Todos los seres humanos de todas las culturas, en todas las épocas, se han encontrado ante esta problemática, ante estos dos grandes caminos: si existe una predestinación o si, de alguna manera, podemos cambiar la marcha de las cosas con nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestras lágrimas, nuestros peligros, nuestras equivocaciones.
Todos los pueblos históricamente conocidos han sostenido esta problemática, e incluso le han dedicado deidades. Por ejemplo, dentro de lo que nosotros conocemos hoy de Roma (que es mucho más de lo que conocíamos hace diez años, cuando se pensaba que su fundación se debía a Rómulo y Remo, y se ignoraban las tradiciones de Virgilio sobre Eneas y su pequeño grupo) este pueblo tenía una deidad superior a Júpiter, una deidad sin nombre a la que llamaban “el Desconocido”.
Los griegos también tenían una deidad que estaba más allá de Zeus, del señor del Olimpo; le llamaban Zeus-Zen. Esquilo nos habla de esta deidad que rige el destino. Con frecuencia, estas obras dramáticas griegas, que son reflejo de los misterios eleusinos principalmente, mencionan un destino que rige todas las cosas. Recordemos, por ejemplo, la tragedia “Prometeo encadenado”, del propio Esquilo. Cuando Prometeo roba el fuego, la luz, la inteligencia, para los hombres, Zeus le castiga a permanecer encadenado a las montañas del Cáucaso, mientras un águila le devora el hígado que le crece constantemente, repitiendo así el ciclo del dolor todos los días. Según las versiones más esotéricas, Prometeo tiene una reja de hierro de un arado clavada en el costado izquierdo. Cuando este crucificado sobre las montañas pregunta: “¿Por qué me hacéis esto?”, una voz que está más allá de Zeus y que viene a través de Hermes, el dios de la sabiduría, le contesta: “Porque lo quiere el Destino, porque así es el Destino”.
Todos los pueblos intuían que más allá de una deidad personificada había una especie de destino. En la Cábala hebrea lo encontramos representado por Ain Soph, la “no cosa”, aquello que está por encima de la Corona[1], que rige todos los seres invisibles, hasta llegar a este mundo dual en el que las cosas se manifiestan por impacto, por choque, por cruce de la fuerza, de la energía sobre la materia.
El viejo panteón indo también se refiere a una deidad que escapa de todas nuestras posibilidades intelectuales y racionales.
Asimismo la encontramos en los panteones de la América precolombina y de China: una deidad que no tiene nombre, que es el destino inexorable.
Entonces, ¿existe ese destino inexorable y total? ¿Existe alguna forma de convivir con ese destino? ¿O el destino no existe y hay un libre albedrío por el que simplemente nos forjamos nosotros nuestro propio destino?
Es difícil contestar a esta pregunta porque hay ejemplos de lo uno y de lo otro. Algunos de ellos son verdaderamente terroríficos. Hace unos meses, en Inglaterra, han descubierto una novela de un escritor poco conocido, escrita hacia el año 1890, que se llama Titán. Esta novela habla de un barco mucho más grande que los que se conocían en su época, un buque de unas 60.000 toneladas llamado Titán. En su viaje inaugural se embarcaban más de 2.000 pasajeros y salía de Inglaterra hacia Nueva York. Un día antes de llegar a su destino chocaba con un témpano de hielo que le desgarraba y se hundía. A pesar de las señales que hacía, el barco tenía tanta fama de indestructible que nadie le prestó atención ni acudió en su ayuda en los primeros momentos. Mucha gente se ahogó y fue la catástrofe más grande de la historia naval. Veinte años más tarde la novela se hace realidad. ¿Cómo podemos razonar esto? ¿Pudo tener acceso este escritor a lo que iba a ocurrir? ¿Cómo es posible que a veces lo que vaya a ocurrir se presente de manera simbólica ante la gente?
Mi primer maestro de esoterismo fue un viejo profesor alemán que se llamaba Smith; yo tenía 17 años. Recuerdo que en una ocasión me contó que un amigo suyo de Londres, un señor mayor, tenía una gran afición por la astrología.
Según la tradición de la filosofía esotérica, a los verdaderos discípulos que estudiaban astrología, que realizaban un juramento de por vida, les estaba prohibido sacar su propio punto de muerte. Según esta, los maestros, los dioses, nos juzgan incapaces de poder vivir de manera normal si conocemos nuestro propio punto de muerte. Incluso aquellos que están desapegados de la parte física y no creen en la muerte, pueden tener hijos, discípulos, trabajos o libros que terminar, y el saber cuándo van a morir alteraría completamente su forma de vida, y les restaría las últimas posibilidades frente a la muerte. Por lo cual, generalmente, el que sabía astrología, aunque pudiera sacar sus puntos de muerte –porque tenemos varios–, no lo hacía.
