A pesar de toda la literatura que existe al respecto, el juicio y muerte de Sócrates, siguen constituyendo un misterio difícil de desentrañar. El viejo filósofo griego, como todos los hombres excepcionales, suma cantidad de opiniones favorables, y otra parecida cantidad de adversarios. Como todos los grandes hombres, Sócrates es difícil de comprender, al punto de que no faltan teorías que le niegan existencia real, y hacen de su persona un mito necesario para la explicación histórico-social de la Atenas clásica.
Se ha acusado a Sócrates de faltar contra el Estado, de no acatar las leyes impuestas en aquel entonces. Incluso hay quienes, llevados por un afán más profundo de investigación, acusan a Sócrates de haber revelado más verdades de las necesarias, incurriendo con ello en el desagrado de las grandes Escuelas de Misterios. Todo esto tiene algo de posible y algo de lógico.
Pero hay una acusación que siempre ha provocado mi indignación, a la vez que dolor y piedad: el reprocharle que estuviese pervirtiendo a la juventud ateniense… ¿Cómo concebir esto en quien había hecho de su vida un magisterio, en quien buscaba la Verdad por encima de todas las cosas y ayudaba a que también los demás la encontrasen? ¿Cómo titular perversión al intento de que cada hombre fuese responsable de su propia personalidad, dominando sus defectos para resaltar sus virtudes? ¿Es acaso perversión el exaltar los valores del alma eterna por encima de la temporalidad mortal del cuerpo? ¿Es signo de perversión el haber sabido morir con las mismas ideas que se sostuvieron en vida, invocando a los dioses con el último aliento? ¿Es pervertido quien, en medio del dolor de la prisión, alienta a sus discípulos con palabras de nobleza y desprendimiento, recordándoles que más sufrirían ellos, que quedaban vivos en la tierra, y no él que podría ver muy pronto a sus divinidades?
Estas son, como decíamos, incógnitas difíciles de resolver.
Durante años pensamos que ciertas “injusticias” sólo tenían cabida en tiempos pasados, cuando la humanidad se encontraba en otros períodos de evolución, y cuando la falta de comunicaciones impedía el reconocimiento de los ideales nobles. Hoy sabemos que esto no es así. Que injusticias ha habido siempre, y que el juicio de Sócrates no ha terminado con su persona.
Hoy, los filósofos de corazón, nos sentimos orgullosos de heredar el anatema y la acusación; nos sentimos enaltecidos al comprobar que si no hemos alcanzado la grandeza espiritual de un Sócrates, hemos logrado igualarle en el dolor interior de sentirnos incomprendidos y combatidos por el mundo circundante, y si no por todo el mundo, sí al menos por quienes no aman la sabiduría, por quienes ven veneno en la filosofía, pues ella puede llevar a la tan temida verdad.
Como filósofa, he visto y escuchado muchas cosas a lo largo de mi vida. A veces se me ha elogiado y a veces se me ha vituperado. A veces se han puesto a mi lado y he conocido fieles y extraordinarios discípulos, y a veces se han rechazado mis ideas como impropias e inválidas. Todo tiene cabida en el juego del mundo de las opiniones, y por ello he aprendido que alabanzas y vituperios se mueven en la inestabilidad del péndulo que va de un extremo al otro. Pero por fin he topado con el juicio socrático: “Nueva Acrópolis degenera a la juventud”.
Y he tratado de hacer un examen de conciencia y llegar al nudo del problema.
Los postulados de Nueva Acrópolis son de sobra conocidos. Aparecen en estas mismas revistas, pueden oírse en todas nuestras charlas y conferencias y pueden estudiarse aún más a fondo en nuestras clases y cursillos. Pero, en síntesis, se pretende una filosofía viva, un amor al conocimiento que no se detenga en las definiciones ni en las palabras vacías, sino que se convierta en una fórmula eficaz y concreta para lograr la propia realización interior. Pensar y vivir: saber y poder. Dominarse a sí mismo para adquirir el más mínimo derecho de dominio sobre las circunstancias. Amar a los hombres y ayudarse unos a otros en el sendero de la evolución. Amar a Dios y aspirar honradamente a una perfección creciente. Colaborar activamente en el momento histórico que nos ha tocado vivir. Ser veraces, sinceros, audaces y abnegados. Pensar que la vida es un período más o menos breve de tiempo que adquiere valor en cuanto lo aplicamos a una causa válida. En una palabra: somos idealistas activos.
