En busca del tiempo perdido

Autor: Delia Steinberg Guzmán

publicado el 10-01-2024

Evidentemente, referirse al “tiempo perdido” no es algo que nos permita hacer una exposición científica detallada, o que nos permita ofrecer muchos datos concretos tal y como ahora se usa. Hay que establecer la diferencia y pienso enfocar el tema con sencillez, como si me encontrase en aquellas clases más reducidas de discípulos. Y como resulta a veces difícil hablar simplemente, hablar desde el corazón, no deberíamos medir tanto las cifras que hay que recordar y sí en cambio, dejar correr un poco más esa inspiración interna que todos llevamos dentro.

Pienso que hablar del “tiempo perdido” es referirse a un tema que atañe de manera directa a nuestra filosofía práctica. Como filósofos, como seres ansiosos de saber un poco más, nos interesa descubrir el valor que se encuentra dentro de todas las cosas.

Indudablemente, el tiempo asume un valor muy importante y de eso debemos hablar. Como filósofos no solo nos interesa referirnos a los valores que encierran las cosas, sino que queremos recuperar esos valores. Así pues, también queremos recuperar ese “tiempo” que sencillamente sabemos y sentimos que hemos perdido…

en busca del tiempo perdidoHablar del tiempo, del tiempo perdido, de lo que ha quedado atrás –esto que se confunde con la memoria, con los recuerdos– es un poco ir contra corriente en este momento en que todo lo referente al recuerdo, a la memoria, a la historia, está tan sobradamente puesto en estado de crítica.

Hoy se han suscitado una gran cantidad de problemas alrededor del tiempo, alrededor de la historia. Nos encontramos, cada vez con mayor frecuencia, con una desmitificación de la historia. Se pretende –de una forma u otra alejarnos de los tiempos pasados, hacernos ver esos tiempos pasados como malos. Esta actitud negativa la encontramos frecuentemente en nuestros días.

Pero no se acaban aquí los problemas; existe algo así como un desprecio por todas las experiencias pasadas, por todo lo que ha quedado detrás de nosotros; es cierto que si –como afirman los viejos filósofos, y los nuevos también– si todos estamos creciendo y evolucionando, por lógica, las experiencias que quedan detrás de nosotros son aquellas cosas que nos han ayudado a crecer: errores, equivocaciones, aciertos también desde luego, pero en general nos vamos a encontrar con aquellas cosas que nos han tocado más a fondo, que nos han dolido más a fondo. Se incita de alguna manera a despreciar todo, y hay además una ansiedad por la burla y por el desprecio del conocimiento.

Se suele enfocar el mundo pasado con una actitud más o menos marcada de sarcasmo. Así, se considera que todos los hombres que vivieron antes tienen terribles defectos y han cometido terribles errores de los cuales nosotros hoy estamos “a salvo”. Así también, si consideramos el tiempo de la Historia, seguimos encontrando más problemas, estos son los que más de cerca nos tocan.

El presente, el futuro, se nos muestran siempre como mejores que el pasado y nos preguntamos al respecto: este futuro y este presente que esperamos han de ser mejores, ¿en qué se apoyan para ser buenos, para ser firmes? ¿Dónde se asientan? ¿Con qué comparamos el presente para saber que es mejor? Forzosamente con el pasado, y si queremos ser sinceros con nosotros mismos, nos daremos cuenta de que ni todo tiempo pasado fue mejor, ni tampoco fue peor; ni el presente es mejor por fuerza que cualquier otra cosa, ni el futuro nos depara glorias ininterrumpidas.

Cuando analizamos todo esto, cuando miramos todo aunque sea someramente, comprobamos que efectivamente llevamos detrás de nosotros una gran cantidad de tiempo perdido. Para unos, este tiempo ha quedado perdido porque no hemos sabido aprovecharlo; para otros, es un tiempo que ojalá no hubiesen vivido porque les trajo problemas pero no han sabido asimilar la experiencia.

