Este es indudablemente un tema polémico. Es algo que interesa, atrapa y llena, y por esto lo he elegido. Es tan actual y directa la liberación del hombre, se presta a tantas conclusiones y respuestas, que hoy mismo –hace muy pocas horas– me preguntaban si me iba a referir a cómo el hombre puede liberarse definitivamente de la mujer, o viceversa.
Quiero explicar que no, que me voy a remitir al género humano, a aquello que llamamos “hombre”; a eso que se distingue dentro de la Naturaleza por una serie de propiedades, que padece dentro del ámbito de la naturaleza, una serie de dolores, entre los cuales se encuentra el no alcanzar precisamente esta liberación que pretende.
Tal vez creamos que estamos ante un tema de total actualidad, absolutamente moderno, muy propio de nuestro siglo, de nuestra manera de pensar y de ver las cosas. Sin embargo, no es exactamente así. Aquel o aquellos que alguna vez dijeron “no hay nada nuevo bajo el sol”, no se equivocaron en absoluto.
Yo creo que al Hombre le preocupa su liberación desde el mismo momento en que es Hombre, y esta condición no empieza en el siglo XX. Los seres humanos hemos llegado como tales a esta época, porque arrastramos tras nosotros una larga trayectoria evolutiva, en la cual encontramos esta misma pregunta, esta misma inquietud, este mismo dolor, esta misma necesidad de liberación infinitas veces.
En todos los tiempos, en todas las civilizaciones topamos con esta problemática. A veces puesta de una manera y a veces de otra, dependiendo de los tiempos y de los hombres. No todos emplean la misma forma de hablar, ni a todos les preocupa la liberación desde el mismo punto de vista. Pero todos han buscado la liberación del hombre.
En todos los tiempos y civilizaciones se han propuesto respuestas y soluciones para que el ser humano pueda alcanzar la liberación. Y henos aquí en pleno siglo XX –sin habernos liberado aun indudablemente– planteándonos reiteradamente la eterna interrogante y tratando de buscar una vez mas una satisfacción.
Claro está que para poder esbozar una solución ahora, aquí, necesitamos liberarnos de dos prejuicios que considero fundamentales.
Primer prejuicio: considerar que todas las alternativas que se propusieron alguna vez en el pasado, no sirven absolutamente para nada en el día de hoy.
Esta visión arbitraria nos resta gran cantidad de posibilidades, y llegamos a ella por un exceso de vanidad que nos hace plantear las cosas de la siguiente forma: en el mundo pasado los seres humanos no tuvieron tantos conflictos como tenemos ahora, fueron diferentes problemas. O bien, en el mundo pasado no tuvieron tanta inteligencia como tenemos ahora para resolver las dificultades.
Sin más, decidimos que todas las soluciones anteriores no nos sirven para nada y esto nos coarta de entrada.
El segundo e importantísimo prejuicio es el creer que todos aquellos que nos hablan de “liberación”, que constantemente repiten y repiten la palabra “libertad”, son seres libres.
Este es un grave prejuicio, porque ¿quiénes son los que más hablan del agua y de la necesidad de beber? Los sedientos. ¿Quiénes son los que más hablan de pan y la necesidad de comer? Los hambrientos. ¿Quiénes son los que más hablan de libertad y de la necesidad de liberarse? Los esclavos.
De modo que no creamos que porque alguien nos hable y nos repita la bendita palabra libertad, nos encontremos ante seres que han descubierto el secreto de obtenerla y lo han aplicado sobre sí mismos constituyéndose en seres liberados.
Si analizamos estos dos prejuicios, probablemente tengamos que llegar a un par de conclusiones. Una de ellas: si con un poco de inteligencia aprovechamos los frutos del pasado, podremos obtener una mejor cosecha en el presente. La otra: todos, absolutamente todos, en alguna medida somos esclavos. Todos carecemos de libertad, todos buscamos liberación; por lo tanto, no tenemos aquello que necesitamos y por eso hablamos de ello. Todos en conjunto participamos de la inquietud de la liberación del Hombre.
Si aceptamos que nos falta, si admitimos que adolecemos de libertad, es muy probable que comencemos a caminar en su búsqueda, y entonces alcancemos algo de aquello que anhelamos.
