Esta necesidad de una condición moral que provenga de una naturaleza esencialmente pura, del mismo Ser, está señalada por Platón en la totalidad de sus obras y, a más de veinte siglos de distancia, por Kant y sus seguidores.
Y no ha habido filósofo que de tal se preciara, ni pensador alguno, que pusiese en duda tal necesidad, aunque con el hundimiento del mundo clásico, esto, tan evidente por sí mismo, se ha condicionado a previas razones teológicas, políticas y sociales, cuando no simplemente económicas.
Al desarrollo de la mecánica instrumental en lo físico, se le asoció un similar proceso en lo metafísico, quedando poco a poco el individuo enterrado en una ciénaga de lo que podríamos llamar “culto al procedimiento” y aun de las procedencias.
Así, la bondad propia del Hombre se condiciona a su religión, al origen familiar, geográfico, racial, y a muchos otros etcéteras que cubrirían páginas enteras que serían un detallado muestrario de prejuicios y superficialidades.
La Humanidad se dejó encandilar por los planes y sistemas, por las formas de los receptáculos antes que por los contenidos. Ante el resquebrajamiento de la plataforma ética se recurre a las fórmulas más o menos utópicas de los recetarios, pues al concebir el mal como algo real –que ya no es la simple carencia del bien, sino una presencia consistente–, se acude a los exorcismos de todos los colores, despersonalizados en lo sobreindividual. El Ser pasa a segundo plano, condicionado a los aparatos que, en hipótesis teórica, crearán, mediante la confesión o la razón, al Hombre perfecto a partir de sus propias imperfecciones.
Una imagen práctica sería pretender que, si apilamos ladrillos de barro de determinada forma y manera, podremos construir una pared de dura piedra, sólida y fuerte, haciendo que la “magia” del conjunto transmute la naturaleza de lo individual y singular.
La masificación espiritual precedió en muchos siglos a las modernas cadenas de montaje y, sin medir la realidad, se creyó que ensamblando lo parcial con lo parcial se daría a luz una criatura pletórica de virtudes y bondades, idéntica a sus precedentes y a quienes le sucediesen. Cuanto más, se admitió la evolución de las formas basada en los fracasos y aciertos de la experiencia. Pero lo importante dejó de ser el hombre para dar prioridad al conjunto de los hombres, como si estos fuesen una mera invención de los sistemas, hombres a los que los propios sistemas darían el derecho a la supervivencia en base a sus adaptaciones y pérdida de toda característica propia… en los casos de que esta fuese aceptada como tal.
Los productos de las cadenas de montaje serían calificados según de dónde proviniesen, es decir, según qué sistema los había engendrado.
Los cristianos eran buenos; los “paganos”, malos.
A Santiago se le hace “matamoros”.
Los nobles tienen “sangre azul” y los demás son “villanos”.
El pueblo es bueno y los reyes son malos… ¡Viva la guillotina!
El obrero es bueno y el industrial es malo.
El militar es más válido que el labrador, o viceversa.
El “pueblo elegido”… “el pueblo de Dios”… En definitiva, los “buenos” que, para existir, necesitan de los “malos”.
Y ese común denominador colectivo hace que se hable de los cristianos, los judíos, los musulmanes, los ateos, los blancos, los negros, los ricos, los pobres, los sabios y los ignorantes. Es el racismo de todos los colores.
Esta masificante aspiración a una redención colectiva, y a una destrucción también colectiva de quienes no participasen de tal o cual redención, clase o partido, pone toda la esperanza en los sistemas, credos, razas y aceptaciones. El hombre singular pierde importancia. Y hasta se hace inconcebible alguien que no esté insertado y militando en el partido o la secta de moda.
Sin embargo, el fracaso fáctico del comunismo, el fascismo, el nazismo y el capitalismo con sus respectivas características políticas, sociales y económicas, ha sembrado en el pueblo la duda sobre la eficacia de los sistemas. A pesar de que, tal vez orquestados por poderosas fuentes de poder, casi todos los pueblos de la Tierra claman por la democracia y el derecho al voto, a la hora de acercarse a las urnas, una media del 50% rehúsa hacerlo, o donde ello es obligatorio, se vota en blanco o se boicotean deliberadamente las listas prefabricadas por el sistema.