Y como filósofos, prefiero inclinarme para esta otra versión: el tiempo que hemos perdido sí, pero es porque no lo hemos sabido aprovechar; prefiero presentar esta otra versión según la cual el pasado particular de cada uno de nosotros, el pasado en general que llamamos historia, se presenta ante nuestros ojos a la manera en que lo concebían los romanos: como “maestros de vida”, con motores que nos impulsan a seguir caminando y a seguir actuando. Prefiero ver ese tiempo que hemos dejado atrás como una acumulación válida de experiencias que debíamos tener siempre al alcance de la mano, como si fuese una guía para todos nosotros, para aprender a vivir. Por eso decían los romanos precisamente: “La Historia es Maestra de Vida”.

Esta es la versión que hoy prefiero que se tome en esta charla, porque, preguntémonos sinceramente, un hombre sin pasado, ¿qué hará en el presente? ¿Qué sería de nosotros si no tuviésemos un pasado más o menos consciente? Seríamos seres humanos sin memoria, perdidos… Nos levantaríamos todas las mañanas intentando aprender aquellas cosas que se suponen que hemos aprendido ayer y antes de ayer, para recomenzar todos los días otra vez desde el mismo punto. Así también un pueblo sin su historia, ¿Cómo sería en la actualidad? ¿Cómo explicarían su existencia, sus ideas, sus ambiciones, su futuro? Necesitan este pasado que –como suele decirnos a veces el profesor Livraga– no es un peso, es un pedestal, algo donde podernos apoyar.

Este es el valor que debemos darle al tiempo, y cuando hablamos del tiempo perdido, nos vamos a referir a aquel pasado que como hombres no supimos aprovechar, aquella historia que, como pueblos, no sufrimos hace mil años.

Y vamos a hacer un pequeño análisis que se me ocurre ahora mismo; vamos a ver cómo se manifiesta tanto en los pueblos como en los hombres esta pérdida de tiempo, este tiempo desaprovechado que se esfuma y se va. Y me gustaría hablar un poco de los seres humanos, por aquello de que nadie nos quiere más a nosotros mismos que nosotros mismos.

Un hombre que ha perdido el tiempo, se encuentra generalmente como un hombre angustiado ante la vida, con preguntas que lo martillean por dentro: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? ¿Qué puedo hacer en el mundo? ¿En qué puedo trabajar o estudiar? ¿En qué puedo ser más útil? ¿Cómo puedo orientar estos años de vida que me quedan por delante?

Generalmente, el que ha perdido su tiempo, el que ha se ha desatendido del mismo, tiene una enorme angustia cuando enfoca la vida que se le presenta por delante. Y hay otra angustia más: es la de los sentimientos, porque generalmente no sabe lo que quiere, tampoco sabe si quiere exactamente a alguien como persona; es incapaz de reconocer cuando le quieren de verdad. Y ante esa incapacidad de situarse en el mundo de los sentimientos, y ante la importancia que los mismos tienen para nosotros, el sentimiento se hace cada vez mayor.

El hombre que ha perdido el tiempo, tiene muy poca memoria, es muy fácil reconocerlo y no me refiero ahora a la memoria tipo “enciclopedia” que se nos suele exigir; tiene poca memoria para las cosas importantes, no quiere recordarlas, su conciencia generalmente se dispersa. Le cuesta muchísimo fijarse en un trabajo, en una idea, tiene enormes dificultades para concentrarse porque está acostumbrado a que las cosas se le vayan de entre los dedos.

El hombre que ha perdido el tiempo, se nos presenta con poca capacidad de acción y este es un mal desgraciadamente tan generalizado que me permitiría deducir sin hilar demasiado fino, que todos hemos perdido demasiado tiempo, tenemos poca capacidad de acción.

Yo suelo estar mucho en contacto con gente joven, con gente con muchas aspiraciones, con muchos sueños, y me encuentro con este típico problema: por un lado con lo que se puede hacer, por otro lado lo que realmente se puede hacer.

