Dice un viejo y conocido aforismo que así es abajo como es arriba, reversible por cuanto también significa que así es arriba como es abajo, o lo que es igual, que lo grande y lo pequeño encierran similitudes esenciales.
Esto, y los muchos y variados acontecimientos que los medios de comunicación nos acercan a diario, me llevan a meditar que entre la Tierra y el ser humano hay una relación innegable y que ambos viven procesos semejantes.
En la Tierra coexisten zonas de grandes inundaciones junto con otras de terribles sequías. Los volcanes se estremecen a menudo, vomitando lava o humaredas, mientras que en algún otro punto del planeta, todavía quedan parajes ocultos de extrema belleza que aún no han sido maltratados por el vandalismo turístico, donde todo es tranquilidad y silencio.
En el Hombre hay zonas secas, trozos del alma donde, si alguna vez hubo flores, hoy no queda nada porque las ilusiones han muerto. Y también hay regiones inundadas por emociones sin control, ansiedades desbordadas, miedos sin límites, corrientes ingobernables sin nombre específico; inundaciones que no siempre se ciñen al subconsciente sino que afloran como fuerzas ciegas, imposibles de dominar.
Los dolores, las ambiciones y las iras humanas tiemblan como los volcanes; rugen sus instintos sacudiendo de temor a las sociedades, cuando no de horror ante crímenes sin sentido. Y tal vez queden aún, escondidos, algunos rincones de buena voluntad, tan escondidos y de difícil acceso, que son muy pocos los que se proponen acceder hasta ellos.
La Tierra se hiela y se quema según en qué continentes y mares; el frío y el calor exceden los parámetros habituales y se alternan fuera de todo ritmo establecido.
El Hombre se quema en la violencia y el desatino y se hiela en la fría crueldad, alterando las condiciones propias de su presunto raciocinio.
En el centro de nuestro pequeño universo planetario, siempre está el Sol, sea de noche o de día, sea que las nubes lo oscurezcan por momentos.
Sin embargo, los hombres no son conscientes de su sol interior que esparce luz, y suelen conceder más importancia a las nubes ocasionales que, a veces cubren la visión como espesas cortinas, o a veces se convierten en tempestuosas tormentas. Casi se podría afirmar que las tormentas son una forma de dar variedad e intensidad a la vida, sobre todo cuando se ha perdido el ojo que ve en profundidad lo que nunca pierde brillo.
Valga como ejemplo la gran atracción que produce un eclipse total de Sol sobre miles de personas en Europa y Asia. Algunos aprovechan la situación para acrecentar sus observaciones y estudios científicos; la mayoría cedió a la curiosidad. ¿Qué es lo que tanto atrae a esa mayoría en un eclipse: la insólita oscuridad en medio de la mañana, lo que podría tener de terrible y maléfico, o la seguridad de que es fenómeno momentáneo y que en algunas horas todo volverá a ser como era antes?
Si la Tierra, en su constante girar y trasladarse, es capaz de soportar una franja de sombra y continuar su camino, también el ser humano debería hacer otro tanto. Hay en la vida momentos de oscuridad y sombras, inundaciones y volcanes en movimiento, calor y frío extraordinarios, pero un camino seguro, un “hacia dónde”, no puede faltar nunca. No le falta a la Tierra y no le debe faltar al Hombre, si es verdad que así es arriba como es abajo.
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Gostaria de saber mais sobre a acrópole
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