“Juventud, divino tesoro,
te vas para no volver.
Cuando quiero llorar no lloro
y a veces lloro sin querer”.
Rubén Darío
Esta vez no nos vamos a referir a la juventud del alma… a la misteriosa “Afrodita de Oro”, a esa bondadosa Madre que nos hace ver la parte bella y buena de la Naturaleza y del Alma.
Es, en cambio, a la comúnmente llamada «juventud», a la que elevamos un sitial entre los afortunados. Pues, más acá de toda reflexión esotérica y conocimiento oculto sobre las reencarnaciones, es indiscutiblemente la primavera de la vida, con sus tormentas y pedreas de granizo, pero primavera al fin, pletórica de fuerza, vitalidad, colores y demás encantos. El famoso poeta de habla española que citamos al principio, supo recoger en versos muy simples el sentimiento colectivo de la mayoría de las personas; él era, sin duda, un amado de las Musas.
Me dirijo, entonces, a aquellos que aún no han cumplido los treinta años físicos. Sé que esta cifra como tope de la juventud es arbitraria, pero me parece la edad más ajustada, como término medio a nivel mundial.
En muchos casos, desgraciadamente, el joven desperdicia esa «primavera» de su vida; se le escapan las riendas de sus manos y su cuerpo y sus sentidos se desbocan hasta caer en caminos tortuosos que dejarán indelebles huellas en los años venideros. No faltan quienes se excusan diciendo «es que soy muy joven»… Cuidado: esa es una falacia; el joven es el cuerpo, pero no es forzoso que el alma también lo sea.
El ser joven es una maravillosa experiencia, que más se valora a medida que envejecemos. De alguna manera, lo que no hemos hecho aunque sea puntualmente cuando jóvenes, ya no lo podremos hacer después, pues vivir es recordar, como diría el divino Platón.
La Juventud es, pues, no solo la edad de los estudios intensos, de los primeros esperanzados trabajos, del amor y la alegría, de la ilusión optimista del que tiene «toda la vida por delante», sino también la de la manifestación de los ideales… Es la edad de gritarlos, de buscar imposibles y de vencerlo todo, incluso de vencerse a sí mismo.
El ser joven y permanecer enclaustrado en el temor y la falsa prudencia, teniendo en cuenta el «que dirán» y las incomprensiones, el rehuir el combate por las causas justas, es condenarse por el resto de la vida a tener más o menos marcadas las características de los esclavos.
El joven debe buscar la paz, pero no olvidar jamás que la paz no es un regalo divino sino la obra de los pacificadores. Y tan sólo se pacifica cuando el mal, la desvergüenza, la inestabilidad estúpida, son vencidos dentro y fuera de nosotros. Como dirían los antiguos romanos, hay que saber luchar por la paz. Y estar constantemente en su defensa.
Es lamentable que la ola de «orientalismo» y el culto a los débiles propuestos por el materialismo corrompido, haga que muchos jóvenes interpreten como a un hombre de paz al mendigo de sus derechos, al que es indiferente ante el dolor ajeno y las injusticias.
En este sentido debemos aclarar, para los jóvenes especialmente, que la marcha hacia la liberación, el Nirvana, o como se llame, no es la estampida de asustadas gacelas. Liberación, libertad, es romper cadenas, es acostumbrar al cuerpo al sobreesfuerzo, a la moderación en el sueño y la comida, al sexo restringido a las exigencias naturales; es la psiquis aventurera que gusta más de los peligros que de los psiquiatras; es la mente audaz y despierta para escuchar todo susurro de la Sabiduría.
Ser joven es ser fuerte. Fuerte en todo sentido, resistente, tenaz, trabajador, estudioso, convencido y decidido.
Los cobardes y los débiles no son jóvenes; son viejos sin sabiduría o niños paralizados en su evolución, seres estáticos con inclinaciones masoquistas.
Así, jóvenes, aprovechad felizmente el tesoro de esos años dorados que tenéis entre las manos… Sólo así conoceréis algún día la Afrodita de Oro… Creedme: vale la pena.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
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