He observado que, a la hora de actuar, se suele producir una somnolencia; es como un cansancio interior, un cansancio más psicológico que biológico, es una lentitud que no nos permite hacer cosas y además es una falta de confianza total en las cosas que podemos hacer, es como sentirse “para qué lo voy a hacer, igual si lo que hago no sirve para nada”. Y ante esta situación nos encontramos con ese cansancio a que nos referíamos: abulia, sueño interior. No se notan ojos vivos, no hay miradas activas, hay más bien una gran pesadez.

El hombre que ha perdido el tiempo, se encuentra muy trabado a la hora de tomar grandes decisiones, no sabe cómo hacerlo, le asusta terriblemente cualquier compromiso, cualquier promesa formal, cualquier cosa que le requiera algo distintivo de parte suya. Cuando se decide se encuentra ante una verdadera tortura porque ve las decisiones como algo tan tremendo, tan definitivo, tan absoluto, que piensa que se le va la vida en ello. Y, claro está, faltando ese pedestal del tiempo, es muy difícil tomar decisiones, y sobre todo es muy difícil sentirse tomando determinaciones sin mucho riesgo de equivocarnos. Por esto faltan decisiones, nadie quiere empeñar la palabra “de verdad”; la palabra se empeña todos los días, muchas veces al día. Las palabras más corrientes ahora son: “Te aseguro, te prometo, te juro que es la verdad, te lo digo créeme, no vas a dudar de mi…”, sin embargo vamos a poner a partir de aquí muchos puntos suspensivos. Una cosa es la manera de hablar y otra cosa es todo lo que ponemos en juego de verdad cuando el alma está en nuestras palabras –si es que ponemos el alma en nuestras palabras.

Otra de las angustias de nuestro hombre, le hace preguntarse: ¿He venido de alguna parte, iré a alguna parte? ¿Qué me espera? ¿Estaré despierto? ¿Me daré cuenta o no me daré cuenta? ¿Seguiré siendo yo o seré otra cosa? ¿Sufriré, no sufriré? ¿Qué hay detrás de la vida? ¿Es dolorosa la muerte? Así pues, se presenta una angustia ante la muerte, sobre todo cuando no hemos sabido aceptar el tiempo que nos ha sido concedido.

En general, si tuviésemos que resumir estas características hablaríamos de una gran falta de confianza en sí mismo, de encontrarnos con seres humanos que no tienen fe en lo que pueden hacer; que no hacen grandes cosas precisamente porque se sienten incapaces de realizarlas.

Y vamos a hablar un poco de los seres humanos y de los pueblos que habían perdido el tiempo. Reconozco que no soy una experta en sociopolítica y que el hablar de pueblos y de su historia me supone el sencillo esfuerzo de dejar salir aquello que pienso o siento. Pienso que con los pueblos debe pasar lo mismo que con los hombres, solo que en otras proporciones. Los pueblos que han perdido su tiempo son, indudablemente, aquellos que tratan de deshacerse de su historia, echarla atrás, olvidarla. Son estos pueblos donde aparecen cada vez con más asiduidad, una enorme controversia de datos.

Hoy en día, ocurre que sobre la exposición de los hechos pasados, hay infinidad de versiones diferentes que aseguran a pie juntillas que tienen la verdad absoluta sobre una determinada cuestión. Y nosotros que estamos en el medio, pensamos que si todos estos “historiadores” no se ponen de acuerdo entre sí, ¿qué podemos pensar nosotros al respecto?, ¿con cuál de las versiones nos vamos a quedar? Así, encontramos una creciente falta de eclecticismo para exponer los hechos pasados.

Los hechos pasados se exponen con burla, con desprecio, se ha perdido el sentido del “misterio” de lo histórico… Ahora el pasado de la humanidad no se analiza históricamente, sino “críticamente”, y vuelvo a preguntarme en qué fundamentamos el criterio crítico si nadie se pone de acuerdo en lo que lo que realmente ha sucedido.

