¿Existen aún animales prehistóricos?

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 10-07-2016

El que diga que le place viajar por la selva, es un gran tonto o un gran mentiroso (antiguo proverbio maya).

En nuestro artículo del mes de enero de este año, prometíamos al lector una segunda parte, en el que se refiriese lo que constituiría un pequeño viaje para poner luz en el enigma de las cabecitas de barro, modeladas en forma de animales prehistóricos, y provenientes, muy probablemente, del Horizonte Temprano de la llamada Cultura Olmeca, a la que algunos autores modernos niegan su existencia como tal, convirtiéndola en una fase formativa del Maya Epigonal. Fechar estas cabecitas con exactitud es imposible con nuestros actuales conocimientos y técnicas, pero es probable que estén en los alrededores del siglo XV a.C…., o tal vez sean más viejas.

Expedición Tiranosaurio

Foto del autor en su despacho tomando notas para la expedición

El lector aficionado a las revistas y libros de divulgación científica se preguntará, con justicia, cómo es que a finales del siglo XX, disponiendo de elementos fechadores como el carbono 14 y el radio-flúor, así como un conocimiento detallado de las técnicas de estratigrafía y de las reacciones de las sales de los ácidos, vacilamos a la hora de fechar estas pequeñas y enigmáticas imágenes. Por otra parte, «sabemos» (¿?) que los grandes saurios como el tiranosaurio, el corythosaurio y el anatosaurio, que son los tipos que logramos identificar con claridad en las cabecitas de barro encontradas, desaparecieron en el período Cretáceo, a fines del Mesozoico, hace unos 65.000.000 de años.

La alienación particular de nuestro tiempo «tecnotrónico» es hacerlo todo fácil. Así, se llama «guerra de las galaxias» a lo que no pasa de amenazas entre satélites orbitales de la Tierra, y se cantan loas a la erradicación de la miseria y el hambre en un mundo en donde apenas sobreviven, en una fatal agonía por inanición, 2.000.000.000 de seres humanos.

La realidad, a nivel científico estricto, es otra.

Por ejemplo, el análisis por el tal mentado carbono 14 da pautas desiguales según el teatro de operaciones en donde se aplique, y las revisiones seriadas –como las que se hicieron con restos de viga de madera encontrados en las ruinas de Palenque, México, y en las de Tikal, Guatemala– muestran diferencias de más de 400 años… y aún se sigue investigando. Y el carbono 14 mide tan solo los restos orgánicos más o menos voluminosos. Ni a la piedra ni a los huesos petrificados es aplicable. El análisis por radio-flúor depende de los contactos con agua de diferentes composiciones y la estratigrafía; en zonas volcánicas –la que visitamos tiene en su entorno 300 volcanes y es conmovida por los terremotos– llegan a producirse, incluso, inversiones estratigráficas en donde capas más antiguas se sobreponen y mezclan con otras posteriores prácticamente actuales.

No quiero decir con esto que no sepamos nada, pero tampoco que lo conozcamos todo, pues hay enormes lagunas de ignorancia en nuestros actuales conocimientos.

Todo esto nos llevó, de la mano de la tendencia a la aventura propia de los acropolitanos, a organizar esta mini-expedición a las marismas occidentales de Guatemala y a las selvas de Petén.

Hace un año llegamos a ver la cabeza en barro modelado que representa un tiranosaurio… y los análisis de laboratorio no le dieron más de unos 3000 años de antigüedad. Un imposible teórico, algo francamente alucinante, ya que, repetimos, ese monstruo carnívoro, de unos 15 metros de altura y 30 toneladas de peso, se había extinguido mucho antes de la aparición del hombre sobre la faz del planeta.

El antropólogo Fernand Schwarz, de París, los arqueólogos Hernando Gilardi, de Bogotá, y Alejandro Pizarro, de Guatemala, el malogrado abogado español Javier Cagüe y el autor de esta nota, decidimos llegar hasta la zona del hallazgo tomando como base la ciudad de Guatemala capital, y una vez conseguidos los permisos de investigación y fotografía del Instituto de Historia y Arqueología de la Universidad de Guatemala. Salvo Javier, muerto en accidente automovilístico en las cercanías de Granada, España, los demás llegamos a Guatemala y, tras varios días de preparación, trámites y adquisición de un equipo elemental, realizamos varios viajes de prospección a las zonas de las marismas occidentales, en donde se había hallado la presunta representación de un tiranosaurio.

La zona elegida es de jungla baja, con aislados palmerales, abundantes volcanes que elevan esporádicamente sus fumarolas, y tan solo explotada en algunas fincas de descendientes de españoles, para los cuales trabajan los descendientes, ya bastante mezclados, de los antiguos mayas.

