nos es sencillo de delimitar, y la ampliación de los viajes y comunicaciones en nuestro mundo han achicado considerablemente las fronteras de lo que antes era el infinito.
Pero el tiempo sigue siendo el perfecto desconocido. Es más sutil que el espacio, se nos escapa con mucha más facilidad y nos esconde secretos mucho más profundos. Al tiempo solo podemos vivirlo, o mejor dicho, vivir en él, pero no podemos comprenderlo.
Precisamente en estos momentos de la Historia, el Tiempo nos ofrece una de sus múltiples variaciones bajo la forma de un fenómeno posible de apreciar, aunque complejo de entender. Me refiero a lo que los especialistas han dado en llamar “la aceleración de los tiempos”.
Bien propio de la vanidad humana es querer medir el tiempo, y hacerlo en base a unas unidades fijas e inamovibles. Nuestros relojes son infatigables marcando horas todas iguales entre ellas, con sus sesenta minutos. Nuestros calendarios señalan días iguales a otros días, que suman meses que se transforman en años… Pero la realidad es bien distinta. En la realidad no hay dos días iguales, ni dos horas, ni aun dos minutos con la misma duración. Aquí tiene cabida el mencionado fenómeno del tiempo que se acelera, que apresura su marcha, necesitando menos para hacer lo mismo o más que antes.
Los historiadores nos aseguran, ya desde lejanas épocas, que en momentos de crisis el tiempo se acelera. Nos toca hoy hablar del carácter de la crisis que nos aqueja; eso ya lo hemos hecho en otras oportunidades. Lo cierto es que, para bien o para mal, estamos en una crisis, en el más amplio sentido de la palabra: estamos ante un cambio. Los valores que nos regían hasta ahora, pasan al olvido y se hacen necesarias nuevas fórmulas para cubrir ese vacío. Unas cosas mueren y otras nacen… Y en este vértice del cambio, el tiempo se acelera, tal vez para no prolongar exageradamente la inestabilidad propia de todo cambio. Nadie puede permanecer demasiado rato en el intermedio de un paso y otro, pues el equilibrio flaquea.
Por ahora, la aceleración de los tiempos se nos manifiesta como una constante destrucción de los valores existentes, como una variabilidad imperiosa que se aprecia en todos los aspectos de la vida, una insustancialidad, una incapacidad de fijación.
Tal vez sea este el primer paso necesario para una renovación profunda en la Humanidad. Pero, atención: ante la velocidad de la destrucción, es necesario oponer la misma rapidez en la elaboración de los nuevos elementos que nos habrán de guiar.
La aceleración de los tiempos no vale tan solo para lo que se va, sino también y fundamentalmente para lo que viene. Allí, en lo que viene, en el mundo futuro que hay que construir perentoriamente, es donde Acrópolis quiere ajustarse al ritmo del Tiempo que corre. Y allí, en esa vorágine que podría arrastrarlo todo si no nos detenemos a salvar lo justo, es donde queremos encontrarnos con nuestros compañeros de sueños e ideales.
Hoy, más que nunca, se hace realidad aquella enseñanza que nos transmitiera el Prof. Jorge Ángel Livraga: “En un mundo que avanza, el que no camina, retrocede”.
No podemos detenernos. El Tiempo corre y nosotros con él. Pero formemos filas del lado de los minutos que salvan, refuerzan y crean el Mundo Nuevo y Mejor que todos anhelamos.
Créditos de las imágenes: Saffu
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