Cuando se acerca el fin de un año, el fin de un pequeño ciclo dentro de nuestras vidas, suele acometernos el deseo de repasar ese ciclo y las cosas que hemos llevado a cabo durante su transcurso.
Éxitos y fracasos pasan rápidamente –demasiado rápidamente– delante de nuestros ojos, de la imaginación, y preferimos olvidar todo prometiéndonos mil mejoras para el próximo lapso que, finalmente, no será muy diferente al anterior.
Dos problemas coinciden de manera influyente en este panorama, dos problemas a los que queremos referirnos en este artículo, para dar nuestra visión Acropolitana.
Uno de los conflictos mayores es la indecisión de los humanos acerca de lo que verdaderamente queremos ser y hacer. Esto lleva a vegetar en vidas medianas, opacas y carentes del brillo del idealismo. Todo se resuelve en una perpetua angustia, que se borra apenas por fugaces momentos, pero que nunca es erradicada, porque en realidad nunca desaparece. El trasfondo de este problema es simple pero profundo: la angustia diaria, la angustia del momento presente, es el resultado de otras radicales y angustiosas preguntas: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde voy? Si el ser humano no tiene definidos ni sus principios ni sus fines, ¿cómo puede definir su momento presente?
Para decidirse a hacer algo, para decidirse a ser alguien, hay que SABER qué es el hombre en general, y quiénes somos particularmente cada uno de nosotros. Es necesario resolver el origen y el fin de nuestras vidas, no en la vulgar respuesta de la materia que “aparece y desaparece” por “leyes casuales”, sino en la verdad de una Ley Causal que encierra el misterio de nuestras vidas humanas y de todas cuantas formas de vida existen. Hay que adentrarse hasta la Raíz Divina –bajo el nombre que a Ella quiera dársele– para reconocer la propia raíz humana. Hay que vibrar con el ritmo de la evolución universal para sentirse igualmente imbricados dentro de ese ritmo, y comprometidos con esa misma evolución. Entonces podremos vivir años distintos unos de los otros, años mejores unos que otros a medida que ellos transcurren; entonces se borrará la opacidad de nuestras vidas, pues cada minuto que pase será un minuto de mayor claridad interior.
El otro conflicto es la confusión entre lo temporal y lo atemporal, entre lo que vive y se gasta y aquello otro que perdura sin desgaste. Indudablemente nuestras vidas suponen un juego perpetuo entre valores temporales y cambiantes y valores perpetuos y estables. Pero hay que llegar a diferenciar perfectamente unos de otros.
Del mismo modo en que ninguno de nosotros puede identificarse totalmente con el cuerpo; del mismo modo en que, aunque el cuerpo envejece, nosotros podemos seguir siendo jóvenes por dentro, porque la Juventud radica en el alma; así, y no de otra forma, debemos escoger como guía aquellos valores que no perecen con el tiempo.
La diferencia está entre lo duradero y lo eterno. Lo duradero, dura…, pero finalmente se acaba; se traduce en modas más o menos largas, pero modas al fin. Lo eterno es siempre, ahora, antes y después; aunque miles de voces “de moda” pretendan disminuir lo eterno, ello vive fuertemente arraigado en cada uno de nosotros. El hombre de las viejas civilizaciones, ese que hoy aparece en forma de coloridas imágenes en los libros de historia, y el hombre de nuestros días, ambos siguen entendiendo de la misma forma el valor del Bien, de la Virtud, de la Amistad, del Amor, del Honor, del Deber, de la Fidelidad…
Si abandonamos las falsas vergüenzas, las que nacen de las modas fugaces, no existirán temores al manifestar que todavía nos importa, y mucho, el seguir siendo buenos, fieles, amorosos, honorables, valientes, virtuosos, en general.
La actitud Acropolitana no se fundamenta en modas, sino en verdades. Las modas muchas veces son apenas producto de la cobardía interior. Si ser virtuoso es difícil, entonces se menoscaba la virtud y se la desprecia lo suficiente como para que nadie se preocupe en alcanzarla. Pero si despierta el Hombre Interior, se alzará por encima de estas cuestiones temporales y variables, y hará oír su voz cálidamente eterna.
El Año Nuevo es lo que cambia; el tiempo es lo eterno. Un año y otro se distinguen por el acento que pongamos nosotros mismos en ellos, pero nosotros seguimos siendo los mismos. El nuevo ciclo debe suponer un respiro en el camino, un alto para meditar y planificar, sin olvidar la continuidad, la suma de experiencias y esfuerzos anteriores. Y, sobre todo, supone la promesa con nosotros mismos de avanzar un paso más, hacia una nueva meta en aquello que decidimos lograr.
Entonces, unidos podremos brindar por un Año no sólo Nuevo, sino Mejor.
Delia Steinberg Guzmán.
Créditos de las imágenes: parapente
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