Fuimos provistos de una furgoneta todoterreno, y un pequeño grupo de ayudantes de la zona, radioteléfonos portátiles y abundantes medicamentos con los que pagamos más de una vez nuestro derecho de fotografía y cateos. Para las gentes de la zona, salvo en los lugares donde las leyendas dicen que hay tesoros escondidos, nuestra investigación no revestía importancia, y sin declinar en su tradicional cortesía y buen humor, creo que nos tomaban por locos al ver nuestro esfuerzo en la búsqueda de unas cabecitas de barro sin valor comercial ninguno.

Varios fueron nuestros inconvenientes al transitar esas tierras: el calor y la humedad, la enorme cantidad de insectos, algunos muy molestos, como las pulgas de día y los mosquitos o «zancudos» de noche, el abrir sendas a nuestro vehículo donde no las había, el tener que transportar nuestras propias reservas de agua potable y parte de nuestra comida, enlatada, llevada desde Europa. Además, el lugareño es supersticioso y fantástico por naturaleza; así, unos nos contaron de restos de huesos humanos de gigantes «como de nueve metros», y otros, de esqueletos monstruosos que afloraban de las marismas y fangales, sin saber, obviamente, si eran de animales extinguidos y si estaban fosilizados o no.

Muchas de esas y otras pistas no las pudimos seguir, aunque las distancias no eran aparentemente mayores de los 50 o 100 kilómetros, pero quien haya caminado alguna vez por la jungla tropical centroamericana sabe que el avance es tan trabajoso, interrumpido frecuentemente por ciénagas y volcanes, dificultado por arboledas y lianas –aparte de otros peligros de la precaria situación de esas zonas en las que se confunden tropas regulares con guerrilleros y policías y pequeñas bandas particulares armadas–, que 50 kilómetros hacen una distancia tan enorme como 5.000. O sea, inalcanzable para un pequeño grupo de exploradores poseedores de elementos básicos, economía restringida y con más entusiasmo que posibilidades reales.

No obstante, llegamos a la zona de túmulos de donde provenían las cabecitas, muchos de ellos ya hundidos y fragmentados por los movimientos sísmicos y algunos intentos de labranza, ya abandonados. Luego de una concienzuda prospección, elegimos dos áreas de trabajo separadas apenas por unos 10 kilómetros y afortunadamente unidas, en parte, por huellas en la tierra a la manera de caminos y zonas más o menos llanas en donde nuestro vehículo, aun quejándose, podía transitar. Los duros trabajadores, dirigidos por el profesor Pizarro, en plena jungla, tuvieron que pegar fuego hasta a los mangos de sus palas –la madera en la jungla es verde y húmeda y no se enciende– para espantar, sin contar las lociones repelentes europeas y las espirales de piretro locales, a las nubes de mosquitos que se precipitaban sobre ellos apenas caía el sol. Era tan difícil dormir, que se pasaban la noche trabajando a la luz de las hogueras y linternas.

Yo, más afortunado, al tener que supervisar unas obras y otras, podía dormir junto al océano Pacífico, en unas destartaladas chozas confeccionadas a la manera maya, en lo que alguna vez pudo haber sido un balneario local. Allí el viento barre los mosquitos. Para llegar a esa especie de larga lengua de tierra, arena y ceniza volcánica, paralela a la costa, tenía que atravesar unas enormes marismas, para lo cual nos agenciamos una vieja embarcación de lata a la que propulsaba un motorcito fueraborda japonés, gran lujo en una zona en la que aún se ahuecan troncos, a la manera neolítica. Las dificultades del largo viaje, no tanto en la selva sino en los siempre retrasados aviones que hasta las capitales de Centroamérica nos llevan, sumadas a la humedad y los incipientes achaques de la edad madura, me habían dejado una pierna casi inútil, por lo que agradezco a los profesores Schwarz y Gilardi el haberme ayudado tantas veces en esas travesías diarias. Mi viejo amigo, el mar, en el cual nos metíamos cuando podíamos, fue mi curador… y nos hizo descubrir que la «arena» de la playa no era tal, sino lava volcánica y piedrecitas del mismo origen, de color negro, que bajo el sol ardían como ascuas.

Como Pompeya y Herculano… ¿Habría habido puertos y ciudades prehistóricos sepultados bajo esa capa de espesor desconocido?… Las condiciones del lugar hacen que, probablemente, jamás lo sepamos.

Hallamos unas tres o cuatro cabecitas; incluso vi una estatuilla en un museo de Guatemala en la que un hombre estaba enmascarado con una de esas réplicas de monstruos prehistóricos. Nuestro hallazgo más notable fue el de una representación de la cabeza de un corythosaurio.

