El mundo de la opinión ha sido conmovido por un acontecimiento ocurrido en Italia: la niña Beatrice Fuca, de trece años de edad, luego de permanecer clínicamente muerta una hora, volvió a la vida, abrió los ojos, y con gran naturalidad se dirigió a los presentes, entre los que se encontraba el médico que había certificado su defunción, para narrar que había estado en un sitio muy bello y donde se sentía feliz. Poco después volvía a morir, plácidamente.
El tema de la resurrección de los muertos es tan viejo como la Humanidad y fue considerado en todas las culturas protohistóricas e históricas conocidas.
Creemos necesaria una aclaración fundamental: la resurrección no tiene nada que ver con la reencarnación. La primera trata de alguien que, habiendo muerto, vuelve a la vida en el propio cuerpo fallecido; y la segunda hace referencia a la capacidad del alma de, una vez abandonado un cuerpo carnal, mantenerse viva en otra dimensión, para volver a ocupar otro cuerpo y nacer como niño, por lo general sin reminiscencia consciente de su vida anterior.
Por desgracia, la desintegración del ecosistema cultural y vivencial ocurrido con la caída del llamado mundo clásico, y su dispersión explosiva a partir de las teorías cartesianas, ha limitado extraordinariamente nuestras posibilidades de prospección, descubrimiento, análisis, interpretación y difusión de conclusiones o teorías respecto a temas que escapen a lo meramente mecánico.
Por contrapartida, el vacío dejado por una ciencia materialista se ha tratado de llenar, bien con las aceptaciones exotéricas, costumbristas y populares de las religiones a la moda, o con los testimonios, frecuentemente dudosos, de videntes, iluminados y pseudoesoteristas de todo pelo y color.
Los dos fenómenos contrapuestos, y a la vez complementarios, de la aparición de la vida y su extinción han preocupado a los hombres de todos los tiempos, pues constituyen de los pocos fenómenos permanentes que les afectan. La inexorabilidad del proceso que nos hace empezar a morir en el mismo momento en que nacemos es naturalmente preocupante. Y el foco de atención oscila entre la participación momentánea en uno de los tantos eslabones de la larga cadena de la vida, que trasciende la manifestación corporal en su dialéctica de vida-muerte / muerte-vida, y la tentación de la locura en el seno de la desesperación infinita del dejar de ser y de existir.
Este último extremo es un acontecer psicológica y mentalmente nuevo. El hombre prematerialista no solía caer en la desesperación ante la muerte. Bien por haber sido instruido en los Misterios, por participar en vivencias tradicionales de tipo espiritual, o por desarrollo de una mente lúcida, la aflicción posible de la muerte no llegaba a obnubilarlo. Una sabiduría natural se desliza dulcemente en aquellas reflexiones socráticas sobre la inmortalidad del hombre y aun en el casi infantil desenlace lógico para los desinformados: si seguimos vivos después de la muerte, no tenemos por qué preocuparnos; y si no existimos más, tampoco, pues no podremos ni siquiera registrar nuestra inexistencia y entonces no habrá dolor ni cosa alguna.
Hechas estas imprescindibles aclaraciones, volvemos al tema central.
La resurrección de los muertos fue vista siempre como algo antinatural y censurable. Según los clásicos, Asclepios, el médico mago, sabía hacer resucitar a los muertos, pero fue castigado por Zeus por contravenir con ello las leyes del destino. Sin embargo, el tema al parecer apasionó a muchos médicos antiguos, pues hace pocos años se encontró en Coptos, Egipto, un papiro –que probablemente perteneció a la famosa biblioteca de Alejandría–, cuyo tema principal es la resurrección de los muertos.
La escasa información de que disponemos sobre la medicina antigua nos priva de un conocimiento sólido sobre los parámetros con que se consideraba si una persona estaba viva o muerta. Técnicas hoy perdidas eran aplicadas para provocar la muerte aparente, preferentemente con fines religiosos o iniciáticos.
En el reino animal existen casos corrientes, individuales y colectivos, de suspensión de las características vitales, bien para simular la muerte ante un potencial enemigo, como en los insectos, o en la hibernación profunda propia de los plantígrados.
Pero recalcamos que son casos de muerte aparente y no real.
Claro que los límites de profundidad del coma son casi inconcebibles para la ciencia actual, y el caso de los antiguos iniciados que se sumergían en baños de aceite, por ejemplo, durante días, sin respirar, para luego volver a la vida, es tan directamente incomprensible para los científicos de carril de nuestro siglo XX, como lo hubiese sido el poner satélites artificiales en órbita a mil kilómetros de altura para los mecánicos griegos del siglo V a. C.