Vemos en los pueblos que han perdido el tiempo una gran falta de definición; al no haber apoyo, al no haber proyección, es difícil definirse, se trata de quedar bien con todo el mundo adoptándose una postura acuosa, intermedia. Y en el afán de quedar bien con todo el mundo, se termina por quedar mal ante todo el mundo porque nadie está satisfecho. Este descontento general es producido porque no hay ni una sola cosa que se diga con claridad, y porque a la hora de las verdades, nos encontramos ante las mismas preguntas: “Bueno, pero y esto, ¿qué es?, ¿qué significa?, ¿cómo debo interpretarlo?”

Nos encontramos con pueblos en “crisis” y quiero recalcar una vez más que el sentido con que quiero expresar esta palabra es el que le otorgaban los viejos griegos: el sentido de “cambio”. Así, estos pueblos que han perdido el tiempo, cambian constantemente. Tienen que cambiar porque este cambio justifica algo, justifica un movimiento; ocurre que hay que demostrar que se hace algo, y como no se sabe muy bien lo que hay que hacer, pues se cambia y se cambia… Y aquí estamos, también nosotros, en medio del cambio; hoy una cosa, mañana otra, la de ayer ya no sirve, pero pasado mañana puede volver a servir…

En este cambio innecesario hay falta de definiciones, como nos demuestra la misma historia pues conduce a estos pueblos a frecuentes tiranías, pero a una “tiranía” con el sentido que los viejos griegos otorgaban a esta palabra. Sin aprovecharse del gobierno, sin aprovecharse del poder, no conducir, no educar a los pueblos, sino explotar esta situación en beneficio del que, momentáneamente, detenta el poder.

Estos pueblos que perdieron el tiempo, generalmente pierden otra cosa muy interesante que ahora parece fundamental: el prestigio internacional. Ahora hay que guardar “prestigio internacional”, pero eso también se pierde cuando se desperdicia el tiempo, pues visto desde afuera queda muy mal ante ese “espíritu crítico” que impera en todas las cosas. Evidentemente, a menudo se pierde el prestigio, pero como de boca para afuera nadie se atreve a decir nada, ocurre que se elogian cosas que no existen y que son falsas…

Observando los pueblos que se encuentran en esta situación, vemos que presentan pocos hechos concretos; sus obras se reducen más a destrucción que a construcción. Se trata de destruir desde otro punto de vista, o bien adoptando una clara postura aceptada en el mundo actual bajo la sombra de “terrorismo”, o bien adoptando esa otra postura tan especial que nos hace decir que todo lo que han hecho quienes nos precedieron está muy mal hecho, y que hay que destruirlo.

Si tuviésemos que señalar una característica más de estos pueblos, hablaríamos de una “falta de destino”, otra palabra que tampoco interesa ahora. Falta de destino, ¿hacia dónde vamos? ¿Qué queremos hacer? ¿Qué esperamos de la vida? ¿Qué esperamos en el tiempo? ¿Qué queremos realizar? ¿Qué queremos construir? ¿Qué recuerdo queremos dejar a otras generaciones? Se nota una falta de destino y se dice: “se vive hoy, mañana será mañana, estarán otros hombres que se encargarán del mañana…”

Como vemos son muchos los problemas que nos aquejan como seres humanos, como pueblos, si nos ponemos a calcular el tiempo que hemos perdido, ¿cuál es el valor que podemos adjudicarle al tiempo para convencernos de que, efectivamente, no tenemos la verdad?

Aunque no soy experta en definiciones, diríamos que el tiempo es una dirección que nos permite medir, que nos permite señalar nuestra propia evolución, nuestra vejez espiritual, nuestro asentamiento de experiencias. El tiempo es precisamente quien nos muestra qué es lo que hemos conseguido y cómo lo hemos conseguido. Y si hemos perdido el tiempo, si hemos perdido esa posibilidad de conocernos a nosotros mismos desde el punto de vista de nuestra propia evolución, evidentemente se justifica aquello de saber en qué.