El profesor Loris Russell, del Royal Ontario Museum de Toronto, lanzó hace unos veinte años la teoría de que los grandes saurios tenían sangre caliente y que el cataclismo climático de finales del Mesozoico habría vuelto imposible su vida, al descender bruscamente la temperatura de la Tierra, o al haber basculado su eje, tal vez en 45 grados. Según esto, los enormes herbívoros, como los brontosaurios y dinosaurios, no pudieron sobrevivir en zonas de vegetación menos exuberante, y con ellos perecieron los grandes carnívoros como el tiranosaurio, que de los otros se alimentaba.

Los actuales descubrimientos hacen vacilar estas teorías aparentemente ciertas, pues hay especies idénticas a las anteriores, si bien de menor tamaño, que sobrevivieron en «bolsones» de microclimas volcánicos y en las profundidades abismales marinas. En 1938, tras un maremoto, unos pescadores sudafricanos rescataron con vida un pez acorazado (celacanto) que se creía extinguido hace 400.000.000 de años, desde el Silúrico. Y en la costa atlántica de California apareció una enorme especie de anguila «fósil» que, a manera de serpiente de mar, yo vi con mis propios ojos, conservada en una piscina de formol, hace unos veinte años.

Asimismo, interesantes leyendas históricas nos hablan de «grandes bestias» de los pantanos del norte de Inglaterra, vistas y cazadas en la Alta Edad Media, y de los gigantescos «cocodrilos de mar» en costas de China y Japón. Los navegantes griegos, cartagineses y luego los vikingos, aseguran haber visto el «kraken», una forma de calamar o pulpo gigante que habría hundido con facilidad sus naves en un mar ennegrecido por increíbles cantidades de sepia. Aun hoy, en Escocia, sigue el enigma del «monstruo del lago Ness», que fue incluso fotografiado. Todo esto nos abre algunas posibilidades como hipótesis de trabajo. ¿Sobreviven, o han sobrevivido hasta hace unos pocos miles de años, algunos ejemplares de animales prehistóricos? Si así fuese… ¿cómo es ello posible?

Posibilidad a)

Es posible y aun probable que las cronologías comúnmente aceptadas no sean reales. Ello no debe sorprendernos si observamos que antigüedades «demostradas» de pueblos mesopotámicos hace 50 años, hoy se consideran falsas y se les conceden entre 1000 (Luristán) y 6000 (Jericó, Gazza) años más de antigüedad de la que era anteriormente aceptada. Los numerales mayas, por ejemplo, parten del V milenio antes de C., desde una fecha que hoy se tiene por fantástica… pero ¿lo es? Los restos de Teotihuacán, que se creían, a principios de siglo, poco menos que recién abandonados cuando los españoles llegaron allí, hoy se fechan antes de Cristo (Pirámide de la Serpiente Emplumada). Así, cabe la posibilidad de que los olmecas –o mejor dicho, los desconocidos pueblos que así llamamos– tengan una antigüedad mucho mayor. Y a la vez, que algunos animales que se creen extinguidos hace millones de años, hayan sobrevivido en algunos puntos excepcionales hasta hace pocos miles.

Posibilidad b)

Aunque se investiga el espacio exterior –desgraciadamente con fines bélicos–, el fondo de los mares y millones de kilómetros cuadrados de selvas están aún totalmente inexplorados. También se sabe muy poco de las cavernas profundas y de los senos de los volcanes. Nuestra microexpedición, en su humildad, es posible que haya sido la primera investigación científica en esa zona de Guatemala. Si los puntos de supervivencia coinciden con esas vastas extensiones, nos esperarían aún grandes descubrimientos completamente revolucionarios.

Posibilidad c)

Que algunos grandes saurios hayan disminuido de tamaño pero no de forma en los microclimas mencionados y que, por su rareza, se hayan convertido en animales totémicos de los pueblos antiguos. Así explicaríamos por qué los chinos han adorado el dragón, y recuérdese que, en la extraviada Camelot (¿en Gales?) el animal hierático era una especie de pterodáctilo. También cabe la posibilidad de que otros pueblos, mucho más antiguos que estos, hayan transmitido imágenes, curiosamente precisas.

El enigma persiste

Tras todas estas y otras muchas más elucubraciones, hipótesis y teorías que conocemos y elaboramos y reelaboramos, está el gran enigma.

Es racionalmente imposible. Recuerdo que mi compañero de viaje, Fernand, decía: «Si seguimos estudiando estas cabecitas vamos a volvernos locos»… Y no le faltaba razón, pues es de locura el aceptar, así como así, que manos humanas hayan plasmado estas reproducciones perfectas, entre las cuales, en el tiranosaurio de nuestra portada, se notan hasta los pliegues de la piel, en la comisura de la boca, en un rasgo de bestial ferocidad.

