Hace algunos meses dediqué una mañana de mi larga estancia en Roma a visitar la Capilla Sixtina y contemplar los progresos que, de un año a esta parte, se habían hecho en los trabajos de consolidación y limpieza de las famosas pinturas de Miguel Ángel, esas donde el dedo de Dios se acerca al dedo de Adán para infundirle la chispa divina.
Afortunadamente la obra está financiada y en parte ejecutada por extranjeros, y por eso se deja libremente al público circular por el lugar en obras, ya que es costumbre de mis compatriotas, cuando se emprende o simplemente se planifica una restauración artística o arqueológica, comenzar por vallarlo todo, cubrirlo todo, y así por años, con implícito desprecio del público en general y del turismo culto en especial, que va por bellezas y solo recoge las sempiternas imágenes de estructuras tubulares y de lonas y plásticos que, al pasar el tiempo, se afean y dan una lamentable sensación de toldería tercermundista.
Por el contrario, en la Capilla Sixtina, solo un puente la cruza transversalmente casi a la altura del techo, muy pulcramente, dejando a la vista todo lo ya trabajado y también lo que está por hacerse. La diferencia entre las dos áreas es asombrosa y si no supiésemos que la misma mano pintó ambas, no lo podríamos creer, salvo por el dibujo y concepción del conjunto.
Los frescos limpios niegan lo que por siglos se tuvo como cierto: que Miguel Ángel había utilizado colores apagados, misteriosamente sombríos, técnica que influyó en sus seguidores de la época manierista, romántica y neoclásica, y que hizo que los expertos escribiesen cientos de libros en numerosos idiomas destacando estas características umbrosas, que se tenían por verdaderas y seguras. Pero una vez más, los «expertos», a los cuales la opinión pública respeta tanto, se equivocaron.
Miguel Ángel –detalle que no se tuvo en cuenta– era uno de esos genios polifacéticos de la Italia renacentista, en verdad un genial escultor a quien el deseo papal, entonces casi omnipotente, unido a una buena financiación y retribución económica, forzó a pintar esas grandes superficies en el menor tiempo posible. El trabajo fue muy arduo, especialmente en el enorme y abovedado cielo raso. Dícese que Miguel Ángel planificó una estructura de andamios que ya era en sí una maravilla y que le permitió, en edad madura, trabajar a tantos metros del suelo diseñando y pintando hacia arriba, cosa que cualquier pintor que lo haya hecho sabe que es tremendamente difícil y, sobre todo, agotador.
Las actuales restauraciones han demostrado que las famosas sombras y colores tenebrosos son fruto del humo de las velas y de algunas capas de barniz-fijador, de origen vegetal, aplicadas varias veces durante siglos, siendo la última del siglo XVIII. Esos barnices, elaborados frecuentemente con fórmulas secretas que despreciaban el simple aceite de oliva refinado que usaban los romanos de época imperial, daban brillo momentáneo, pero a los pocos años iban cogiendo oxidaciones y reteniendo los humos, de manera que «apagaban» los colores y los viraban generalmente al amarillo, al verde claro y al sepia. Tal vez su única virtud, involuntaria por parte de los viejos restauradores, fue la de preservar, más allá de la vista humana, los colores de los frescos, no siempre estables en ambientes húmedos.
Miguel Ángel, en realidad, pintó sus gigantescas figuras de manera muy funcional, es decir, de forma que el observador las pudiese distinguir claramente y contrastadas las unas con las otras. Esto respondía a la finalidad eminentemente religiosa que tenían, primando sobre criterios artísticos puros que, por otra parte, los fieles asistentes a los oficios desconocían.
Así, lo que sabiamente destaca el director responsable de los actuales trabajos, Fabrizio Mancinelli, es que los colores vivos y planos son los que modelan en realidad las figuras, dando un efecto monumental, con énfasis psicológico de volumen estatuario en donde los desniveles, en realidad, no existen. Los colores planos son casi violentos. Vemos verdes netos, amarillos, violetas «rabiosos», negros puros. Los más oscuros resaltan sobre los más claros y viceversa; los primeros para las sombras y los segundos para las luces. Los intermedios los logró Miguel Ángel sobreponiendo rápidamente los unos sobre los otros. Genialmente conjugados, estos colores planos y sus superposiciones han conseguido que se crea percibir un acrecentamiento de luminosidad a medida que las pinturas se acercan al muro vertical del altar. Como la restauración llegará a esta pared, donde se representa el Juicio Final, entre 1988 y 1992, no sabemos exactamente lo que allí nos espera.
El proyecto de una limpieza a fondo de la Capilla Sixtina, con sus frescos de los siglos XV y XVI, se remonta a varios años atrás y se hicieron los primeros cateos en 1964; pero ante los primeros descubrimientos de que la famosa «tenebrosidad trágica» de las pinturas no era tal, y que se estaba enfrentando un trabajo de mucho aliento y alto costo, cundió el desaliento. La Iglesia católica, propietaria del Estado Vaticano en donde se encuentra la Capilla Sixtina, está muy lejos, en la segunda mitad de este siglo XX, de la época de hace 500 años, y sus intereses artísticos han dejado paso a los político-sociales; por lo tanto, no cabía esperar financiación de millones de dólares para unos doce años de trabajo.
Walter Persegati, secretario general de los Museos Vaticanos, lo sabía, y así pensó en vender derechos de filmación, fotografías y publicaciones para reunir los fondos. ¿Y qué mejor que una cadena de televisión para ello? Pero ni las de Europa ni las de USA juzgaron rentable la aventura. Ya desesperaba Persegati, cuando recordó que durante un viaje a Japón había conocido a Kobayashi, director del diario Yomiuri Shimbum y administrador de la cadena NTV de Tokio. Le recordó, sí, no solo por sus posibilidades financieras, sino por su eclecticismo y misticismo, aunque no fuese ni cristiano ni católico. Ante el pedido del italiano, el japonés respondió afirmativamente de inmediato, demostrando su filantropía sin fronteras, capacidad para asumir un riesgo y, a la vez, un excelente «olfato comercial».