Supongamos que hemos perdido el tiempo y queremos saber si es recuperable; veamos por qué. Hoy se ha puesto de moda otra vez el hablar del tiempo como de esta dirección extraordinaria que nos permite ya no anclarnos en el presente, sino lanzarnos hacia atrás o hacia delante. El tiempo es móvil y nosotros podremos viajar en él, o el tiempo no es móvil y nosotros podremos somos quienes nos desplazamos detrás de él. Cada vez se habla más de ir hacia atrás en el tiempo o de venir hacia delante en esta dimensión. Lo primero es posible hacerlo, ¿por qué no? Y es que nuestra imaginación, nuestro poder mental es mucho más rico que lo que alcanzamos a sospechar. Ir hacia delante en el tiempo es posible, pero pienso que ir hacia atrás a recuperarlo, es mucho más fácil. Lo de atrás ya está escrito, ya lo hemos vivido, es nuestro y nos pertenece.

Algunas veces nos hemos preguntado qué es lo que la vida nos puede quitar… Nos hemos preguntado alguna vez si es posible arrancarnos los recuerdos, arrancarnos ese tiempo que hemos vivido… No, eso no nos lo quitan, eso es nuestra bagaje, nuestra memoria. Es nuestra desde varios puntos de vista: desde aquellos recuerdos concretos, claros y definidos que tenemos, desde aquellos que nos permiten contar lo que hemos hecho ayer, la semana pasada, el mes anterior, el año anterior, o hace varios años cuando éramos pequeños, etc. Y luego, está aquella otra forma tan sutil, tan impalpable que algunos filósofos como Platón prefieren denominar “reminiscencia”. Es decir, es el aporte que se levanta adentro nuestro, que no tiene formas concretas, pero nos permiten recordar cosas, sentir cosas, vivir cosas como propias, como nuestras.

Por lo tanto, podemos decir que no es difícil recuperar el tiempo perdido, solo consiste en que las viejas experiencias vuelvan a la conciencia y al presente, aquí y ahora. No hay tiempo perdido; a lo sumo, hay cosas que hemos olvidado y lo que tenemos olvidado no lo podemos recuperar. Por eso quiero insistir en que, efectivamente, podemos salir en busca del tiempo perdido, podemos recuperarlo… Pienso que podemos dejar de ser los enfermos y los huérfanos de la Historia, sin padre, sin madre, sin antecedentes, sin nadie que haya vivido antes que nosotros que valga la pena, sin nadie que jamás haya dejado una sola experiencia válida. Pienso que podemos salir en busca del pasado para recuperar nuestra verdadera naturaleza humana de la que nos hemos apartado; y que podemos viajar hacia atrás, tanto como hombres si es que nos queremos considerar individualmente, o como humanidad si nos queremos considerar en conjunto.

Es una larga aventura, pero es una interesante aventura. Creo que todos recordamos esas historias que nos emocionaron tanto sobre un pequeñuelo que, habiendo perdido su hogar, tenía que atravesar kilómetros y kilómetros en busca de su madre, en busca de sus familiares, en busca de aquello que sentía suyo y que sabía estaba en alguna parte. Pero del querer al arribar, quedaba mucho tiempo… Así pues, hay que hacer un viaje hacia atrás, hacia lo que hemos olvidado, hacia los tiempos perdidos, pero no perdidos definitivamente…

Cuando en la antigüedad se hablaba de esas famosas Escuelas Iniciáticas que ponían a los seres humanos en posibilidad de entrar en contacto con verdades superiores, se les imponía pruebas múltiples, como efectuar recorridos llenos de trampas y dificultades, atravesar situaciones límites en las que había que poner en juego toda la inteligencia, todos los sentimientos, toda la voluntad. Tenían que realizar un viaje… un viaje para recuperar lo que hay dentro del hombre, y algo así es lo que estamos proponiendo nosotros hoy desde esta tribuna de Nueva Acrópolis.