Echando una mirada hacia el pasado, nos llevaría horas y horas mencionar las formas bajo las cuales, distintos pueblos han tratado el tema de la falta de libertad y la posibilidad de liberación.
Creo que podemos emplear un ejemplo que es síntesis y engloba a todos los demás, que tiene una propiedad entre filosófica y religiosa de abarcar todas las postulaciones, todas las maneras de enfocar el problema y todos los modos de sugerir resoluciones.
Me refiero al tantas veces mencionado “mito de la caverna” de Platón. Este es un mito muy viejo; atribuirlo a Platón equivale simplemente a reconocer que aparece en un capitulo de su libro La República. Pero el mismo Platón nos aclara que este mito es muchísimo más viejo, que él no se atreve a darle edad, pero que sí sabe que viene desde el fondo de los tiempos y se refiere a un problema que nos aqueja desde épocas inmemoriales. Repasemos por un instante el mito de la caverna.
Supongamos una caverna que es un antro –algo que sea semejante a un cine o a un teatro actual– donde una gran cantidad de seres humanos están sentados, encadenados entre sí y mirando hacia el fondo de la caverna hacia el fondo de ese cine prehistórico o protohistórico.
Supongamos que por la parte posterior de la caverna, por la entrada que nadie ve, pasan una serie de figuras, personajes, hombres, animales que portan cosas. Debido a un fuego que arde en esta entrada todas estas figuras se reflejan sobre el fondo produciendo imágenes. Los seres que están atrapados, encadenados que nunca han estado fuera, que nunca han conocido otra cosa miran las imágenes y dicen muy satisfechos: “esta es la vida, esta es la realidad. No hay otra cosa”. Y viven así…
Nos cuenta Platón que en un momento determinado, uno de estos hombres logra romper sus cadenas, se levanta, se separa, trata de salir. No le es muy fácil evadirse, puesto que teniendo los ojos acostumbrados a la perpetua oscuridad, cuando emerge de la caverna encuentra que la luz natural le deslumbra totalmente, y aun le impide ver las cosas. En un primer instante dice: “¡Qué hice! ¡Para qué he salido! ¡Me he vuelto ciego!”
Mas cuando acostumbra sus ojos a esta nueva claridad, a esta luz del sol que no es ficticia, a esos objetos, cosas y seres que ya no son sombras sino realidades, advierte el error en el cual había vivido inmerso durante muchísimo tiempo. Descubre eso que se llama realidad y, embriagado por su propia liberación, siente la indispensable necesidad de retornar a la caverna y contar a sus compañeros que es lo que pasa fuera de allí.
Platón muy hábilmente deja el mito casi a medias, porque nos cuenta que cuando este hombre que salió retorna, nadie le cree. Él dice que hay otros objetos, que las cosas no son las sombras, que estas son reflejos. Que hay otras realidades mucho más tangibles, mucho mas vivas, más luminosas.
Pero quienes han vivido continuamente atrapados, lo miran y lo consideran loco. Y, es más, le persiguen y le niegan. El mito de la caverna queda en esta irresolución que es la misma en la cual nosotros proseguimos, puesto que el mito no tendrá un final hasta que los hombres liberados lo escriban.
Se trata de alcanzar esta liberación.
Analizando muy brevemente el mito, podremos sacar una serie de conclusiones. La más dolorosa de todas: que los hombres encadenados, esclavizados, no son en absoluto conscientes de su situación. Es más, disfrutan con ella puesto que es la única que conocen al no concebir otra posibilidad; les parece que fuera de esto que están viviendo, nada es posible, real y alcanzable.
Segunda conclusión: esa caverna –como nos pregunta Platón– ¿quién la ha montado? ¿Quién ha creado este sistema esclavizando a los hombres? ¿Quién les habla continuamente de libertad, pero ajusta también todos los días las cadenas para que no se les ocurra zafarse de la situación en que se encuentran? ¿Dónde están, como les llama Platón, los oscuros amos de la caverna? Nunca aparecen, no sabemos desde donde la manejan ni que intenciones llevan.
Otra conclusión más: todo aquel que sale de la caverna, todo aquel que verdaderamente se libera, no es muy creído ni aceptado; por el contrario, es rechazado.
