Profecías sobre el fin del mundo

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 05-08-2023

Querría dar comienzo a esta charla recordando que esto de las profecías es una especie de necesidad humana. Los hombres de todos los tiempos, dentro de lo que nosotros sabemos, –y aun en lo que podríamos llamar la protohistoria, es decir, la parte no suficientemente conocida del pasado humano‒, han querido saber qué iba a pasar en el futuro. Es algo humano, es algo que todos necesitamos saber: ¿qué va a pasar?

Profecías fin del mundoEste hecho está enraizado con el problema del tiempo. Es muy difícil definir qué es el tiempo; incluso hoy sabemos que el tiempo no es igual en todos los lugares del espacio, ni es igual tampoco para todas las personas. Habría un tiempo físico, un tiempo psicológico y un tiempo mental. ¿Cuántos de nosotros hemos estado, tal vez, un día muy felices, muy a gusto, y decimos que ese día se nos pasó volando, que parece que ese día no hubiese tenido 24 horas, sino mucho menos? ¿Y cuántas veces, en cambio, cuando estamos enfermos o cuando tenemos algún problema, o algún familiar que está moribundo, sentimos que esos días son largos, infinitamente largos, que uno después recuerda no como si fuese un día sino como si fuesen muchos días?

De ahí que esto del tiempo es muy relativo. Hay una prueba muy sencilla que podemos hacer. Si uno mira el reloj, la aguja del segundero, y desea ardientemente que pase el tiempo, le va a parecer que la aguja del segundero se mueve muy despacio, que no corre. Eso ocurre, por ejemplo, cuando pensamos que va a pasar algo maravilloso dentro de un minuto: vamos a ver como ese minuto se hace largo, infinito, no termina nunca. Por lo tanto, vemos que hay un tiempo psicológico, un tiempo físico, y un tiempo mental; y tal vez, hasta un tiempo espiritual que rija todas las cosas.

Esta necesidad de conocer el futuro y de conocer el pasado, de saber de dónde venimos, qué somos, a dónde vamos, se ha dado en todas las culturas, en todas las épocas, en todas las humanidades que nos han precedido, en todas las partes del mundo. Aun en las civilizaciones más viejas podemos rastrear esta necesidad. En papiros egipcios muy antiguos aparecen imbricados sueños premonitorios, y aparecen profetas que van a hablar sobre lo que va a pasar.

La gente, crea o no crea, se estremece ante esa palabra, “futuro”, porque de alguna forma todos le tenemos un poco de temor al futuro.

Lo único que tenemos nuestro, realmente nuestro, que nadie puede cambiar; lo único que es un reflejo de la eternidad en nosotros es el pasado. No hay ser humano, no hay dios que pueda cambiar nuestro pasado. En cambio, nuestro presente lo vamos viviendo. Es tan rápido que, apenas estamos hablando, lo que dije hace un segundo ya es pasado. Entonces, nos sentimos como si estuviésemos constantemente pasando una serie de puertas de misterios, desde un pasado hasta un futuro.

El pasado es seguro, inamovible. Por eso decía Cicerón que la Historia era la maestra de vida, magister vitae, porque enseña a proyectar nuestra vida hacia el futuro, dado que los filósofos antiguos han considerado que hay niveles de ciclos que rigen toda la manifestación en este planeta y a sus habitantes.

Las cosas son a la vez nuevas y a la vez las mismas. Por ejemplo, esta noche es una noche como cualquier otra, mañana amanecerá. Como siempre, ha amanecido hoy, amaneció ayer. Todos los días son iguales aparentemente, pero también los días son irrepetibles. Jamás, de ninguna manera, volveremos a estar tal cual estamos ahora, aunque yo vuelva a hablar, aunque todos vosotros vengáis a escucharme. Tal vez, el viento no mueva esos helechos que están ahí; tal vez no cante un pájaro; no se escuche un automóvil a lo lejos, se escuche en otro momento. Todo habrá cambiado.

De ahí que aunque creamos que existe una ley que hace que todas las cosas se repitan –que hoy sepamos incluso por la ciencia que el espacio es curvo y que todas las cosas se reencuentran–, también tenemos que tomar conciencia de que todas las cosas son irrepetibles. Eso nos da un sentido de responsabilidad histórica, nos da un sentido de responsabilidad ante el menor de nuestros actos, porque el menor de nuestros actos es irrepetible. De alguna forma está sacralizado. Es sacro, no se va a volver a repetir aunque los actos futuro sean, por obvias razones, parecidos a los del pasado.

Pero siempre está ese temor de que podría pasar algo en el futuro, un fin del mundo, una profecía de algo. Generalmente, por cierta inclinación morbosa que tenemos todos, se piensa más en lo malo que en lo bueno. Se recuerda más lo malo que lo bueno. Eso nos pasa siempre. Si alguien nos insulta o nos dice que somos tontos, nos acordamos. «Me dijo que somos tontos» y nos lo repetimos; o sea que si una persona nos dijo tontos una vez, nosotros nos lo repetimos veinte veces. Pero en cambio, cuando una persona nos dice algo agradable, cuando una persona alaba nuestro trabajo de alguna forma o lo reconoce, tiene una palabra de cariño para con nosotros, solemos olvidarlo. En el momento nos alegra y después se va, se va como si fuese humo; se va lejos. Sin embargo, todo aquello que nos agrede, todo aquello que nos daña, esto queda más incrustado en nosotros.

Tal vez en la conciencia colectiva de la humanidad se haya dado este mismo fenómeno. A través de una serie de invasiones, catástrofes, pestes, ha hecho que los hombres tengan siempre la necesidad de saber qué va a pasar en el futuro. Eso lo vamos a encontrar en todas las viejas culturas. Vamos a ver, por ejemplo, la gran preocupación que tienen los griegos o los protogriegos ‒los que luchaban en la guerra de Troya, en el siglo XII a. C. Ellos buscaban siempre algún augur, algún indicio que les indicase qué es lo que iba a pasar, qué es lo que iba a ocurrir; buscaban de alguna forma poder ponerse en contacto con aquello que venía desde el horizonte de la historia.