Para entender que cada ser humano tiene varios puntos de muerte, podemos imaginar que la vida es como un cono en el cual entramos de manera circular; el primer punto de muerte lo pasaríamos con relativa facilidad, luego iríamos pasando por otros puntos de muerte que quizás salváramos o quizás no, pero los círculos se van cerrando hasta llegar al último, que es inevitable.
Tampoco estaba permitido sacar el punto de muerte de una persona querida.
Mi profesor me contó que su amigo sacó su propio punto de muerte; no solamente la fecha, sino la forma en que iba a morir. Y supo que iba a morir ahogado. Entonces, a pesar de todos sus conocimientos, tuvo una reacción un poco simple: se fue a vivir al desierto del Sahara, donde estaba seguro de que no podría morir ahogado. Lo que no leyó en el horóscopo era con qué iba a ser ahogado. Este hombre, en la fecha que estaba determinada, murió ahogado por la arena en un simún.
Herodoto cuenta también la historia de un príncipe que hizo sacar de su reino todas las carretas y prohibió que entrara ninguna, porque un adivino le había predicho que moriría a causa de una carreta. Un día hubo un levantamiento de Estado, y uno de los príncipes sublevados lo clavó al trono con su espada; lo último que vio la víctima en el pomo de la espada fue una carreta, que era el símbolo de la casa real del que lo había matado.
Estas historias que se repiten, contadas por diferentes personas, nos llevan a plantear si existe una predeterminación, un destino inexorable que abarca todas las cosas.
Los indos nos hablan en su filosofía de un Dharman, que es la ley que rige el cosmos y a todos sus habitantes; de un Sadhana, que es un sentido de la vida, un camino predeterminado para esta, y de un Karma, que es la ley de acción y reacción.
Los indos imaginan el Dharma como un camino ancho por el que es inexorable marchar. ¿Cuál sería, entonces, la libertad que tendría el ser humano?, ¿de qué manera se distinguen los buenos de los malos, aquellos que se abandonan a sus instintos de aquellos otros que se abandonan a las sagradas pasiones del alma? Estos filósofos decían que la libertad estaba en caminar más rápido o más lento; en que cuando nos desviamos mucho y tocamos el arcén, sufrimos dolor, y el dolor nos conciencia para volver al centro del camino.
El dolor es siempre vehículo de conciencia, y sólo apreciamos realmente las cosas cuando las perdemos.
Todos tenemos dentro una pequeña voz, la voz de la conciencia que en el Himalaya llaman Voz de Nada, que nos dice qué es lo que debemos hacer, y si lo que hemos hecho está bien o está mal. Lo que pasa es que no la solemos escuchar, tal vez porque nos hemos acostumbrado a ella y la oímos como el agua que cae o el viento que corre, y la dejamos pasar. Pero esa voz es el dios en nosotros, el alma, el yo, aquello más íntimo; aquello que va a seguir hablando aun cuando no estemos físicamente en la Tierra.
Esa voz interior nos dice cuál es nuestro camino, que generalmente coincide con el gran Camino, con la gran Determinación que aparece en todas las cosas.
Entonces, ¿existe también un libre albedrío? Desgraciadamente, en el mundo materialista en que nos ha tocado vivir, hemos desarrollado una mente dialéctica en el peor sentido de la palabra; es decir, que las cosas son blancas o negras, son buenas o malas. Y digo desgraciadamente, no porque esté en contra de una axiología, de un cierto juicio de valor, sino porque no todo lo que no es blanco es negro y viceversa. Y es muy peligroso entrar en esa dialéctica de absolutismos, en ese dogmatismo, en el sentido más tiránico de la palabra. Esa forma de pensar y de interpretar la Naturaleza nos lleva forzosamente a una serie de errores y enfrentamientos, no solamente entre los seres humanos, sino también dentro de nosotros mismos, porque nos torturamos y vivimos angustiados por tener que elegir, cuando esas pseudoelecciones son muchas veces forzadas, y en realidad nos las estamos imaginando nosotros.
¿Predestinación o libre albedrío? ¿Y por qué no, de alguna manera, las dos cosas? ¿Por qué no pueden coincidir estos dos elementos si les restamos el carácter de absolutos?
En este mundo manifestado no existen los valores absolutos; todo depende de aquello con lo cual lo relacionemos.
Así pues, todas las cosas tienen un destino, cada objeto tiene, en este momento evolutivo, en este instante de conciencia, su necesidad, su destino. Y tal vez ese destino no sea más que el punto de partida hacia otros caminos que hoy ni siquiera podemos soñar.