Y todavía otra conclusión: la caverna perdurará mientras exista la ignorancia. Mientras no haya en cada persona una necesidad absoluta de saber, de lanzarse, de conocer, de vivir, de abrirse, la ignorancia será como un pesado manto que le atará al asiento, a las cadenas y a los compañeros de la caverna.
Aparentemente podemos salir, movernos, caminar, hablar, opinar, decir, hacer, dejar de hacer… Pero seguimos en la caverna… Es muy sutil y tan fantásticamente montada, que hasta tiene la maravillosa propiedad de que no se advierte. Pero dentro de ella –estoy segura– existen seres que continuamente forcejeamos contra las cadenas e intentamos salir. Y también es cierto que hay otros seres que estamos casi a punto de asomarnos a la salida de la caverna, a ver que nos depara la realidad de las cosas, la verdadera visión de lo que nos rodea.
Cuando iniciamos el camino hacia el exterior, necesitamos tener una serie de seguridades, y nos preguntamos: ¿Es la libertad material la única que podemos considerar? O interrogando esto de otra manera, ¿liberando nuestro cuerpo, alcanzamos la liberación? Analizamos si dejando que el cuerpo haga todo lo que quiera, nos podemos considerar totalmente libres, o tal vez deberíamos tener en cuenta otras formas de liberación, que podríamos llamar psicológicas, mentales, espirituales.
Por poco que pensemos llegamos a la conclusión de que la libertad del cuerpo no es la única que existe, y ni siquiera la más peligrosa, puesto que la carencia de las otras libertades –la psicológica, la mental, la espiritual– son sutiles y penetrantes, se pueden manejar hábilmente haciendo que la caverna siga y siga por siempre jamás.
Al considerar que la libertad física es la única que nos satisface, caemos en la pobrísima concepción del ser humano como trozo de carne con ojos. Y como estoy segura de que nadie se considera a sí mismo nada mas que esto, buscará indudablemente otras formas de liberación.
No nos llena completamente el sacar las cadenas de nuestras manos; con tener las manos físicas libres, no es suficiente.
Ahora nos preguntamos más hacia el fondo de la cuestión: ¿Qué es la libertad? ¿Qué es la liberación?
Vamos a suponer que llamamos libertad a no estar sujetos a una serie de condiciones o de acondicionamientos. Y vamos a llamar liberación a los actos mediante los cuales llegamos a esa libertad.
Hay una manera muy fácil de considerar la liberación; la que tenemos al alcance de la mano; es decir, lo que quiero, digo lo que quiero, vivo como quiero y me he liberado. Pero tampoco esto es tan fácil. Todos aquellos que dicen “yo hago lo que quiero”, ¿hacen realmente lo que desean, o llevan a cabo lo que se quiere que hagan? Porque esto es también bueno preguntárselo.
Si hiciésemos un análisis estadístico –que ahora esta tan de moda en nuestro siglo– veríamos que todos los que dicen “yo hago lo que quiero”, están realizando una serie de cosas que están de moda, que están estipuladas, que son aceptadas por la opinión general del momento.
Si le preguntamos a alguien: “¿Por qué usas ropa arrugada?” Nos contestan: “Porque visto como quiero”. Mas resulta que ahora está de moda usar la ropa arrugada, porque la ropa planchada es “retro”. Sin embargo, esa nueva “moda” se ha impuesto a través de miles de figuras, de revistas, de escaparates, etc. Por personas que necesitan que estemos arrugados y despeinados –porque planchados y peinados parecemos otra cosa– pues es mucho más fácil mantenernos en la caverna.
Cada vez que se asegura “yo hago lo que quiero”, habría que averiguar donde está ese “yo”, si ejecuta realmente lo que quiere, si sabe lo que quiere, para qué y cómo debe hacerlo.
Existe la libertad fácil, tonta; esta es la infantilidad de decir “porque me gusta, lo hago”. Es lo mismo que si estamos hablando con una persona, esta nos diga de repente: “Oye, te dejo, porque tengo sueño en este momento”. Pensaremos que está totalmente comido por sus pasiones, por sus necesidades y no le importa nadie excepto sus reacciones físicas.