Herodoto cuenta que había un rey de la Frigia al que le habían dicho que iba a morir por causa de una carreta. Entonces el rey dijo: “¡Aquí no entra ninguna carreta más!”. Y todos tenían que bajar las cosas en palanquines, al hombro, a lomo de burro o a lomo de caballo, pero no podía entrar una carreta. Hasta que un día hubo un levantamiento de estado y uno de los príncipes lo clavó con su espada en el trono. Cuando él bajó la vista, muriéndose ya con la espada clavada en el pecho, vio en la empuñadura la forma de una carreta. Es decir, que no siempre es fácil la interpretación de aquellas cosas que van a venir.

También he visto en el Museo Vaticano de Roma algo muy extraño. Es una de las pocas placas conmemorativas enteras que nos quedan de la época romana. Los romanos tenían, dentro de sus enormes instituciones, una muy curiosa, que vendría a ser el antecesor de lo que pueden ser gabinetes psicológicos o parapsicológicos. Los romanos tenían un templo dedicado a Hipnos, o sea al sueño. Era un servicio público, donde aquellos que tenían sueños extraños se les permitía dormir en ese templo. Luego, un sacerdote interpretaba lo que contaban de sus sueños. Y nos ha quedado una placa conmemorativa, prácticamente entera, que nos revela hasta dónde es misterioso esto de conocer el futuro. Dice más o menos, si mal no recuerdo, que había un comerciante que empezó a tener un sueño obsesivo: soñaba todas las noches con que caían sobre él pájaros muertos. Él consideraba eso como algo completamente fatal, completamente negativo. ¿Por qué llovían sobre él siempre pájaros muertos? Fue al templo y seguía soñando que llovían pájaros muertos. Dice la placa: “He soñado muchas veces que caían pájaros muertos. El sacerdote entonces me dijo: «Tus cargamentos de seda, que vienen de Catay, de la lejana China, van a llegar bien al puerto de Ostia. En una semana vas a ser mucho más rico que ahora». Y yo dejo este testimonio, porque no entiendo qué relación tienen los pájaros muertos con la riqueza; pero me ha pasado”.

Los antiguos sacerdotes, los antiguos iniciados, tenían una clave para entender la Naturaleza que nosotros hoy hemos perdido. El que sabe química me va a entender. Hoy vemos un libro de química y leemos, por ejemplo, H20, o CH4. El que sabe química sabe que esos signos representan agua y metano. Pero si esto se pierde, si se perdiesen las claves de las fórmulas químicas, la gente ¿qué leería? Hache, dos O. No podrían interpretarlo. De alguna forma, hemos perdido esas claves de las profecías, y hoy nos asombramos ante la exactitud de algunas de esas profecías, y el que hayan podido ver qué es lo que iba a ocurrir.

En un libro muy antiguo, de la época precolombina, que tenían los mayas y que fue recopilado en época más tardía, el Chilam Balam, decía que cuando llegase el fin de la ruedas de catunes, o sea al final de la rueda del tiempo, cuando fuese el final para ellos, llegarían unas naves de madera muy grandes desde el mar, desde el lado del oeste, que llevarían signos cruciformes en las velas. Exactamente es lo que pasó, cuando el Descubrimiento de América. ¿Cómo es que ellos pudieron ver eso? No lo sabemos. Vamos a ver a través de esta pequeña charla qué posibilidades había de que eso fuese realidad y cómo.

Desgraciadamente, muchas religiones, creencias, etc. han manipulado estos conocimientos para poder ofrecer la salvación… ¿De qué nos vamos a salvar? De una amenaza; es obvio. Entonces, se habla de un fin del mundo inminente: “Estamos ya en los últimos tiempos, ya se acaba el mundo; pero aquellos que se acojan a esta religión, serán salvados”. Es como el mito del Arca de Noé: aquellos que estén dentro de esa especie de arca espiritual se salvan; los demás, no. Pero hemos visto a través de los siglos que, siempre que se anuncian estas cosas, después no pasa nada, no pasa absolutamente nada. Los paleocristianos creían que el fin del mundo venía ya, tal vez interpretando mal las señales. Sí, iba a caer el mundo, pero el mundo romano, el mundo de la civilización romana.

Todas las cosas comienzan, duran, finalizan; como nuestra vida, la vida de los árboles, la vida de las estrellas. Todo pasa, «tempus fugit sicut nubes, quasi naves, velut umbra»,[1] o sea, «el tiempo se escapa, igual que las nubes, como las naves, como las sombras». Amado Nervo lo repitió en la introducción a su poema “A Kempis”.

Recordemos que cuando se cumplió el año 1000 –el primer milenio a partir de la cronología cristiana– los cristianos creían que iba a terminar el mundo Tanto es así que muchos, para poder llegar al paraíso, para poder llegar a estar a la derecha de Dios, dieron todos sus bienes, dieron sus casas, dieron su fortuna a la Iglesia o a los menesterosos. Pero no pasó absolutamente nada. Después pensaron que no era el año 1000 desde el nacimiento de Cristo, sino desde su muerte. Entonces, en el 1033 más o menos, volvió a cundir el pánico; y otra vez hicieron lo mismo, y tampoco pasó nada.

Evidentemente, esto de “ponerse a la derecha de Dios” es algo simbólico. Hay que tener cuidado de no materializar las cosas hasta tal punto de que lleguemos a tener una pseudoespiritualidad, que no sea nada más que un materialismo elaborado.