Supongamos que queremos viajar como seres humanos en busca de lo nuestro, en este caso habría que ponerse a repasar todos los sueños que hemos tenido: ¡vamos a recuperarlos! ¿Con cuántas cosas hemos soñado? ¿De cuántas cosas nos hemos ilusionado? ¿De qué parte de nuestro ser brotaron esas ilusiones, esos impulsos, esos anhelos? ¿Cuáles fueron nuestros más caros, nuestros mejores sueños, los más nobles, los más grandes? ¡Recuperémoslos!, no hay que sentir vergüenza por ello. Hay que extraerlos otra vez nosotros, vivirlos otra vez, proponerse otra vez luchar por ellos.

Y eso sí, es prudente repasar todos los temores que hemos tenido: ¿a cuántas cosas les hemos tenido miedo? ¿Por qué les hemos tenido miedo? Repasemos un poco, afrontemos estas cosas con una nueva personalidad, más firme, más segura; seamos conscientes de todo el tiempo que, efectivamente, se nos ha ido de entre las manos. Muchos, muchísimos, con idas y venidas, con el cesar de viajar, volver a empezar, volver a caminar…

Y ¿cómo se recupera ese tiempo perdido? Proponiéndose ahora actos claros, definidos y poniendo toda la voluntad, hay que eliminar la indecisión. Hoy estamos indecisos porque hay miedo a arriesgar cosas, miedo a arriesgar dinero, miedo a arriesgar tiempo, miedo a arriesgar prestigio, etc. Pero entre las muchas cosas que podemos arriesgar, tal vez la más grande que estamos arriesgando es nuestro propio tiempo.

Eliminar las indecisiones, diluir de una vez por todas las deudas a través de la acción que es la mejor manera de ganar tiempo; actuando nos hemos equivocado un montón de veces, pero podemos corregir porque nos hemos acostumbrado a la acción y porque volvemos a emprender una nueva acción. No actuando es posible que no nos equivoquemos, pero también es seguro que no vamos a lograr absolutamente nada porque tampoco hacemos nada.

Pienso que tendríamos que recrear el optimismo, un sentido real del optimismo, un poco de fe, un poco de felicidad. Esta es la mejor manera de ganar tiempo, y ese tiempo se recupera en la medida en que descubrimos hasta qué punto nuestras propias accione son válidas para mejorar todo lo que hoy encontramos malo, pobre, feo, injusto, torpe. Es muy fácil criticar el mundo y mucho más casi el sentarse en un rincón y decir: “¿Para qué voy a creerme nada si lo que puedo hacer yo es tan insignificante, tan pequeñito? ¿Quién lo va a apreciar, quién lo va a notar?”. Pero, ¡empecemos señores! Empecemos, hagamos algo pequeño o algo minúsculo, pero ¡hagamos algo! Y si descubrimos que eso que hacemos tiene valor, renacerá el optimismo dentro nuestro. Y entonces, el tiempo se valorará completamente de otra forma.

Hay un viejo poema que todos conocemos y que en inglés comienza diciendo: “If”, “si yo pudiese… si yo hubiese…” ¿Y si pudiésemos eliminar ese “Si…” de nuestras vidas? Si en vez de mirar a un determinado momento y decir: “¡Oh!, lo que hubiese podido hacer…”, “lo que hubiese sido de mí, si las cosas hubiesen sido diferentes…” Si este “Si” desapareciese de nuestro vocabulario, comenzaríamos a amar el tiempo presente. Y, efectivamente, soñaríamos con todo lo que no hemos podido realizar, pero tendríamos la certeza de que hay tiempo en nuestras manos para realizarlo.

Desde un punto de vista general, pienso que como humanidad, como un conjunto de seres humanos afectados de una misma manera de ser, de vivir, de crecer, deberíamos darnos cuenta de que hay una Historia, un largo pasado, un conjunto de viejas civilizaciones que esperan por nosotros.