Hemos dedicado nuestro mayor esfuerzo a la juventud, porque pensamos que es una etapa de la vida donde la personalidad aún no se ha endurecido del todo, y en la cual todavía pueden inculcarse nobles principios que ayuden a desenvolver una vida útil y dichosa. La juventud siempre quiere hacer grandes cosas, pero casi nunca encuentra causes adecuados para poder hacerlas. La juventud sueña con gestas imposibles, y casi siempre esteriliza el impulso maravilloso de esos sueños en vanas desilusiones que le secan paulatinamente el alma.
La juventud –¡cuántas veces se ha dicho lo mismo!– es la promesa del mañana, siempre y cuando esa promesa tenga sanos principios que pueda cumplir. De lo contrario, ¿qué promete? ¿Liberalidades, vicios, descontento, rebeldía, violencia, desunión, maldad? De todo eso ya estamos hartos. Todos, jóvenes y no tan jóvenes, queremos algo mejor.
Y aun la misma juventud, que en principio suelen reírse de nuestras “anticuadas ideas acropolitanas”, termina por reconocer su eficacia en cuanto las viven mínimamente. Jóvenes desconcertados, aburridos de la vida, sin esperanzas, vacíos de amor y amistad, cuando no sucios y mal vestidos, han sufrido transformaciones importantísimas al contactar con un ideal filosófico. Y esos rostros relucientes de hoy, esas miradas vivas que nos observan, esas manos activas y esas mentes inquietas que aman la vida porque esperan mucho de ella, son nuestra recompensa mayor.
Pero, ahora vienen los “peros”… Hay padres –no muchos por suerte para los hijos– que nos acusan de pervertir a la juventud. Hay quien se ha quejado de que su hijo lee cosas que él no puede comprender, de que ya “no sale con mujeres como antes”… Hay quien se queja de que su hijo –oh, aberración– escucha música clásica los domingos en lugar de frecuentar “sanamente” las discotecas donde acude la gente de su edad… Hay quien se queja de que sus hijos son capaces de cambiar unos días de vacaciones familiares por un examen, una conferencia o un paseo con sus compañeros de Ideal…
Pero –y ahora vienen mis “peros” – esos jóvenes también antes despreciaban la compañía de su familia, también antes llegaban tarde a sus casas, también antes atronaban el recinto cotidiano con música, también antes preferían sus amistades a estar encerrados en sus hogares… El problema es que los valores que antes los atrapaban, no son lo que hoy les preocupan. Aunque mucho de la actitud externa sea semejante, han variado los motivos fundamentales. Ahora se trata de jóvenes que han vislumbrado por primera vez su yo interior, su eterno e invisible compañero, esa personalidad oscura y enterrada que nunca se había manifestado porque desconocía el lenguaje con qué hacerlo.
Entonces sí, es verdad, los hemos “pervertido”: los hemos arrancado de la corrupción callejera, los hemos separado de malas amistades, los hemos disgustado con la droga y la pornografía, les hemos puesto cara a cara con la propia libertad interior que no consiste en gritar más fuerte que el otro. Ciertamente, hasta los hemos lavado y vestido, les hemos inculcado actitudes de damas y caballeros, les hemos enseñado a respetar a sus compañeros, a los seres humanos en general, a su patria y a los símbolos que la representan. Les hemos devuelto a Dios… ¿En qué más podemos pervertirlos?
Si algo más nos cabe, aun dentro de las dificultades que supone trabajar con la juventud, estamos dispuestos a hacerlo. Y estamos también dispuestos a beber la amarga cicuta de la incomprensión, del insulto barato, de las objeciones y los rencores. Lo hacemos porque en los ojos felices de nuestros jóvenes, de nuestros acropolitanos, nosotros también hemos descubierto la presencia infinita y profunda de la Divinidad.
Por todo ello nos sentimos cerca de Sócrates. Otra vez estamos en batalla. Otra vez se nos cae la civilización y necesitamos apuntalarla con la juventud, esa que se define como promesa del mañana. Otra vez debemos un gallo a Esculapio… porque la gratitud nos obliga a reconocernos seguidores de quienes alguna vez lanzaron un reto a la humanidad: Filosofía es Amor a la Sabiduría. Amor a la Sabiduría es Amor a la Verdad, y en la Verdad se encierran todos los valores que ayudan al ser humano a transitar de pie el maravilloso sendero de la Vida.
Créditos de las imágenes: Hillsdale College
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Un artículo claro, valiente y conmovedor. ¡Mil gracias a la autora!