Luego vinieron muchas predicciones, las de un monje de la abadía de Orval, las de Nostradamus, etc. Todos, generalmente, hablan de una manera oscura, de una manera casi indescriptible, y nos preguntamos por qué. ¿Es que ellos veían esas cosas de manera oscura y las escribían según las veían? ¿O es que ellos las veían claras y para nosotros nos suena como un lenguaje oscuro? Eso tal vez nunca lo sepamos realmente, pero es cierto que las profecías se pueden manipular de muchas maneras.

El llamado Anticristo fue, por ejemplo, identificado con Napoleón, fue identificado después con otro, después con Hitler; mañana será identificado con cualquier otro. Es como si para reafirmar la figura de Cristo, hiciera falta un Anticristo. Entonces, esto también es una manipulación de las creencias; es una manipulación de esto tan interesante, que es el conocimiento del futuro.

Pero nos encontramos ante este problema: ¿cómo podemos conocer el futuro, si el futuro todavía no ocurrió? ¿Es que las cosas están premarcadas? Parecería que sí, en algunos aspectos. Hay algunas profecías más claras; por eso no me quiero referir a estas profecías tan oscuras, que se pueden interpretar de cualquier manera, como la de la carreta que les decía, o como lo que pasó con el Titanic.

En Europa se comentó bastante, hace un par de años, un libro que había escrito un inglés a fines del siglo pasado, unos quince años antes que el Titanic se hundiese. Este autor era un escritor desconocido que había escrito una novelita, titulada El Titán. Hablaba de un barco cuyo tonelaje era muy parecido al que después iba a tener el Titanic, y cuya eslora (longitud) y manga (anchura) iba a ser prácticamente iguales. Hablaba de miles de personas en ese barco, en una época en que no había barcos como ese. Decía que iba a salir de Inglaterra, iba a chocar con un gran trozo de hielo, que iba a tirar cohetes y bengalas para pedir auxilio, pero todos los barcos al pasar iban a decir que estaban festejando el arribo a Nueva York, y que ese barco indefectiblemente se iba a hundir llevando a la muerte a miles de personas.

Ese libro, obviamente, fue leído en su momento como una novela más y quedó sepultado dentro de las librerías de Londres. Nadie más se acordó de él. Hace poco, una expedición francesa rescató algunas partes del Titanic con modernos robots submarinos que lograron rescatar una caja fuerte, algunos trozos, algunas cosas… Por casualidad, digamos, alguien leyó esa novela, que era anterior al hundimiento del Titanic y hubo una gran polémica. Se pensó que en realidad eso era un fraude; o sea, que se había escrito la novela después del hundimiento, pero que estaba fechada antes para que pareciera una profecía. Pero en la actualidad no hay duda de que esa novela fue escrita e impresa a fines del siglo XIX.

Y ya no se trata de una premonición, más o menos borrosa, como podría ser el Viaje a la Luna, de Julio Verne. Porque si bien Julio Verne predice que el hombre va a llegar a la Luna, y predice que el lanzamiento iba a salir de EE. UU., todo lo demás, ya no tiene casi relación con lo que ocurrió realmente; pues Julio Verne pensaba que se iba a hacer un enorme agujero en la Tierra, como si fuese un cañón, que se iba a poner un proyectil, en cuyo interior iban a estar los tripulantes. Eso iba a ser lanzado hacia la Luna, iba a orbitar y después caería sobre la Tierra. Evidentemente, fue diferente. El Apolo 11, el primero que llegó a la Luna, no lo hizo violentamente saliendo de ningún cañón. Y no solamente orbitó, sino que se logró bajar a la Luna y asentar los pies sobre la Luna. Pero en el caso este que os menciono, del Titán y el Titanic, ya las coincidencias son muy grandes. El que quiera no creer, que no crea, pero ahí no puede existir ninguna duda, este hombre tuvo que ver algo, tuvo que leer algo. ¿Qué leyó?, ¿qué vio?

Según los esoteristas existen una suerte de anales, denominados “akáshicos” –palabra derivado del término hindú “Akasha”–, en los que estaría ya predeterminado todo lo que nos va a pasar a cada uno de nosotros, y también lo que le va a pasar a la humanidad en conjunto.

En la antigua China, hasta la época manchú, era muy común que hubiese un grupo de mujeres, damas muy sensibles, a las que a veces les consultaba, a lo mejor un general o una persona importante. Por ejemplo, le decían: “Vas a terminar siendo un labrador y vas a morir de viejo”, o a alguien que no era importante, le decían: “Tú vas a ser alguien muy importante”.

Recordemos también en la Antigüedad, en la época helenística, al famoso Alejandro Magno. Alejandro fue engendrado en Egipto, en el oasis de Siwa[2]. Cuando él nació, se hizo grabar una placa en la cual decía que desde los 16 años iba a conducir ejércitos. Aunque no está claro si fue o no hijo del Rey de Macedonia, de Filipo, no era nada probable que a tan temprana edad fuera a conducir ejércitos; sin embargo pasó, e hizo todas las conquistas que estaban previstas. Por eso, Alejandro, cuando vuelve a Egipto, va a ir al oasis de Siwa para ver su propia placa, grabada por los sacerdotes, y para constatar que él había hecho esa vida. También lee que va a morir joven; por eso se va a identificar tanto con Aquiles. Se dice que fue a Troya para buscar –en la tumba de Aquiles– la espada de Aquiles, para poder reproducir lo que había hecho Aquiles. Alejandro muere efectivamente a los 33 años, a la misma edad que se dice que había muerto Aquiles. ¿Es que era una reencarnación de Aquiles, de alguna manera? ¿Es que existe la reencarnación?