Así nació el proyecto Miguel Ángel y el acuerdo final se estableció sobre las bases de una inversión de tres millones de dólares a cambio del derecho de exclusividad sobre la totalidad de las imágenes televisadas, fotografiadas y filmadas hasta tres años después del final de cada una de las etapas de trabajo: 1980-1984, las lunetas; 1984-1988, la bóveda del techo; 1988-1992, el muro del Juicio Final. Y, por lo que yo mismo vi, el plan se está cumpliendo con puntualidad y eficacia. Por lo cual debemos felicitar a los japoneses y lamentar la cortedad de vista de los europeos, que mostraron tener bastante poco de generosos y menos aún de religiosos, aunque en el presupuesto electoral de sus partidos demócratas cristianos se gasten en una campaña diez veces la suma requerida para reparar la Capilla Sixtina.
Pero la inercia psicológica, la estulticia y el egocentrismo no duermen nunca. Y así se fue desatando, precisamente en aquellos países en los cuales se había negado toda colaboración, una ola de críticas a los trabajos, con las eternas repercusiones políticas, formación de comisiones de «expertos», recopilación de los rumores de salón y callejeros. Todo eso ha llegado hace meses a Italia y conmovido al Ministerio de Asuntos Exteriores, al actual director general de Museos Vaticanos, el profesor Carlo Pietrangeli, al jefe del equipo de restauradores Gianluigi Colalucci, etc.
La Asociación de la Prensa Extranjera de Roma, en el mes de junio del año pasado, organizó una mesa redonda con los críticos, bajo un título lo suficientemente llamativo: «Están asesinando a Miguel Ángel». Los que, por profesión o afición, somos periodistas, sabemos que la mejor forma de autodestacarse y hacer que un trabajo llame la atención es utilizar lo que nuestros inmediatos antepasados llamaban «titulares desastre». Sobre todo para el gran público, este es un anzuelo infalible. En un mundo marcado por el signo de la debilidad y la falsedad, que no se atreve a matar físicamente a quienes son creadores y renovadores, esta es la forma idónea de ejecución de los «herejes». Pero lo que allí ocurrió sorprendió a sus mismos organizadores, pues los asistentes mostraron una agresividad terrible, muchas veces expresada a gritos, y la crítica más suave fue la de que se habían convertido las pinturas de Miguel Ángel en un cómic. No se presentaron estudios serios; todo fue una verdadera marejada de improperios. No sabemos si las casas editoriales que aún guardan stocks de libros sobre «el tenebroso pincel de Miguel Ángel» tuvieron algún gris protagonismo en ello, pero la posibilidad es digna de tenerse en cuenta.
El profesor Carlo Pietrangeli había enviado a todos los asistentes un dossier exhaustivo con detalles técnicos de lo que se estaba realizando en la Capilla Sixtina, pero como es común en estos casos –lo sabemos por experiencia personal– ninguno de los «inquisidores» lo tomó en cuenta y cada uno siguió aferrado al libro de Stendhal, de 1830. Y, para matizar, cada cual citaba las críticas de sus propios compañeros como si de verdades reveladas se tratase, cosa que era lógicamente correspondida con halagos de los demás detractores.
La rueda de prensa fue un éxito de taquilla, reproducida total o parcialmente por periódicos y revistas, por la televisión europea y por infinitas radios. La opinión pública fue una vez más manipulada y mucha gente se alarmó y maldijo a los «profanadores» del arte sacro.
Afortunadamente, los responsables de los trabajos guardaron la calma y continuaron su labor profesional, que iba mostrando un Miguel Ángel que había pintado por encargo papal una obra dedicada al pueblo creyente de manera clara y rotunda, profundamente pedagógica y sin pretensiones de que fuese admirada por la crítica artística del futuro. Miguel Ángel pintó para sus contemporáneos, muchos de ellos analfabetos, una secuencia gráfica de las creencias que eran propias de su época en el campo religioso cristiano. Trató de crear, y lo logró, una inmensa multitud de gigantes luminosos recurriendo a las formas de la Antigüedad clásica, para poner un toque de optimismo y alegría en personajes que, generalmente, se habían asociado a una supuesta maldición de Dios sobre los hombres.
Es de prever que se alcen en los meses, y en los años futuros, furibundas olas de indignación por parte de los nostálgicos de aquel aspecto casi funerario de la Capilla Sixtina y de los comerciantes que tendrán que vender como papel viejo las reediciones que nos hablen de un Miguel Ángel tenebroso. Pero confiamos en que la verdad se imponga y se acepte con el tiempo, más allá de las «leyendas eruditas» que, por lo general, de eruditas no tienen nada.
Esperamos que en 1992 esté finalizado el trabajo en la Capilla Sixtina, sin que los eternos disconformes, espectadores desde el palco, logren detenerlo.
Créditos de las imágenes: Juan de Dios Santander Vela
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En varios artículos y conferencias el profesor Livraga nos dice que prestemos atención a cómo en “La creación de Adán” de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, el tamaño de la mano de Dios es el mismo que el de la de Adán. Un tema para meditar. Semejante a la afirmación de Platón de que el ser humano es un Dios Encadenado, o que se ha olvidado de sí mismo, dentro del infierno de sus pasiones, sensaciones y sueño vegetativo.