Todas las cosas marchan hacia su destino. Y en ese caminar descubrimos que existe una metafísica del Destino, que hay algo más allá de la parte física que nos está llamando, que nos está conduciendo como un padre conduce a su hijo.
Hay una fatalidad, pero sin dolor, sin angustia; es una fatalidad alegre, vital, que nos lleva hacia lugares que nosotros no entendemos, hacia los que, aun con nuestros temores, deberíamos dar un paso para acercarnos a ellos. Este destino inexorable nos empuja en la marcha de una metahistoria que no alcanzamos a comprender, pero que sentimos íntimamente.
Sin embargo, todo esto puede convivir perfectamente con nuestro libre albedrío, que tampoco tiene por qué ser absoluto, sino más bien relativo. Dentro de la gran marcha metahistórica podemos hacer nuestra propia historia y somos responsables de lo que estamos haciendo. Porque si bien todas las cosas se repiten, todas marchan y vuelven, también, desde otro punto de vista, no se repiten jamás. Lo que está pasando en este momento es único e irrepetible. No se va a dar de nuevo y en cierto modo jamás existió. De ahí que cada instante sea válido y sagrado, dentro de lo que estamos haciendo, porque nunca se repetirá como ahora. Por eso tenemos la responsabilidad de no abandonarnos. Aquellos que confiando en un destino inexorable dejan que la vida les lleve, pueden convertirse en una especie en involución. El ser humano tiene la posibilidad de andar a su paso, a su manera, e ir tallándose, limpiándose, puliéndose a sí mismo sobre la marcha.
Los hay que marchan arrastrándose y otros que marchan a pie. Los hay que marchan apoyándose en los demás y otros que cuando marchan apoyan a los demás. Hay seres humanos que con tal de marchar no les importa caminar por las espaldas de sus amigos, y otros que con tal de que sus amigos marchen no les importa que caminen sobre ellos. No todos somos iguales; ese es uno de los mitos del siglo XX. Los hombres somos diferentes en nuestros rostros, en nuestros gustos, en nuestra manera de ser; pero eso no quiere decir que seamos contrapuestos, ni que seamos enemigos. Con nuestras diferencias podemos aunar elementos que hagan marchar nuestra propia evolución.
El verdadero filósofo, aquel que busca realmente la verdad, debe acostumbrarse a marchar de la mano del Misterio, a no entender todas las cosas y a aceptar que no las puede entender. Porque es mucha vanidad el querer entenderlo todo, saberlo todo, y llevar todas las cosas a números y palabras. Ese fue un error del siglo XIX, cuando decían: “Y ahora, ¿qué queda por inventar?”. Creían que porque ya habían inventado la máquina a vapor, los primeros trenes, porque los primeros prototipos de automóviles se desplazaban a 20 Km./h, ya todo estaba inventado; pero había mucho más y todavía habrá muchas más cosas que inventar. Y también otras que olvidaremos. Y otras que queramos hacer y otras que no querremos.
Así pues, tenemos que aprender a caminar con un niño de la mano, que es el símbolo del enigma. Así se representaba muchas veces en los misterios iniciáticos esa parte de Dios que está en nosotros, y tal vez también fuera de nosotros, que sonríe y que a veces lleva una antorcha en la mano para que veamos mejor dónde ponemos los pies. Ese niño que nos acompaña es el tesoro que ignoramos, es una enseñanza para que guardemos todos un poco de humildad, para que tengamos en nuestros corazones una gran fe en nosotros mismos, en la Humanidad y en Dios. Y no me estoy refiriendo al dios de los cristianos, ni al de los judíos, ni al de los musulmanes, sino a Aquello que está más allá de todas las cosas, a eso que sentimos profundamente, que nos acompaña, que nos ama.
Un hombre con Dios nunca está solo.
Cuando un hombre percibe a Dios, nunca se halla solo, sino que puede hacer todo aquello que, dentro de su destino, quiera realmente hacer. Un hombre con Dios siempre es mayoría.
Jorge Ángel Livraga Rizzi
Notas
[1] Se refiere a Kéter o Kether (corona en hebreo): la décima sephira del Árbol de la Vida cabalístico. La palabra sephiráh, en plural sephirot, deriva de una raíz que significa literalmente “cuenta”, y aparece por primera vez en el Sepher Yetzirah (s. IV ac). En él se definen los diez sefirot como principios del universo y grados de la creación. En el Zohar se hace una distinción entre la sefirá Kether como Cabeza y Fuente de toda Luz y las nueve sefirot restantes.
Créditos de las imágenes: GOETZ Jean-Pierre
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