Son varias preguntas. Vamos a tratar de ir solucionándolas. Una es acerca de los anales “akáshicos”. ¿Es que existe un plan total que se va cumpliendo, parte por parte, de una manera inexorable? Supongamos que eso existe. Si existe ese plan inexorable, que nos va a llevar a cada uno de nosotros a alguna parte, hay un problema; un problema no solamente ético sino científico. Entonces, ¿dónde queda el libre albedrío?, ¿dónde queda la virtud y dónde queda la maldad? Porque si ya está “escrito” que un hombre va a ser un asesino, va a matar a otro, ¿qué culpa tiene ese hombre? Entonces, ese hombre no sería malo realmente. Y un hombre que dedicase su vida a la santidad, a la oración, a la generosidad, si estuviese ya escrito, absolutamente, que tiene que dedicarse a la oración, a la generosidad, a la pureza ¿ qué virtud tendría entonces hacerlo? Porque seríamos simples marionetas, colgadas de una especie de hilos que hacen inexorable todo lo que tenemos que hacer.

En Oriente se habla de una ley, la ley del Karma. Karma es la ley de causa y efecto. Ellos conciben que hay un Dharma, o sea, un camino, una ley, y hay un Karma. El Karma sería nuestros actos y el fruto de nuestros actos. Eso nos daría la posibilidad de tener algún libre albedrío. También muchas religiones, incluso religiones occidentales, y algunas filosofías, nos enseñan que existe un cierto libre albedrío y que hay una virtud en la moral de los hombres. Lo vamos a encontrar en Platón, en Séneca, lo vamos a encontrar en todos los grandes pensadores modernos. Existiría en el ser la posibilidad de acertar y la posibilidad de equivocarse. Pero, ¿cómo hacemos conciliar esas dos cosas? Porque si todo está escrito, ¿cómo podemos equivocarnos, si no está escrito que nos equivoquemos?, ¿y cómo podemos acertar si no está escrito que acertemos?

De alguna manera podríamos deducir que las cosas están escritas a grandes rasgos. Supongamos que tenemos una carretera por donde va un automóvil; ese automóvil puede ir más rápido o puede ir más despacio, puede ir de manera prudente o de manera imprudente. Puede ir sobre la acera o el arcén de la derecha, o puede ir por la izquierda casi rozando a los otros coches; puede desviarse y chocar con otro coche. Esa sería, tal vez, la libertad, la libertad que tenemos: una especie de libertad condicionada dentro de grandes parámetros.

Existiría entonces, a la vez, una especie de libre albedrío y un acondicionamiento, una planificación. Ese acondicionamiento, de alguna manera es lógico, porque si existe un Dios, si existe un “pensador” de todo este universo, se entenderían maravillas de la naturaleza como, las hojas de los árboles, que no tienen esa forma porque sí, sino que tienen esa forma para una mejor asimilación de la fotosíntesis; que tienen sus hojas rasgadas para que pase el viento a través y no las rompa. Vamos a ver que los peces que nadan muy profundo en el mar tienen una especie de fosforescencia para atraer a sus víctimas y también para ver ellos mismos a dónde van; es como una linterna. También existen mariposas que al extender sus alas parecen los ojos de los búhos o las lechuzas, para asustar a los otros pájaros.

Entonces, parece que todo ha sido pensado.

El creer que eso nació de una evolución, es una teoría ya dejada de lado. La teoría de la evolución, de Darwin, del siglo XIX afirmaba que todas las cosas evolucionaban, pero evolucionaban de manera continua y rítmica; o sea, que no existía ninguna clase de desviación en la evolución y que todo evolucionaba siempre igual. Pero hay un problema: si el hombre fuese fruto de la evolución de los animales, el animal más evolucionado de todos ¿qué sería? El más animal de todos, o sea, dentro de la animalidad.

Yo, a veces, me imagino una conversación con mi gato, donde él me dice: “Cuando yo sea un ser humano, voy a tener todo mi refrigerador lleno de hígado crudo, para poder comer todo lo que quiera, y voy a ser el novio de todas las gatitas de la ciudad”, porque piensa como gato, no piensa como ser humano. O sea, aunque hagamos evolucionar al gato, va a ser un gato perfecto, pero no va a ser un hombre.

Hay un salto cualitativo, hay un algo, un toque divino, un toque espiritual, un toque físico, un toque metafísico. Aunque Darwin dijera que la evolución no hace saltos, hoy sabemos que en la evolución hay saltos, hay desviaciones, hay parámetros que no conocemos pero que nos llevan incluso a una arquitectura genética, que no está elaborada a partir de elementos bases sino que está elaborada a partir de ciertas formas mentales, o ideas que priman en la naturaleza y que se plasman para hacer esas modificaciones, esas transmutaciones de tipo “alquímico”, en donde el plomo, de alguna manera, se puede convertir en oro.

Tenemos, entonces, que aceptar básicamente, desde el punto de vista filosófico, que existe una especie de planificación general divina para todas las cosas; que evidentemente el mundo tuvo un principio, tiene una duración y va a tener un fin. Pero, es evidente también, que dentro de esa planificación nosotros tenemos una libertad, una libertad que nos permite hacer el bien o hacer el mal, que nos permite acertar o equivocarnos, que nos permite actuar con rectitud o actuar sin rectitud. Esa es nuestra libertad individual, eso es lo que da la virtud, porque si estamos completamente condicionados, ¿de qué valdría la virtud?, ¿de qué valdría el esfuerzo?, ¿de qué valdría el trabajo?

Nosotros vemos, sin embargo, que el que siembra trigo en la tierra, recoge trigo; el que siembra maíz, recoge maíz; el que siembra papas, recoge papas. El que no siembra nada, no recoge nada; entonces, tiene que haber una relación directa entre la causa y el efecto. Esa relación es individual: cada uno, si quiere lo hace, si no, no. O sea, yo soy dueño de hablar con este micrófono o no hablar con este micrófono, ¿Soy dueño de hacerlo o hay algo que me obligó a dejar de hablar con el micrófono?