¿Podemos llamar libertad a esa dependencia absoluta de los instintos? ¿Podemos llamar libertad a la necesidad absoluta de drogas o de estimulantes para poder tener una cara presentable, puesto que si no bebemos o no fumamos resulta que no somos gente, y no podemos evadirnos de las angustias existenciales?
¿Podemos llamar libertad a esa imperiosa búsqueda de bienes, títulos y honores, sin los cuales no nos sentimos seres humanos, porque si no nos apoyamos en cosas materiales no sabemos ni quiénes somos, y consideramos que no valemos nada? ¿Esto es libertad?
¿Es la mejor libertad la del que tiene un temor horroroso a quedarse a solas consigo mismo? A esta “libertad” nos han llevado… A esta “liberación” nos han conducido…
Somos tan “libres” que no tenemos miedo, y en lugar de descubrir ese misterio que representa nuestro propio ser, huimos de él a través del ruido, de estar siempre con gente, de conversaciones banales, de revistas tontas, de películas pornográficas. De cualquier cosa con tal de no estar un minuto con nosotros mismos.
¡Nos hemos liberado! Mecánicamente se hacen todas las cosas, desde el primer momento del día hasta el último. Hay máquinas que cosen, que lavan, que planchan, que acomodan las cosas. Otras sacan automáticamente los resultados matemáticos; ya no hay necesidad de sumar, ni de restar, ni de multiplicar, ni de dividir, ni de nada.
Así terminamos rápidamente todas las tareas y nos encontramos con que el día tiene una gran cantidad de horas. Entonces nos preguntamos: “Y ahora, ¿qué hago? ¡Ay triste de mí! Y estas horas que me sobran ¿para qué las quiero?” Porque nos hemos liberado naturalmente, ahora trabajamos poco. Y cuando tenemos un exceso de tiempo, no sabemos en que aplicarlo. Naturalmente surge el vicio porque es la forma más fácil de caer.
Muchas veces me cuentan relatos que son tan graciosos que ni me los creo, pero justamente los utilizo como ejemplo para mis charlas, porque considero que todas las historias vienen de algún lado.
Parece ser que –hace no mucho tiempo– a un psicólogo llegó una señora, ama de casa muy feliz, que había vivido toda su vida contentísima cuidando de su familia, de lo que ella consideraba su vida, los suyos. Su familia había ido mejorando económicamente y pudo conseguir todos los aparatos eléctricos que quiso. De modo que alrededor de las cinco de la tarde ya no sentía nada más que hacer.
A partir de esa hora comenzaba a llorar. Le venía la angustia al ver que ni su marido ni sus hijos estaban en casa. Cuando llamaba a sus amistades, no las podía encontrar porque cada cual estaba en lo suyo. Y lloraba, lloraba largamente, porque desde las cinco de la tarde se sentía muy sola.
Se había liberado completamente, pero se había encontrado con una gran enemiga, pues parece ser que es muy difícil hallar la verdadera liberación.
Una pregunta que también esta muy de moda: “Liberación y obediencia, ¿son absolutamente opuestos?” Tal como se nos plantea ahora la vida, no hay dos cosas más disímiles que “libertad” y “obediencia”. El hombre libre no obedece; el que obedece es un esclavo. Pero las cosas no son así.
Habíamos dicho que conseguimos libertad cuando dejamos de estar sujetos a una serie de condicionantes, pero al cesar las ataduras de una situación, dependemos inmediatamente de otras. Nadie puede estar suelto en el aire, nadie puede estar totalmente desatado.
Partiendo de la base de que estamos sujetos al cuerpo mediante el cual nos manifestamos, y que para liberarnos de él no nos queda otra alternativa que el suicidio –y yo particularmente pienso que ni eso, porque el suicidio no toca el alma inmortal y otra vez nos volveríamos a enfrentar con nuestra propia inercia–; si partimos de la base de que ya estamos sujetos a algo, ¿Cómo pretender no estar agarrados a nada? Siempre obedecemos a algo; lo importante es saber a qué.
Aquel señor de mi ejemplo que decía “yo hago lo que quiero”, hacía lo que quería, pero se sometía a algo: a una moda, a un sistema, a algo, pero seguimos siempre algo.
