El tema que hoy hemos escogido es el de los hombres sin futuro. Los temas, para nosotros, son siempre una excusa para conversar, para este contacto de corazón a corazón, en donde yo voy a tratar de captar de vuestras propias almas, de vuestro propio interés, aquello que es bueno que conversemos. Esta es, por tanto, una reunión de amigos de un mundo nuevo, de un mundo mejor; es una reunión de aquellos que aún tienen esa curiosidad que es la base de toda filosofía. Sabéis que la palabra filosofía significa la tendencia hacia la verdad, hacia aquello que es cierto, hacia aquello que es inconmovible.
Hoy observamos un fenómeno muy grave: la gente no cree en el futuro. La gente trabaja para el hoy, como decían los existencialistas de los años 60, para el aquí y para el ahora. Desde los más altos niveles de Estado hasta los particulares, todos, más o menos, trabajan sin sentir el futuro, como si el futuro no existiese. Es cuestión de vivir hoy, es cuestión de hacer las cosas hoy. ¿Y mañana? Mañana, ¡quién sabe si hay mañana! Este es un fenómeno que observamos no solamente en España, sino a nivel mundial. En todo el mundo se trata de solucionar algo ahora, pensando que no va a haber mañana.
Además, una ola subconsciente de catastrofismo está sacudiendo los pensamientos. Están quienes temen la venida cíclica del cometa Halley; están quienes creen que la humanidad va a terminar en el año 2000, y quienes piensan que es inmediata una gran conflagración atómica que arrasará todas las formas de vida del planeta. Es decir, que hay una especie de conjunción de malos vaticinios, que nos lleva a pensar que no hay futuro o que el futuro es terrorífico, que no vale la pena trabajar ni hacer nada que sea perdurable porque, ¿para qué esforzarse, si total, pocos lo han de ver? ¿Para qué construir nada que sea fuerte, robusto, que aspire a llevar nuestro mensaje a través de los milenios si no hay milenios por delante? ¿Para qué hacer aquello que dicen que hacía el Greco –que cerraba todas sus ventanas cuando pintaba, y tan sólo tenía un velón para iluminar los colores de su paleta, para que de todas las figuras surgiese la luz– si no va a haber gente que vea las figuras que nosotros pintamos?
Hay una especie de pesimismo, y ese pesimismo, verdaderamente incontrolado, nos lleva a un gran egoísmo. Hoy, al hacer obras, al proyectar cosas en el futuro se le llama burlonamente, por lo menos en España, gigantismo. ¿Para qué vamos a crear nuevas fuentes de energía?, ¿para qué nos vamos a expandir? No. Hay más bien que modificar las cosas para hacerlas más pequeñas, para poder soportar, para poder aguantar aquello tan terrible y tan malo que viene.
Esta psicología de catástrofe, de derrota la encontramos en todo el mundo. Esta falta de espíritu de victoria provoca el querer achicar todas las cosas, empequeñecerlas, que parezca que no existimos verdaderamente, que no vivimos, y nos lleva inexorablemente a creer que tampoco tenemos eternidad, que vamos a morir con nuestro cuerpo físico, que no tenemos ninguna trascendencia espiritual. De ahí que quede negado todo lo que sea metafísico, todo lo que esté más allá de este cuerpo. Y de manera colectiva nos lleva a creer que todo tiempo pasado de alguna manera es una farsa, es algo que está lejos, despegado de nosotros, y que tampoco hay historia por delante, que tan sólo hay una supervivencia, de cualquier forma, a cualquier precio.
Por tanto, tenemos que analizar, estos que llamamos hombres sin futuro por qué lo son. Verdaderamente, no podemos pensar en un pasotismo colectivo que nos haga sufrir a todos, que nos haga sentirnos pequeños, tristes, ruines, en donde no exista una axiología ni haya un código de valores, porque ¿para qué iba a haber valores? La cuestión es vivir hoy, ahora. Mañana, ¿quién sabe? Mañana que se las arreglen los que vienen, que hagan lo que puedan; nosotros a vivir hoy.