Intuimos, sentimos dentro de nuestro corazón que tenemos cierta libertad, que tenemos cierta capacidad para forjar nuestras vidas y para colaborar en la marcha de nuestra ciudad, y en la marcha del mundo.

De ahí que cuando estamos hablando de estas profecías, debemos tener mucho cuidado, tenemos que ser prudentes. Hay algo que diferencia de manera visceral la filosofía, o sea la búsqueda de la verdad, de lo que pueden ser a veces unas creencias determinadas.

Yo sé y respeto que aquél que está en una creencia, lo cree, aunque parezca una redundancia. Lo cree y está feliz en su creencia, pero aquellos que ya son más filosóficos, aquellos que se preguntan por qué y cómo, tienen una cierta inquietud que ninguna creencia los puede satisfacer Por eso decía Sócrates que los hombres felices eran o los muy ignorantes, o los muy sabios. Y los que, tal vez, estamos en el medio, que no somos ni muy ignorantes, ni somos muy sabios, nos es difícil conocer la felicidad, porque, generalmente, cuando conocemos la felicidad es como si temiésemos perderla. Y cuando no la conocemos, la soñamos de tal manera, que al encontrarla siempre nos parece pequeña.

Recuerdo que, cuando fuimos a Egipto, una discípula mía había soñado tanto con ver la Esfinge, que cuando la vio me dijo: “Pero, Profesor, ¿eso es la Esfinge?” “Si, eso es la Esfinge.” le contesté. “Tiene 40 metros de largo.” Y ella respondió: “Yo me la imaginaba más grande”. Claro, la había soñado durante toda su vida y desde niña, le había dado pinceladas en su imaginación a esa Esfinge, como si uno estuviese pintando algo, y la veía cada vez más grande, más grande, como si fuera el Empire State, aunque leyese que tenía un tamaño determinado. Y cuando la encontró –para colmo está en una hondonada– la vio pequeñita.

De ahí que debamos cuidar mucho nuestra imaginación y, cuando leemos alguna de las profecías, tratar de extraer los elementos básicos y los elementos comunes que pueden tener varias de esas profecías. Sé que es muy fácil decir: “Nostradamus, el monje de Orval, fuera quien fuera, era un profeta, lo vio todo; y ahora va a pasar tal cosa, tal otra y tal otra. Identificó a los Papas y les dio un nombre oculto, un nombre secreto, y le vamos a dar la vuelta para que de alguna manera eso encaje”. Eso es un mal que tenemos, desgraciadamente, en nuestra cultura materialista: que en lugar de primero ver las cosas y extraer las teorías después, primero hacemos las teorías y después encajamos las cosas a esa supuesta realidad.

Los hombres de la época griega veían pasar una luz en el cielo, y decían: “Ahí va el carro de Apolo, (si era de día,) o de Selene (si era de noche). Pero en el medioevo, ¿qué es lo que decían los hombres? ”Allá va el arcángel San Miguel”, o “allá va Jesucristo”. Y hoy, si vemos una luz, decimos: “Allá va un avión, o un aparato algo raro”. En el día de mañana, tal vez se diga otra cosa, pero lo único que estamos viendo es la luz: lo demás lo estamos agregando nosotros. Cada uno hace su propia interpretación de la historia.

En el medioevo, por ejemplo, se consideraba que las enfermedades eran maldiciones de Dios. Dios no nos va a mandar maldiciones: cuanto más, nos habremos equivocado en nuestras costumbres, o en nuestras medidas de higiene, o en las relaciones humanas, y entonces un virus que estaba latente, eclosiona; pero no podemos atribuir eso a ningún Dios.

Debemos tener una cierta fuerza moral en nosotros mismos. ¡Cuidado!, porque, por ejemplo, en la India, donde se cree en la reencarnación, en el Karma, el Dharma y todo lo demás, la gente se ha vuelto indiferente, completamente indiferente. Tal vez están hablando dos o tres brahmanes y ven un paria que se está muriendo de hambre en el suelo, y dicen: “Mira, hermano, ese pobre ¡qué Karma tendrá!, ¡cuántas cosas malas habrá hecho en la otra vida! Mira cómo se está muriendo de hambre”. El Karma es inexorable, pero eso lleva a una cierta crueldad; nosotros no podemos ver una persona que se muere de hambre y si tenemos un pedazo de pan, no dárselo.

Hay que tener también un principio de piedad, un principio de humanidad, y aunque los dioses estuviesen en contra, lo haríamos igual, porque lo sentimos en el fondo de nuestro corazón. Y si los dioses fuesen perversos, no creeríamos en los dioses. Y si los ángeles fuesen perversos, combatiríamos contra los ángeles, porque lo fundamental es tener un corazón puro, un corazón bondadoso.

Ese corazón puro, ese corazón bondadoso, nos va a dar una guía de lo que tenemos que hacer en el mundo: tratar siempre de hacer las cosas de la manera más bella posible, más pura posible, más maravillosa. Tratad de ilusionar, tratad de que la cultura, de que el viento espiritual aliente en todas las chispas que tenemos adentro.

Es triste cómo hemos olvidado muchas cosas. Si nosotros tomamos un simple mechero, un simple encendedor, –aquí tengo uno– aunque yo lo mueva, el fuego va siempre hacia arriba. ¿Podríamos decir de todos los hombres que, aunque los mueva el destino, su alma va siempre para arriba? Tenemos que aprender del pequeño encendedor.

El agua, que cuando cae al suelo, corre, va corriendo entre las piedras, va buscando, como si fuese una serpiente transparente. Busca su destino de mar, busca su destino de río, busca su destino del lugar en donde está. ¿Cuántos de nosotros sabemos buscar nuestro destino? El agua que cae de las montañas sueña con el mar.