De modo que hay formas de obediencia que pueden esclavizar y otras que pueden liberar. Las formas de obediencia que esclavizan son las que llevan a una persona a aceptar por fuerza una moda por no tener la capacidad de pensar. Las cosas vienen hechas de una determinada forma y guste o no, ya que se usa, se aceptan. Formas de obediencia que esclavizan es admitir una moda porque tenemos miedo de que se rían de nosotros si somos diferentes. Si todos van vestidos de blanco, se busca ataviarse de este color; mas no porque agrade –posiblemente se quiere escoger en tono verde– sino para evitar la burla de ir en contra de la generalidad.
Lo anterior es una forma de obediencia que esclaviza, puesto que en el fondo hay algo que se levanta contra ello.
Otra forma de obediencia que esclaviza es el intentar parecer lo que en realidad no somos. Personalmente conozco –por el hecho de estar trabajando con jóvenes diariamente– a varias personas que confiesan que en determinadas épocas de su vida han tenido que fingir que pensaban de cierta manera y hacían y decían las cosas que necesitaban, porque de lo contrario no eran aceptadas dentro de su grupo de amistades.
Si hubieran llegado a confesar lo que de verdad sentían, hubiesen sido absolutamente rechazados, tachados de tontos, de anormales, de imbéciles, de retrógrados. De modo que pagaban un tributo para pertenecer a un grupo de amigos: aceptar lo que el conjunto pide, aunque en realidad se trate de una gente que ni piensa. Hoy lo importante es parecer; ser es muy difícil.
Claro está que hay más formas de obediencia que esclavizan, sobre todo aquellas que siguen el fácil ritmo de la caída y no el difícil sendero de la subida. Muchos hombres famosos han hecho hincapié –y ahora me viene a la memoria rápidamente lo que decía Napoleón al respecto– que fácil es bajar y difícil es subir. Y nada más cierto, desde una escalera hasta la evolución humana.
Bajar, se refiere a lo fácil, a lo simple. Ahora quiero beber y bebo; sentarme y me siento; tengo sueño y duermo; si quiero comer, como; y si ahora me apetece de repente marcharme, me largo. Así en plan bruto, es muy fácil. Siempre hacia abajo…
En cambio intentar superarse, acomodarse, elevarse, dominarse, eso es difícil. Aquí nos encontramos con las obediencias que liberan. Aquí nos encontramos con que podríamos hacer caso por una vez en la vida a ese ser interior, a ese tesoro extraordinario con el cual todos estamos dotados, pero el cual muy pocos nos atrevemos a buscar.
Si seguimos esa voz interna, a ese yo recóndito, a eso que se puede llamar conciencia, alma, yo superior –¡qué importa cómo se le llame! – si respetamos a aquello que de verdad nos habla, y que lo hace con palabras e ideas verdaderas, comenzaríamos a liberarnos, puesto que eso que se manifiesta desde el fondo, es en verdad la esencia de lo que somos nosotros mismos.
Si obedecemos un poco mas a las leyes de la Naturaleza –a las que tanto y tan seguido nos complacemos en quebrantar– es probable que nos liberemos con mayor facilidad. Nada más sencillo que observar como actúa la Naturaleza y tratar de avanzar hacia ella; pero no, aunque lo veamos, hacemos exactamente lo contrario.
Vemos que en la Naturaleza todo es ordenado y nosotros desordenamos. Palpamos que todo es cíclico, que en la Naturaleza se repiten los días y las noches, las estaciones, las mareas con sus flujos y reflujos. Pensamos que es una casualidad y no se respetan los ciclos.
En la Naturaleza todo tiende a un ritmo de vida y todo se manifiesta de una manera exacta y metódica; pues decimos que el orden y el método no sirven. Siempre estamos al revés de lo que estamos viendo a nuestro alrededor.
Tanto es así que hemos llegado a perder algunos de los sentidos más maravillosos de la obediencia, cuando esta se transforma en disciplina. Disciplina que no tiene por que ser forzosamente un látigo, sino esa que es orden, armonía, belleza y ritmo. La disciplina no tiene que ser forzosamente un castigo, aunque en el fondo reconocemos que merecemos la sanción, o lo esperamos porque sabemos que diariamente quebrantamos lo que no debemos quebrantar.