Este fenómeno no es original. La historia, si bien no se repite en su totalidad ‒porque nada se repite exactamente, todo es esencialmente irrepetible‒, sí que se repite en sus grandes rasgos. Tenemos el ejemplo de los días, de los meses, de las estaciones… Este día no es igual al de ayer; tampoco es igual al de mañana, pero es parecido. El sol no salió a la misma hora, hubo una diferencia de segundos, ni se va a poner a la misma hora, y nosotros tampoco somos los de ayer, pero somos muy parecidos. Y en todos los inviernos hará frío y en todos los veranos hará calor, un poco más o un poco menos. Y todos los niños nacerán llorando y todos los ancianos se quedarán silenciosos recordando los tiempos que pasaron. Todo es básicamente lo mismo, vuelve una y otra vez.
De tal suerte, este fenómeno de negación del futuro, este fenómeno del querer vivir este instante no es tampoco absolutamente nuevo, ha ocurrido varias veces en la historia de la humanidad.
La historia de la humanidad es una historia cíclica. Cada vez que existe un derrumbe de una forma cultural para dar paso a otra forma civilizatoria, en esa especie de edad media que, indudablemente, también ahora se está acercando ‒que es el fracaso, o simplemente el haber terminado ya todo lo que podía dar lo que nosotros llamamos cultura y civilización tal cual lo entendemos‒, existe ese temor subconsciente que a nivel colectivo y a nivel individual nos va cogiendo a todos.
Es cierto que los mismos valores caen. Es innegable que hoy ya no se observa la familia como se observaba hace cien o doscientos años. Es de todos conocido que el concepto de arte ha cambiado y que la búsqueda científica tiene hoy otros objetivos. Es verdad que tenemos problemas nuevos, como el enorme crecimiento demográfico, y que hay problemas políticos, económicos, sociales que antes no existían; han aparecido países que antes no lo eran, y otros grandes países, otras potencias se han hundido sobre sí mismas. Hoy ya no existe el Imperio español, tampoco existe el Imperio francés, ni el Imperio británico, pero hay países nuevos de África o de América que adquieren un cierto protagonismo que hace cien, doscientos o cuatrocientos años no tenían. Vemos que hay una forma, un concepto de vida que se va diluyendo. Si nosotros nos aferramos a aquello que se diluye, a aquello que se rompe, nos caemos con eso que se derrumba.
Hace ya 25 siglos se dijo que si un hombre se identifica con la silla en la que está sentado, cuando se rompa esa silla se romperá el hombre. Eso es una gran verdad. Nosotros existimos, vivimos y somos en función de aquello con lo cual nos identificamos. Si nos identificamos con la parte material, si nos identificamos con todo lo que cae, con todo el mal que hay hoy en día, caemos con el mal que ocurre en este momento. Entendamos bien que esto no es algo único, esto no es una maldición de Dios, no es el fin de los tiempos. Es simplemente el advenimiento de una nueva edad media, de la misma forma que ha habido muchas otras anteriormente.
Sabéis que en China ha habido varias edades medias, que prácticamente las desconocemos; apenas tenemos datos sobre ellas. Ha habido edades medias en el Egeo; hubo una edad media para el Imperio romano, cuando se dividió en el Imperio romano de Occidente y en el Imperio romano de Oriente, y cuando la capitalidad ‒como no podía estar en ninguna de las grandes ciudades, porque todas se peleaban por ella‒, fue a parar a una pequeña ciudad que se llamaba Mediolanum, hoy la ciudad de Milán. Y sabemos también que el Imperio turco, después de su derrota en la batalla de Lepanto, perdió su fuerza y entró en decadencia.
Decían los antiguos latinos: omnia transit, todo pasa, todo marcha, todo camina, nada permanece. Pero no lo decían con tristeza, sino con optimismo. Nosotros estamos viviendo ese momento en donde las cosas van crujiendo sobre sus propios pedestales, donde las cosas caen. Y si nos identificamos con aquello que cae, nosotros caemos también. Hay muchos factores que nos llevarían a un gran pesimismo, desde factores espirituales –veréis las iglesias y los templos vacíos muchas veces– hasta factores políticos.