¿Cuántos de nosotros hemos dejado de soñar con Dios? Hemos dejado de soñar con nuestro destino trascendente. De tal suerte, aunque las profecías fuesen ciertas, aunque todas esas cosas fuesen verdad, aunque viniese el fin del mundo –que alguna vez va a venir, obviamente, pero, como decían los galos, no va a venir mañana‒, si eso está en el plan de Dios, ¿qué mal hay? ¿Acaso para todos nosotros, cuando morimos, de alguna manera no viene el fin del mundo? De alguna manera sí, de alguna manera viene el “fin del mundo”.

Pero pensamos que nosotros duramos más que nuestro cuerpo físico; yo, personalmente, creo en la reencarnación. Creo en la reencarnación porque me parece lógica. Así como el sol sale todos los días, así todas las cosas son cíclicas. Yo creo que también nosotros somos “cíclicos”, que de alguna manera no podemos empezar y terminar de una forma tan pequeña. A uno lo lanzan al estrado del mundo, y es un niño y le dicen: “Bueno, esta es mamá, papá, la tía Pepa y tu hermanita”. “Ajá, muy bien”. Y uno va, estudia, hace cosas y todo lo demás. Cuando uno se quiere dar cuenta, se mira en el espejo y dice: “¿Quién será ese viejo que me está mirando en el vidrio?”. ¡Y es uno! Ha pasado el tiempo, va pasando poco a poco, uno no se da cuenta. Cuando ya se tiene experiencia de la vida, el mismo viento que lo trajo se lo lleva.

Parece injusto, porque muchos de nosotros tenemos deseos, sueños que queremos cumplir… Vamos a suponer mi caso. Yo soy filósofo, pero también me gustaría pintar, también me gustaría hacer muchas cosas que no hago. Entonces, esos deseos, esos “skandas” como se dice en la India, son los que van a provocar mi “vuelta”, mi regreso, de alguna manera, otra vez, aunque no lo recuerde.

A veces se dice que la reencarnación es un imposible. ¿Por qué? Porque no nos acordamos. En primer lugar, no hablemos en manera generalizada; hay gente que afirma que se acuerda algo. Luego, ¿de cuántas cosas no nos acordamos en esta vida física misma? Por ejemplo, una persona, en una sesión psiquiátrica, cuenta su vida en cuatro horas, aunque esa persona tenga 40 años. ¿Por qué? Porque recuerda tan sólo los momentos estelares, los momentos cumbre, los momentos más ardientes de su encarnación. No recuerda toda la vida, no lo recuerda; todo lo demás se va borrando. De alguna manera, esa piedad divina de que yo hablaba, esa bondad divina nos hace olvidar lo que fuimos. Porque si encima de todo el recuerdo que tenemos de esta vida, de todos los dolores, de las cosas que no nos han salido bien, de aquellos que no nos quisieron, de aquellos que no nos comprendieron, recordásemos cientos y cientos de vidas, sería espantoso.

Decían los antiguos filósofos que aquel que quería conocer el futuro estaba loco, porque sabiendo el futuro y no pudiendo evitarlo, de alguna manera, estaría cargándose con una angustia terrible. O sea, debemos vivir de instante en instante, vivir el hoy, el ahora. Si a lo mejor yo supiese que mi avión va a estallar en el aire cuando yo voy a Brasil, tal vez estaría un poco preocupado, aunque sea porque tengo la responsabilidad de Nueva Acrópolis; tendría que estar ordenándolo, pensándolo. No estaría dando esta charla ahora tan contento como estoy. Estaría pensando, estaría preocupado: “¿Qué va a pasar aquí?, ¿qué va a pasar allá?”. ¿Qué ganaríamos con eso? Absolutamente nada. Si mi avión tiene que estallar, va a estallar igual. Lo que pasa es que se habría perdido la oportunidad de una comunicación entre nosotros.

De ahí que tengamos que ir más allá de todo egoísmo, tener una gran generosidad. Yo no vine a enseñar esta noche las profecías, porque esas las pueden leer en todos los libros que se compran en las librerías. Yo vine esta noche, más bien, a ponerme en comunicación con vosotros, a que tratéis todos de reflexionar un poco sobre estas cosas que estamos diciendo: ¿Es que existe un destino? ¿Es que es inexorable? ¿Es que lo podemos cambiar de alguna manera? ¿Es que podemos negar a Dios?

Y si no podemos negar a Dios, que hizo estas bellezas, que ha hecho tantas cosas que nos favorecen, a pesar de que en nuestro orgullo hayamos polucionado la naturaleza, envenenado los ríos, envenenado el aire; y envenenado a nuestros niños, a nuestros jóvenes, con ideas materialistas. Y si Dios está detrás de todas las cosas, si Dios vela por todas las cosas, y si Dios vela para que la pequeña oruga tenga color verde, para que haga un camuflaje en medio de las plantas y nadie la mate, ¿cómo Dios no va a velar por el alma del hombre?, ¿cómo Dios no va a velar por todos nosotros? ¿y cómo no nos ocurrirá siempre lo mejor que nos pueda ocurrir, dentro de nuestras posibilidades?

Es fundamental, para adquirir una felicidad en la vida, aceptar las cosas como son y darse cuenta de aquello en lo que estamos fallando; porque aquél que quiera tener conciencia, va a tener que aceptar un camino de dolor. El dolor es lo que trae conciencia.

En este momento no tengo conciencia, supongamos, de mi pie derecho. Pero si alguien de los aquí presentes me da una patada o me lo pisa, seguramente que tendré conciencia inmediatamente del pie. La conciencia no falla, es exacta. Pero, ¿qué pasa si nuestro dolor, en lugar de estar en el pie, es una especie de dolor metafísico, un ansia de poder saber, una insatisfacción, un no estar satisfecho, ‒no en el sentido como lo puede estar un buey, sino como lo puede estar el ser humano‒, y llevamos esa insatisfacción más allá del horizonte? Entonces vamos a estar siempre con la conciencia levantada, vamos a tener esa conciencia incluso de algo que puede estar más allá.