En general podemos comparar la disciplina con todo aquello que ha plasmado las mejores obras de arte en el mundo. ¿Por qué no vemos la disciplina en lo que ha plasmado las ideas de los místicos más excelsos, de los poetas mas inspirados? ¿Por qué no es disciplina el orden con que todo se desenvuelve a nuestro alrededor? ¿Por qué no es disciplina la forma en que los planetas giran alrededor del Sol? ¿Por qué no es disciplina la luz que asoma todas las mañanas sin que nosotros nada le pidamos al Sol? ¿Por qué esto no es orden, ritmo, belleza y armonía?
La razón es que sencillamente hemos tergiversado los conceptos más fundamentales de la existencia, sin advertir que quien aprende a obedecer a estos principios sencillos, naturales, pero superiores, desarrolla en sí la más preciosa de las llaves, el más grande de los impulsos: la fuerza de voluntad. Con este empuje, el hombre es incapaz de decir “yo hago lo que quiero”, pero sabe lo que quiere y sabe cómo lo va a lograr.
La liberación no es un vestido que se pone desde afuera y nos va marcando como si fuera un rótulo, para que digan de nosotros “este es un hombre liberado”. No. La liberación es algo que viene desde adentro, que comienza manifestándose en los principios más sutiles, y que se plasma poco a poco hasta que asoma también en el mundo exterior, en nuestro cuerpo, en la luz exterior de nuestros ojos.
Ahora vamos a explicar lo que representa una psiquis liberada. Una psiquis liberada significaría para nosotros no más temor, no mas angustia, no mas vivir continuamente sin saber qué vamos a hacer con nuestros días, con nuestras hora; para qué nos levantamos, para qué existimos, para qué vivimos. Sería acabar definitivamente con esa angustia existencial. Y además, para una psiquis liberada indicaría el encontrar el sentido profundo de la más manoseada de las palabras y del menos aplicado de los sentimientos: el amor. El amor que los grandes filósofos han definido como la extraordinaria fuerza que une a todas las cosas, célula con célula en todo el universo.
¿Por qué no sabemos nada del amor? Porque nuestra psiquis se arrastra como un gusano proyectado a través de la vida; porque no sabe lo que es el sentimiento; porque a lo sumo ha experimentado lo que son las pasiones que comen, pero no sabe lo que es levantarse ni volar. No sabe lo que es el amor al que los griegos pusieron un par de alas y llamaron “Pteros” –el Pteros alado– en contraposición al “Eros” sin posibilidad de levantar un solo paso por encima de la tierra.
Veamos por un instante lo que significaría una mente liberada. Significaría que podríamos acabar con la duda, con ese tremendo corrosivo que es la incertidumbre. Ese no saber si las cosas están bien o están mal, ese no atreverse nunca, no decidirse jamás. Y colocar en lugar de esa vacilación un certero conocimiento, un buen sentido común; una posibilidad de comparar.
Sé que las comparaciones no suelen ser agradables, pero nadie dijo nunca que la verdad tenga que ser forzosamente agradable. Cuando se sabe es necesario a veces comparar, porque de una correcta confrontación ha de venir una adecuada elección. Una mente liberada no duda, conoce y selecciona. Y no sólo elige, sino que se hace responsable de la elección. Es capaz de decir: “Alto, firme y hacia arriba. ¡Yo he elegido esto! ¿Me equivoqué? Comenzaré de nuevo. ¿No me equivoqué? ¡Bendito sea! Pero fue mi decisión. Así lo he escogido”.
Pensemos ahora lo que significaría tener el espíritu liberado. Sería esa fantástica propiedad de escaparse de la cárcel de la materia, de reconocer a Dios más allá de todas las vestiduras y de todos los tapujos con que los esclavos de todos los tiempos han intentado ocultarlo. Yo sé que es difícil tocar este tema, pero sí que en el fondo de cada ser late una conciencia de aquello que –llamamos Dios o como queramos denominarlo– representa un principio, un origen, una semilla, una causa de la cual todos dependemos y hacia la cual todos tendemos, porque sentimos que no basta, que no alcanza, con lo que simplemente somos ahora.
Si tuviésemos esta liberación interior, psiquis sana, la mente sin dudas y el espíritu con capacidad de volar, ¿no lograríamos también por fuerza un cuerpo liberado? Como consecuencia de todo lo mencionado vendría el más disciplinado, el más natural, el más sano de los cuerpos.
