Sin caer en la homofonía (mar – mare), se puede decir que el simbolismo de la madre está relacionado con el del mar por considerarse ambos la fuente de la vida. Tanto el mar como la tierra son símbolos del cuerpo y la fecundidad de la madre.
Las grandes diosas madres han sido todas diosas de la fertilidad: Gea, Hera, Rea y Deméter para los griegos, Isis y Hathor en Egipto, Astarté para los fenicios, Kali entre los hindúes o Pachamama entre los pueblos andinos, si citamos solo a las más conocidas. En el símbolo de la madre se encuentra la misma ambivalencia que en los del mar y la tierra: la vida y la muerte son correlativas: nacer es salir del vientre de la madre y morir es retornar a la tierra.
La palabra “madre” nos trae a la memoria la seguridad que nos aporta sentir junto a nosotros el abrigo cálido de su piel, nos recuerda el alimento y la ternura de su pecho, aunque también puede implicar –por el contrario– la sensación inversa de opresión y enclaustramiento, debido a la estrechez del medio y al ahogo de una sobreprotección cuando se prolonga excesivamente sobrepasando sus funciones de nodriza y de guía; o sea, la madre puede ser símbolo tanto de la generosidad total como de la opresión cuando se torna acaparadora y castrante.
Los símbolos de la madre presentan una ambivalencia notable. Aparece en un principio como la imagen de la naturaleza, que es a la vez la fuente de la vida y de la muerte. Por ello, y según las antiguas enseñanzas herméticas, morir significaba “regresar a la madre” y este sentimiento estaba íntimamente ligado al de la nostalgia del espíritu encarnado deseoso de liberarse de la materia.
Según C. G. Jung, la “madre terrible” se refiere al aspecto cruel y a la aparente indiferencia que muestra la naturaleza ante el dolor humano; esta sería una réplica complementaria de la “madre piadosa”, la madre tierna y protectora. También indica Jung que la madre simboliza el inconsciente colectivo, el lado izquierdo y nocturno de la existencia, la fuente primordial del agua de la vida; la madre para él es la primera portadora de la imagen del ánima que el hombre ha de proyectar sobre un ser del sexo contrario, pasando luego a la hermana y de esta a la mujer amada.
La “Madre Divina” implica un concepto más amplio, el de la Gran Madre, que simboliza la sublimación más perfecta del instinto protector de la vida y la armonía más profunda del amor. La Madre de Dios, en la tradición cristiana, es la Virgen María, que concibió a Jesús por obra del Espíritu Santo sin perder por ello su virginidad: esto se expresa en los dogmas de la iglesia católica como una realidad histórica, no como un símbolo. El hecho no deja de ser doblemente significativo, ya que, por un lado, nos viene a decir que para Dios no hay imposibles -por lo que la virginidad no excluye una posible y real maternidad- y, por otro, que Dios, con su inmenso poder y eterna sabiduría, puede propiciar cuando le plazca el nacimiento de una nueva criatura, independientemente de las leyes naturales.
Finalmente, lo que sí hay que reconocer es que aunque el concepto del matriarcado sea algo del ayer y, sociológicamente, lo creamos superado por el patriarcado que llevamos viviendo tantos siglos, el hombre siempre se ha sentido atraído y dominado por los misterios y el poder de la madre.
Créditos de las imágenes: Kelly Sikkema
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