Todas estas cosas son muy antiguas; desgraciadamente, ahora, en esta confusión que estamos viviendo en el mundo, con esta problemática económica, política, que está afectando a casi todo el mundo, en lugar de ver las cosas de manera filosófica, se las ve de manera primitiva completamente, de una manera primitiva en el mal sentido de la palabra.

Es decir, que se vuelve a una serie de aspectos de superstición, en donde cualquiera que escribe en un libro que va a venir el fin del mundo vende cualquier cantidad. En España, un señor el año pasado escribió un libro dando la fecha exacta del fin del mundo. Tanto es así que le decían los reporteros: “¿Usted no tiene miedo? ¡Está dando una fecha exacta del fin del mundo!” Es que nadie va a reclamar. Porque si ya va a venir el fin del mundo, nadie se lo iba a reclamar. Y si no venía, bueno, pues vino el fin de los tontos que compraron el libro, porque el vendió medio millón de ejemplares del libro en España, en México, en muchos lugares, y se pudo retirar. Hay que tener mucho cuidado.

Como el caso de una especie de santón también, en EE.UU., que hizo una profecía estando en Houston y apareció muy dramático, vestido como un lama tibetano, y dijo: “Yo estoy edificando el templo a la Divina Madre. Tengo 30 millones de dólares, el templo cuesta 32 millones”. “Si yo esta misma noche” –dijo en TV– “no tengo los dos millones de dólares –sacó un revólver 38 y lo puso sobre la mesa– me vuelo la tapa de los sesos”. Llegaron los dos millones de dólares, alguien se los mandó. Desapareció él, la Divina Madre y los 30 millones que no tenía, obviamente. Se fue con los dos millones que le trajeron. Así que, desgraciadamente, hay mucha gente que especula sobre todo esto, que se aprovecha de los demás. Debemos tener mucho cuidado de no caer en la falsa ciencia o en el pseudo esoterismo. Yo sé que esto es difícil.

He visto que a uno le leen las líneas de la mano y le dicen: “Yo le voy a leer las líneas de las manos y yo sé mucho”. Le dicen tres cosas comunes: “Estuviste un poco enfermo de pequeño, o tuviste tal experiencia o tal otra”, más o menos cosas comunes, y lo van impresionando. Después le dicen cosas del futuro: “Has de tener cuidado, mucho cuidado”. Hay un chiste español que dice que un señor fue a que le leyeron las líneas de la mano. Entonces la gitana le dijo: “¡Veo algo horrible! A usted lo van a despedazar, de su sangre van a hacer morcillas, chorizos. ¡Qué terrible!”. Y el hombre al que le estaban leyendo las líneas de la mano, dijo: “Espera, que me saco el guante de piel de cerdo que tengo puesto”. Y es que le estaba leyendo la mano con el guante puesto. Hay que tener cuidado de ver un poco la realidad de todo esto. Yo trato de hacerlo jocoso, porque es bueno reírse.

Yo era muy joven, y como todos los jóvenes preguntaba mucho. Le pregunté a mi maestro Sri Ram: “Señor, ¿cómo puedo saber si alguien es un Iniciado?”. Me dijo: “Bueno, no le puedo decir cómo puede conocer a un Iniciado, pero le puedo decir cómo conocer al que no es Iniciado”. Dije que eso me bastaba. “Aquel que no se ríe nunca, que está siempre triste, que no tiene una sonrisa, aquel que no sabe hacer una broma, que está siempre muy serio y con una mirada doctoral, ese, seguro que no es un Iniciado”. Es una gran verdad, porque eso es una autodefensa: el hombre débil se hace el fuerte; el hombre tímido, agresivo; el hombre ignorante, sabio. Precisamente, cuando llegamos a una cierta sabiduría, cuando llegamos a una cierta ecuanimidad filosófica, llegamos a la Naturaleza, a la naturalidad.

Por eso, yo no quise hablar acerca de las múltiples predicciones que existen. Quise simplemente estar en contacto con cada uno de vosotros, y que estuvieseis, por un momento, en nuestra casa.

Nuestra casa es una casa de filosofía; hacen falta las casas de filosofía. Hay casas donde se venden pollos, hay casas donde se vende otros alimentos, donde se venden bebidas alcohólicas. ¿Por qué no puede haber una casa donde no se venda sino que se regale la filosofía? ¿Qué es lo que nos está pasando? ¿Por qué en todas las ciudades del mundo –en Europa por ejemplo– las Iglesias cierran a las 6 o 7 de la tarde, y, en cambio, hay supermercados que funcionan las 24 horas? ¿Por qué? ¿Es que tanto hemos perdido, que si vamos a un casino podemos ir a las cuatro de la mañana; pero si queremos ir a Notre Dame en París, la puerta está cerrada? ¿Es que Dios tiene horario? ¿Es que Dios toma vacaciones? ¿Es que Dios duerme? Hemos llegado a una verdadera aberración, a una aberración consumista, en donde lo único que nos importa es el cuerpo, es alimentar el cuerpo y no el alma.

De ahí, tal vez, ese temor de un fin del mundo, ese temor de un fin de todas las cosas materiales. Pero las cosas no se pierden; en la Naturaleza nada se pierde, todo se transforma. Así que ni aun los grandes poderes podrían hacer desaparecer el mundo. ¿Qué va a pasar? Puede haber una guerra atómica, puede haber una convulsión geológica, un impacto de asteroides; pero, de alguna manera, continuaremos, continuaremos y continuaremos, porque la vida no se liquida jamás. La vida, cuanto más, puede, a veces, bajar su tono para subirlo de nuevo. Pero está en cada uno de nosotros el descubrirlo. Por eso pensamos que el nombre que le hemos dado a nuestro movimiento filosófico es adecuado: Acro-polis, ciudad alta. No es cuestión, obviamente, de construir una Nueva York, una ciudad enorme de cemento, de ladrillo; es cuestión de hacer una ciudad alta en lo espiritual, en lo moral.