Desgraciadamente, muchos de mis colegas, no muy filósofos, cuando descubren algo «raro» lo archivan, lo sepultan en los depósitos de los museos, como pasó con el famoso mapa de Piris Rei, de Topkapi, que en el peor de los casos es una copia del siglo XV… donde figuran la Antártida y la costa occidental de América. Solo el valor de unos pocos hombres logró, tras largos años de lucha, hacer aceptar ese mapa, que aún es una incógnita histórica.

No cabiendo la posibilidad de engaños, ya que esas cabecitas las hemos encontrado nosotros mismos, estamos lejos de caer en la trampa en que, para su desgracia, fue apresado cierto dentista de la ciudad de Ica, Perú, que gastó miles de dólares adquiriendo reproducciones artesanales grabadas sobre piedras en las que se veían platos voladores, injertos de corazón y otras cosas; sobre estas patrañas, un escritor de ciencia ficción europeo escribió el libro El enigma de los Andes. Alertados por haber seguido el autor muy de cerca aquel engaño, cuando la policía de Investigaciones Peruanas lo aclaró, tuve buen cuidado, apenas cayó en mi poder la primera cabecita, de hacer todas las pruebas de laboratorio posibles, ya que no lo había excavado yo personalmente. Por la autenticidad demostrada es por lo que fuimos a las marismas y junglas de Guatemala; hallamos otros testimonios, pero el enigma sigue en pie.

La corta expedición sirvió, asimismo, para hacer un viaje de prospección a Tikal y su Museo de Sitio. Esta ciudad maya, parcialmente excavada, está a unos 70 kilómetros de un pequeño aeropuerto. Así, combinando avión y alquilando un vehículo –si ese nombre merecen las viejas chatarras que están a disposición–, llegamos a Tikal. Lo que hoy es un conjunto de pirámides en medio de la selva, cesó misteriosamente su vida alrededor del siglo X de nuestra era, cosa común a todas las ciudades mayas clásicas y también enigma para resolver en un futuro impreciso.

En la selva es fácil pasar junto a una piedra tallada y no verla, pues allí nos perdemos como en un inmenso mar entre la niebla. También es común tropezar casualmente con lo que tomamos por una simple piedra, para comprobar luego que es un elaborado fragmento arqueológico. Hay pirámides y ciudades enteras que fueron descubiertas y descritas por los misioneros de los siglos XV y XVI, así como expedicionarios del XI, ciudades que jamás se han vuelto a ver… La selva lo traga todo con su inmenso camuflaje vegetal, su humedad, sus millones de mosquitos y de pulgas, víboras y bandas armadas más o menos revolucionarias –el mal endémico de América Latina: la revolución en donde se busca por la violencia solucionar problemas que solo el trabajo y la educación podrían hacerlo–.

Quiero manifestar mi agradecimiento al Instituto de Arqueología e Historia de Guatemala por su colaboración al permitirnos estas prospecciones fotográficas y a los lectores de esta revista que nos han escrito con motivo de mi primer artículo.

Nuestras humildes y esbozadas investigaciones están a disposición de todo aquel científico o institución cultural que quiera obtener copias de nuestras fotografías o saber más sobre tan misterioso asunto.

Tal vez en los sótanos de muchos museos latinoamericanos y hasta europeos, se encuentren, hoy ignorados, otros testimonios de este presunto contacto de los saurios del Cretáceo con formas culturales humanas de hace pocos milenios.

¿Que es un imposible? A mí también me lo parece… pero las cabecitas de barro están allí, hoy cuidadosamente custodiadas en museos, como un testimonio material, sólido y tangible. Quiero cerrar este trabajo con una frase de Sir A. Conan Doyle: «Cuando hemos eliminado lo imposible, todo lo que queda, por improbable que parezca, ha de ser cierto».

Jorge Ángel Livraga Rizzi

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Referencias del artículo

Artículo aparecido en la revista Nueva Acrópolis de España, núm. 158, marzo de 1988.

Un comentario

  1. Jose Carlos Fernández dice:

    A las que el profesor Jorge Angel Livraga comenta habría que sumarle, quizás, las “figuras de Acambaro”, otro misterio, o algunas de los relieves de Angkor Vat, como el enigmático estegosaurio allí reproducido.En el año 2007, y no sabemos si influidos por la lectura de este artículo, aparece el filme Aztec Rex, con la misma hipótesis, de que se hubiera conservado un par de tiranosaurios vivos hasta incluso la llegada de los españoles.

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