Creo que exageraríamos un ápice si asimilamos que el ser “liberado” es ser Hombre; así, con mayúsculas. Ser Hombre. No ser piedra, ni planta, ni animal, ni siquiera hombre, sino Hombre.
Por eso decíamos al principio de esta charla, que tal vez conviene repasar la historia y recordar cómo los antiguos también tocaron este tema que hoy tanto duele.
Decían los griegos que en épocas muy lejanas, cuando el hombre andaba desesperado, desorientado en medio de grutas y cavernas –tal como la de Platón– solo, aterido; temeroso ante las fieras, sintió Prometeo una gran piedad por ellos, y pasando por encima de todas las prohibiciones, pasando por encima de sus propias fuerzas, cogió el fuego de los dioses, lo trajo a la Tierra, y colocó una chispa diferente entre los hombres.
Cuenta la tradición que estos hombres pudieron salir de sus cavernas, que ya no tuvieron más miedo, que ya no sintieron más dolor, ni soledad, ni congoja. Que fueron por primera vez Hombres.
Es por eso por lo que decimos que ser Hombres es diferenciarse, ser distinto de la fiera, ser contrario de la planta que solamente vegeta. Ser opuesto al animal que se satisface cuando sus instintos están hartos. Es dejar que esta chispa diferente penetre y nos saque de esta oscuridad. Esa chispa nos diferencia; nos hace seres humanos.
Para hablar de esta liberación, de esta diferenciación, ha habido muchas llaves, formulas y sistemas. No es mi intención ahora exponer todos estos sistemas, pero sí hacer referencia a la llave de las llaves, al sistema de los sistemas, al comienzo de todo camino hacia la verdadera liberación.
Cuando los antiguos nos decían “Conócete a ti mismo”, nos pusieron en la mano una de las claves, fórmulas y sistema mas importantes. Si lo pensamos bien, nos daremos cuenta de que conociéndonos a nosotros mismos, captando el misterio humano, de pronto, se puede percibir toda la Naturaleza que nos rodea. Sabiendo nuestra compleja incógnita, entendiendo como es que el ser humano no consta tan solo de su apariencia, sino que dentro de sí vibran y conviven distintos principios, como esa psiquis a la que hacíamos referencia junto con la mente y esa fuerza espiritual que le lleva hacia otros fundamentos y otras raíces- podemos llegar a conocer un poco mejor el Universo que nos circunda.
Observando el pequeño átomo, se prevee el gran sistema solar; y es por esto por lo que se hablaba de liberación, pero ya no del tipo escapista, ni del que no quiere ver su realidad. No es la liberación de mentira, del niño que esconde su cabeza bajo una manta y piensa que ya no hay nada más alrededor suyo. No. Esa es una liberación pasajera y ni siquiera merece llamarse así.
Se trata de la liberación de “conócete a ti mismo”, saber quién eres, cómo eres, de dónde vienes, a dónde vas, por qué estás en la vida.
Es una liberación que no se apoya en la fácil disculpa de las circunstancias eternas. Una liberación que no exige responsables a cada paso de todo lo que nos sucede; que no echa la culpa a los demás de todo lo que nos pasa; que no despotrica contra la vida a cada paso porque no supo sacar nada de ella.
Es una liberación diferente. Es el fuego de Prometeo –o como se le quiera llamar– es la chispa sagrada, o como apetezca denominarla. Es en sí el principio que diferencia al hombre de todas las demás criaturas o cosas, y que –haciéndolo Hombre– lo libera.
Por esto deseamos profundamente, no solo poder hablar de la liberación del Hombre, sino que en cada ser humano estalle ese fuego divino como si un Sol se expandiese en el interior, poniendo luz en cada uno de nosotros.
Anhelamos vehemente que cada uno de nosotros sienta esta claridad dentro de sí, y como el viejo Hombre de la caverna de Platón, sienta infinito amor, inmensa piedad y vuelva su mirada y sus manos hacia todos los demás. Y regrese con su luz, su claridad y su liberación a tender una mano, una palabra, un corazón, para todos los hombres que – siendo sus hermanos- buscan por esa razón la misma liberación.
Créditos de las imágenes: Christian Paul Stobbe
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