¿Y cómo haremos para crear una ciudad alta en lo espiritual y en lo moral? ¿Cómo se hace para construir un muro de piedra? ¿Se utilizan para ello panes de mantequilla o manteca, o se toman trozos de piedra? Evidentemente, trozos de piedra; porque si hiciésemos una muralla de mantequilla, jamás sería de piedra. Si los trozos son mantequilla, la totalidad no puede ser piedra.

Entonces, cada uno de nosotros tenemos que escalar nuestra propia montaña interior, para al fin poder ser todos como una inmensa cordillera nevada, pura y que se alce hasta el cielo. Es un esfuerzo individual de cada uno de nosotros. No debemos permitir que se nos masifique. No debemos permitir que se nos manipule. No. Haced salir de adentro, desde el fondo del corazón, toda la fuerza vertical que tienen nuestras almas. Recordad mi humilde encendedor que se movía y, sin embargo, la llama iba siempre hacia arriba.

No sólo se aprende de los grandes libros, no sólo se aprende leyendo los Vedas, el Bhagavad Gita, los Puranas, o leyendo la Biblia, el Talmud o la Cábala. Se aprende también en la Naturaleza, y más directamente; la Naturaleza es suficiente. No hace falta saber idiomas, no hace falta tener una gran cultura. Podemos volver a leer en la Naturaleza.

Antes de que los hombres escribiesen los libros, los hombres leían en la Naturaleza. Ellos, cuando ya no pudieron leerla más, tuvieron que escribir libros, para que se pudiese entender algo; los sacerdotes, los sabios, lo hicieron como un acto de generosidad. Pero hoy hay tan pocos sacerdotes sabios, que tenemos que escalar por nosotros mismos esa montaña interior.

Y entonces, ¿qué profecía podemos tener? La profecía de que Dios es bueno; la profecía de que nosotros, en el fondo, también somos buenos, aunque a veces nos esforcemos en disimularlo; la profecía de que, alguna vez, va a haber concordia.

Concordia no es igualdad. La igualdad no existe en la Naturaleza. Concordia es corazón con corazón, o sea unidos, unidos para poder hacer algo, unidos con nuestras diferencias. Nuestras diferencias son como los dientes de un engranaje, que encajan uno con otro, y encajando un diente con otro diente tienen más fuerza. Si el engranaje fuera liso no podría moverse, no podría mover uno a otro, solamente se pueden mover las ruedas dentadas.

Aceptemos nuestras diferencias, aceptemos nuestras características, aceptémoslo como un regalo de Dios, como una riqueza universal. Y con esa riqueza vayamos hacia adelante, con la seguridad, con la fe de que realmente vamos a llegar hasta ese horizonte. Vamos a llegar hasta un mundo que no solamente tiene que ser nuevo, sino que tiene que ser mejor.

Ayudemos a los más jóvenes, ayudemos a aquellos que tienen ansias de soñar, que sueñan todavía, que creen que pueden hacer algo mejor. Démosles la oportunidad, una oportunidad que no nos va a costar mucho, nos va a costar, a veces, una sonrisa; una oportunidad cualquiera, que nos permita liberarnos de los miedos.

Hay un miedo que es el peor de todos, el más terrible: el miedo al miedo. No nos dejemos llevar por las amenazas de quienes dicen: “Es el fin del mundo. Dios vendrá y nos barrerá con una gran espada”. Bueno, ahora dirían con un rayo láser; antes se decía con una gran espada. “Y vendrán los jinetes del Apocalipsis, a unos les arrancarán la cabeza, y a otros se la pondrán doble”. No, dejémonos ya de esas cosas. Eso puede ser simbólico y puede ser esotérico, pero no lo tomemos al pie de la letra ¡por el amor de Dios!

Podríamos volvernos todos locos temiendo que siempre pase algo: cuando pasó el cometa Halley, porque pasó el Halley, ya era el fin del mundo; cuando se alinean los planetas, porque se alinean los planetas, y si no se alinean, ¡eso es peor, es terrible!; y si la luna está en menguante, porque está en menguante, y si está en creciente, porque está en creciente. Me dijo una astróloga, una vez: ” Profesor, no viaje cuando la luna esté en menguante”. “Pero yo no sé cómo está la luna, señora. Yo tengo que viajar constantemente, hace 17 años que viajo”.

Hay que tener una cierta fuerza interior. No se trata de ser un héroe ni un santo. Soy una persona como cualquier otra; pero hay una fuerte convicción en lo que estamos haciendo. Y entended que esta es una casa para todos aquellos que quieran conocer un poco más de filosofía, conocerse a sí mismos y tener buenos amigos, en el sentido platónico de la palabra, amigos de verdad. No amigos por dinero, no amigos por afinidades políticas, sociales, familiares. No, amigos del alma, del corazón, de esos que no tienen lazos de sangre, sino lazos mucho más fuertes, los lazos de la luz.

En nombre de esa luz sigamos avanzando siempre, que no se interpondrá ninguna profecía. Conozcámosla. Leerla, la podemos leer, pero veámosla siempre como una posibilidad. Nada hay inexorable salvo Dios, ¡bendito sea su nombre!

 

Notas:

[1] Frase que aparece en las Geórgicas, de Virgilio.

[2] Según una de las versiones, aunque no se sabe a ciencia cierta cuál es la verdadera. Lo que sí es histórico es que Alejandro Magno viajó hasta el oasis de Siwa, donde un oráculo le reveló que era hijo del dios Amón.

Créditos de las imágenes: Max Lunhu

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Referencias del artículo

Conferencia impartida por Jorge Ángel Livraga en Santa Cruz, Bolivia, en 1987.

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