Reconozco que es difícil recurrir a la Historia pues hoy cuando no se la escribe en juerga, se describe una historia “crítica”, o una historia “desmitificante”. Pero, no obstante, pienso que entre tanta maraña, algo vamos a poder encontrar. Y sobre todo tenemos que volvernos hacia las viejas civilizaciones advirtiendo que no nos van a dar como única enseñanza, los problemas económicos que tuvieron y cómo pudieron prosperar desde ese punto de vista.

Existe todavía una gran cantidad de mensajes morales, religiosos, artísticos y científicos que sería absurdo despreciar. Hay una gran cantidad de material que es nuestro, que está para nosotros, que es nuestro patrimonio. Hoy nos asusta cuando al descubrir elementos científicos, volviendo hacia atrás, encontramos que ya había pueblos que manejaban estas cosas que a nosotros nos parecen portentosas.

Nos encontramos, pues, con que muchos viejos pueblos nos enseñan grandes cosas desde el punto de vista moral; viejas enseñanzas, preceptos, escritos, etc. que todavía os hacen estremecer.

Creo recomendable recoger aquellos elementos que nos suelen servir para nuestro paso por la vida. Casi todos los viejos cuentos han hecho hincapié esencial en el problema de la inmortalidad. Se trata de recuperar una vez más nuestro sentido de “inmortalidad”. Se trata de recuperar una vez más aquello que los antiguos enseñaban cuando nos pusieron en la vía de la existencia para recoger experiencias y repetirlas cuantas veces fuese necesario, hasta que el alma se hiciese dura, fuerte, experta en las vías de la Vida. Esto deberíamos recuperarlo; antes éramos inmortales, ahora venimos siendo hombres, y casi lo estamos olvidando últimamente…

Recuperar aquel viejo sentido de la Justicia cuando encontramos en antiguos libros ese criterio que hoy yace bajo la palabra sánscrita del “karma”, y que nos hace aparecer la Historia como todo un conjunto de hechos eslabonados y encadenados por una serie de causas y efectos. Nada se produce porque sí, nada se da al azar, todo está íntimamente relacionado. Todas las cosas obedecen a otras que les preceden y que son sus causas. Recuperar aquel viejo sentido de la Belleza, de la Estética, de la Armonía. Temblar otra vez ante la belleza, no poner simplemente un par de ojos que poco entienden y una boca que poco puede criticar.

Recuperar aquel viejo sentido del Amor, como nos lo describen los antiguos filósofos: ese sentimiento, esa fuerza del alma que es capaz de unir todas las cosas sobre la Tierra, por encima de todas las barreras… Recuperar ese sentido de evolución, de crecimiento, de no sentirnos estancados, de no pensar que la vida es un nuevo vegetar; de tener esa seguridad interior de que estamos aquí por algo y para algo y de que, efectivamente, nos espera un destino. Y que el más impresionante de los destinos, y el más largo de los caminos empieza precisamente por dentro: empieza allí, en el lugar y en el momento en que nos decidimos a conocernos y a recorrernos para hacernos más fuertes, más grandes.

Recuperar ese sentido general de la Naturaleza, esa visión global de la misma, mediante la cual el ser humano no está fuera, no está solo, no está desamparado, no está a merced de fuerzas que no comprende, sino que forma parte de ese maravilloso conjunto y de esas leyes que todo lo armonizan. Es decir, que el Hombre habría de volver a mirarse en esa Naturaleza, y que pueda verse como era antes, hace mucho… Que pueda descubrir parte de él mismo en la simplicidad de un animal o en la ternura de una planta, o bien verse e intuir cómo será dentro de algún tiempo si es que mira hacia las estrellas en el cielo nocturno…

Y sobre todo, pensar en la necesidad de repasar la Historia de esas viejas civilizaciones, recordar el proceso histórico de la Humanidad. Y recordar que esas viejas civilizaciones cayeron justamente cuando cayó la integridad moral de sus hombres; se quebraron no por problemas económicos, sino porque sus hombres perdieron la fuerza interior; se quebraron cuando, en lugar de los valores morales apareció la ambición, el desorden, los caprichos desenfrenados, el odio, la mentira, etc. Cuando todas estas cosas se han hecho presencia, las civilizaciones se quebrantaron, y esta es una enseñanza histórica que no podemos despreciar, de ninguna manera.