En algunas comunidades restringidas de Oriente todavía quedan poseedores de técnicas mentales y físicas que les permiten entrar en muerte aparente, siendo enterrados o encerrados herméticamente durante meses, para después, por sí mismos, o más frecuentemente con la ayuda de sus correligionarios, ser devueltos a las constantes vitales necesarias para la “resurrección”.
En algunos sistemas esotéricos se emplea todavía hoy una milenaria disciplina que permite el aletargamiento profundo, al extremo de que la conciencia puede salir del cuerpo físico. Nuestra personal experiencia nos permite asegurar que esto es posible y que la conciencia o “yo” puede dejar de identificarse con el cuerpo físico, utilizando otros vehículos mucho más sutiles en un mundo que es como el “doble” de este que conocemos, pero más brillante, colorido y acogedor. A esta práctica se le suele llamar “desdoblamiento”, aunque etimológicamente sea una denominación incorrecta, pues no hay tal desdoblamiento, sino que la conciencia sigue siendo una, aunque esté fuera del cuerpo, cosa que normalmente nos pasa a todos cuando nos dormimos y nuestro yo habita en el “mundo de los sueños”. En este último caso, el desdoblamiento es menos profundo, y el cuerpo físico, si bien entra en letargo, mantiene muchos elementos vitales, cosa que a su vez resta fuerza a los vehículos astrales que la conciencia pueda utilizar, y las vivencias e imágenes que se registran guardan una gran relación con el mundo físico y con lo que en él aconteció o acontece.
En el lenguaje de los actuales esoteristas, podemos decir que el llamado “cordón de plata”, que es una forma de lazo “umbilical”, no se corta durante el sueño natural ni el estado especial de relajación profunda provocado. De ahí que sea posible “volver al cuerpo” y que este mantenga la chispa de la vida. Esta chispa es una especial base de mantenimiento de la relación vital electromagnética –aun a niveles mínimos normalmente imperceptibles–, del doble etérico, que evita la dispersión de los elementos físicos en sus relaciones habituales.
Es bueno recordar que nuestro cuerpo físico no es nada más que un muy perfecto bio-robot en donde los elementos químicos que lo componen se mantienen bajo el control de un ecosistema que responde a un “programa” vital que, mientras sea alimentado por un estímulo constante sobre sus “baterías”, funcionará. Pero no podrá hacerlo en caso contrario, pues está diseñado por la Naturaleza para que no sobreviva si está deshabitado por el alma que lo justifica… un efectivo sistema de seguridad.
Este es el caso de la muerte, del corte del cordón de plata. Entonces, el proceso de alejamiento de la conciencia y el deterioro del bio-robot se hacen irreversibles. Existen casos excepcionales en que, aun después de la muerte real, el cuerpo físico se mantiene durante siglos incorrupto, pero el tema escapa del presente trabajo y no quita validez a lo anteriormente dicho.
De tal forma, la resurrección de los muertos, si lo están realmente, es un imposible, y en el caso de la niña italiana lo ocurrido no pudo haber pasado de un coma profundo.
El relato que hizo de sus vivencias en ese mundo maravilloso sería el del llamado por los ocultistas “mundo astral”. Los que no aceptan la posibilidad de estas cosas pueden alegar que la niña, sumida en coma profundo, simplemente imaginó una serie de vivencias que no pasarían de ser frutos de una intoxicación letárgica. Pero esta posibilidad no entraña contradicciones de peso con lo que nosotros decimos, pues hemos descartado que haya resurreccionado o resucitado. La diferencia fundamental está en que los materialistas conciben esos planos de conciencia metafísica como irreales, y nosotros con la misma realidad relativa que el resto de las percepciones de todo tipo a las que podemos tener acceso los hombres en el mundo físico, condicionados como estamos por nuestros sentidos, cultura y posibilidades de interpretación fenoménica.
Tampoco en otros planos de conciencia escapamos al juego de las imágenes y fingimientos, pues somos igual de sabios o ignorantes tanto si estamos vivos como muertos. Y esto justifica la necesaria rueda de las reencarnaciones, –como la llamaban los antiguos–, pues no basta una corta vida humana para satisfacer todas las necesidades de experiencias del alma.
Créditos de las imágenes: Matt Palmer
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