Con excepción de algunas modalidades del islam, en las religiones pasa otro tanto, y aunque en los mapas demográficos siga apareciendo, por ejemplo, que Italia es católica, en la realidad las iglesias están llenas de turistas curiosos, los monasterios vacíos, convertidos en sedes de encuentros ajenos a la religión, y el mismo Papa es objeto de bromas sobre su nacionalidad o sus costumbres. Evidentemente, lo que tradicionalmente se entendió por “sagrado” está muy lejos de todo esto.
Es aceptable que la solución de este problema pase por el simple entendimiento de que lo que realmente importa no son los sistemas, sino los hombres que los integran. Y que la calidad moral de estos hombres es lo fundamental.
Poco importa ya que un país esté gobernado por “derechas” o “izquierdas”, que su régimen sea presidencial o monárquico. Lo que es válido es si el hombre o los hombres responsables de la administración de un país son gente buena, honrada, justa, valerosa y cabal.
El peor de los sistemas, si está integrado y conducido por hombres buenos, trae felicidad al pueblo, riqueza, bonanza y paz. El mejor de los sistemas, si sus gobernantes son personas carentes de moral, será un suplicio para los gobernados.
El mito de la redención colectiva a través de los sistemas ha demostrado su falibilidad. En el transcurso del tiempo, el más organizado y natural de los sistemas se desmorona pronto si no está sostenido por hombres y mujeres de honor, morales, en una palabra: BUENOS.
Lo que necesitamos no es que triunfen determinadas facciones o sectas políticas ni sociales ni religiosas. Lo que necesitamos son hombres buenos y que a esos hombres buenos, reconociéndolos como tales, se les deje tener las máximas responsabilidades en todos los terrenos. Si así se hiciese, ellos las aceptarían, no por ambición, sino por espíritu de generosidad y solidaridad.
Si volviendo a Platón, el buen zapatero tiene el deber de hacer zapatos para todos; el buen sastre, ropas para todos, etc., el que se gobierna a sí mismo, el que domina sus pasiones y endereza sus ideas con la fuerza de su voluntad ha de ser el más apto para aplicar aquello que en él es ventajoso a todos los miembros de su comunidad.
Si logramos respaldar a los hombres buenos y les damos los instrumentos culturales necesarios, estos pueden integrar cualquier forma de gobierno, pues cualquier forma de gobierno, en sus manos, será eficaz.
Si es un hombre bueno el que está al frente de una religión, cualquiera que esta sea, despertará en sus creyentes la presencia de Dios, pues la verán en él reflejada y posible.
Si un hombre bueno se dedica al arte, a la ciencia o a cualquier actividad, esta se verá iluminada por su propia bondad, no importando el camino que tome, pues en su bondad ha de escoger siempre el mejor.
Es necesario concienciar que no basta con cambiar del siglo XX al XXI para que cesen los racismos, las persecuciones, los enriquecimientos ilícitos, los genocidios; sino que hace falta cambiar “por dentro”, esotéricamente, para que las máquinas contaminantes de los sistemas den paso a los hombres buenos.
Es preciso encontrarlos, señalarlos y apoyarlos.
Para un hombre, no hay enemigo mayor que otro hombre, si este es malo, ni mejor amigo y ayuda que otro hombre, si este es bueno.
Seamos valientes y empecemos a tirar a la caja de desperdicios de la Historia los sistemas nefastos que nos rigen, para que, sobre sus escombros, pueda caminar ese Nuevo Hombre, cuya característica principal es la de ser bueno.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
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Muchas gracias nuevamente a Nueva Acrópolis. y recordando las palabras del Prof. Livraga, que esa característica principal que es la de Ser Buenos la mantengamos viva cada día. Atte Karin