Nos vamos, pues, en busca del “tiempo perdido”. Vamos a recuperarlo, a sentirnos herederos de nosotros mismos, de lo que hemos vivido como cada uno de nosotros. Y vamos a sentirnos herederos de todos los hombres que han vivido antes que nosotros. No estamos solos, no acabamos de “aparecer” en el mundo;  hubo muchas cosas delante, mucha experiencia, mucho tiempo, mucha historia que nos precedió y somos herederos de ella.

Vamos a recuperar el tiempo perdido, estando activamente presentes, viviendo en el presente, siendo conscientes de lo que hacemos, de lo que decimos, de lo que escribimos, de cómo nos movemos. Estamos ya cansados de que la gente se exprese diciendo: “No sé si estoy o no estoy… Hoy no me siento, creo que estoy “más allá”…”. Estamos cansados de enfrentar seres humanos que no sabemos si están ante nosotros o en cualquier otra parte, porque el presente también tiene su valor.

Y vamos a lanzarnos al Futuro para recuperar el tiempo perdido, pero ha de ser a un futuro lógico, real. Un futuro en el cual caben planes, eso sí, pero planes que se pueden realizar. No hay nada que desaliente más al ser humano que el trazarse enormes planes –esos planes extraordinarios que se nombran en la mesa de un café, sentados frente a un amigo– que a la hora de la verdad, cuando uno los quiere aplicar aun en una mínima parte, nos damos cuenta de que a menudo somos incapaces de ello. Los planes han de ser concretos, reales, en la medida de nuestras posibilidades; exigiéndonos mucho, es verdad, pero sabiendo que podemos dar aquello que nos exigimos.

Y pienso que, en última instancia y para no alargar demasiado nuestra charla, la mejor manera de recuperar el tiempo perdido es recobrando aquello que pensamos nosotros –como Filósofos Acropolitanos– hace a la esencia misma del Hombre.

Hay que recuperar lo que se ha dado en llamar “el Alma Humana”, el Espíritu, el Ser Interior, el Yo Superior, el Yo profundo. Hay que recuperar aquello que está dentro de uno mismo, eso que nos hace ser inquietos, que no nos deja jamás estar satisfechos con nosotros mismos.

Esta parte interior de nuestro ser, es aquello que cuando tiene que enfrentarse a la vida cotidiana, no se conforma con el simple “sobrevivir”. Hemos de recuperar nuestro mundo interior que quiere Vivir, y no solamente sobrevivir. Eso que empuja dentro y nos pide algo más, ese nuestro viejo ser interior que, ¿quién sabe cuánto hace que nos acompaña?, ¿quién sabe cuánto hace que experimenta?, ¿quién sabe cuántos caminos del Tiempo ha recorrido…? Y hoy, callada, silenciosa pero potentemente, grita dentro de nosotros: ¡RECUPERADME, ESTOY CONTIGO!

 

Créditos de las imágenes: Aron Visuals

Si alguna de las imágenes usadas en este artículo están en violación de un derecho de autor, por favor póngase en contacto con nosotros.

Referencias del artículo

Publicado en la Revista Nueva Acrópolis de España Nº. 157 en febrero de 1988.

Un comentario

  1. José Roberto Silva dice:

    La Prof. Delia sorprende, deleita y enseña. Somos tan adictos al tiempo cotidiano que olvidamos que somos seres históricos. Como colectivo – e individuos – olvidamos: ¿Quién soy yo? ¿Hacia dónde deberíamos dirigirnos? Y este texto responde con belleza y profundidad.

¿Qué opinas?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *