Esta carta va dirigida a un joven cuyo nombre desconozco, una de esas personas con las que nos cruzamos en la calle, o mientras esperamos para pagar en la caja de una tienda. Un joven que es la síntesis y símbolo de muchos otros que viven parecidas circunstancias.
Fue imposible dejar de escuchar mientras le decía a un amigo: “Tengo mucho que estudiar; no podré salir este fin de semana… Aunque, claro, no estudio lo que hubiera querido, porque no obtuve suficientes puntos para hacer esa carrera… En fin, me conformaré con lo que tengo…”
Las palabras iban acompañadas con una risa artificial, un sonido de decepción que se burla de sí mismo, una aceptación de unas reglas de juego que nadie comprende.
La mayoría de la gente sabe que nuestro mundo cambia a gran velocidad, que las cosas no son como antes, que lo que no hace mucho resultaba válido ha pasado al olvido y ha sido sustituido por nuevas situaciones. ¿Pero pueden afectar esos cambios a aspectos substanciales del ser humano?
Hasta hace poco –y creo que todavía es así— había personas que desde pequeñas expresaban el deseo de estudiar algo, de ser alguien, de realizar alguna tarea específica cuando fueran mayores. Es cierto que esas vocaciones podrían estar determinadas por muchos factores, desde la presión familiar hasta la fantasía, pero al menos había una potencia interior que marcaba un rumbo.
Actualmente, si hay una vocación, si hay alguna voluntad íntima de llegar a una meta, debe someterse a un conjunto de convenciones que destruyen lastimosamente ese impulso. Existen condicionantes imperativos a plantearse antes de tomar la decisión de seguir una vocación. ¿Qué posibilidades económicas tendré? ¿Qué tipo de prestigio ganaré ante la gente? ¿Con cuánta competencia cuento? ¿Podré pasar las pruebas de selectividad o tendré que vérmelas con quienes tienen mejores recomendaciones que yo? ¿Obtendré la nota necesaria para ingresar en la facultad que deseo o deberé desviarme hacia algún otro tipo de estudio? ¿Intentaré adquirir un título de algún centro privado, aunque luego ese título no se me reconozca en ningún sitio de mi país? ¿Y si no estudio una carrera universitaria, que será de mí? ¿Qué será de mi futuro?
En apariencia vivimos en un mundo de rápida y fácil comunicación; los Estados tienden a buscar homologaciones de todo tipo para favorecer a los ciudadanos; se habla de monedas comunes, de lenguas internacionales sin despreciar las locales, de solidaridad mundial… ¡Se habla de tantas cosas que no existen cuando se las busca! Cuando no queda más remedio que enfrentar la realidad, resulta que seguimos tan restringidos como hace décadas y que solo unos pocos centros de estudio son los que deciden el futuro de miles de jóvenes. Resulta que si no se estudia no se es nadie, y si se estudia, se termina por sentirse nadie, ya que nadie atiende al joven sin experiencia que solo ofrece sus incipientes conocimientos.
Valga como reflexión que le debo al joven desconocido: ¿es la educación una forma de elevar al ser humano y abrir horizontes superiores a su propia evolución y a la de la sociedad, o es una carrera vana en la que se despedazan las mejores ilusiones y la integridad psicológica de quienes habrán de ser mañana los responsables de la Historia?
Créditos de las imágenes: Debby Hudson
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