Los grandes partidos políticos, por ejemplo, tienen muy pocos afiliados, hay muy poca gente que realmente se quiera comprometer, y en el momento de votar, no se vota a quien uno quiere sino al que parece menos malo de todos los que están. Y en muchos países la gente vota porque si no tiene el justificante de haber votado, no puede presentarse a dar exámenes universitarios, no puede viajar, no puede cobrar la jubilación. Eso es una realidad.
Asimismo, es una realidad que hoy la seguridad ciudadana es muy baja. Sabemos que hay miles y miles de personas, aquí mismo en Madrid, que viven del robo, del saqueo. Si preguntamos cuánta gente de la que está hoy aquí ha sido robada o asaltada en estos dos últimos años, nos sorprenderíamos de tantos como son. ¿Y por qué pasa esto?, ¿es el fin del mundo?, ¿se agrietan las bases de la civilización? No, mis queridos amigos, esto es momentáneo, es simplemente un instante de paso, entre una luz y una nueva luz.
Tenemos que entender que esto es pasajero. No podemos dejarnos vencer en nuestro corazón, pensando que se perpetuará. Si lo pensamos, viviremos en una eterna angustia, daremos paso a todo lo malo, dejaremos que todos los demonios y todos los pensamientos diabólicos triunfen en el mundo. Tenemos que tener un sentido de optimismo, pero no teórico, no un sentido de optimismo porque sí, sino un sentido de optimismo lógico. Si tomáis un péndulo, vais a ver que su movimiento oscilatorio hacia un lado, es compensado por un movimiento oscilatorio hacia el otro lado. Y sabéis que así ocurre en toda la naturaleza, en todas las cosas.
De tal suerte, hoy encontramos muchas personas que están atrapadas por esa especie de red, negativamente magnética, de creer que no existe el futuro. Son los materialistas, que sueñan con que las máquinas van a hacer sus trabajos, que los ordenadores van a poder hacerlo todo. Se equivocan. Hoy hay nuevos trajes espaciales; son mejores que aquellos que utilizaron los que fueron en el Apolo XI a la Luna, pero hay un pequeño detalle: que no se va a la Luna. Aquel sueño de triunfo material, aquel sueño de ir de vacaciones a la Luna, de ir a explorar los planetas, de cultivar el fondo del mar es tan sólo eso, un sueño. No se puede hacer, es una irrealidad. ¿Por qué?, ¿porque no se tienen medios técnicos? Sí se tienen medios técnicos, lo que no se tienen son medios económicos.
Yo he visto en la estación espacial de Cabo Cañaveral, en Florida, gran cantidad de chatarra: rampas para cohetes que jamás se van a lanzar, vehículos espaciales que no tienen quien los conduzca, técnicos que no tienen en qué aplicar sus conocimientos. Creo haberos dicho alguna vez, por ejemplo, que la actual lanzadera está reutilizando material que ya se utilizó en los cohetes Saturno. Y si hacemos caso a los ingenieros y a los ordenadores, para poder poner de nuevo dos hombres en la Luna, harían falta por lo menos diez años, junto con un enorme presupuesto. Es decir, que no hay dinero, no existe ya esa fuerza. Además, tampoco hay por qué pensar que el desarrollo material nos va a salvar de todo.
Sabéis que en las etapas románticas del materialismo, en el siglo XIX, se pensaba que con descubrir algunas vacunas contra determinadas enfermedades, que con hacer algunos cambios sociales y económicos, todos íbamos a llegar a la felicidad. Realmente hoy ya no hay viruela, pero aumentó el índice de cáncer; hoy la tuberculosis se puede dominar, pero no se pueden dominar los infartos de corazón. Es decir, que no basta con vencer a una de las formas de la adversidad, sino que hay que vencerlas a todas, y para poder vencerlas a todas, hay que tener una fuerza que está mucho más allá de la materia.
Habréis comprobado que cada vez es más incómodo viajar en avión. Las compañías aéreas han reducido los espacios, han ido poniendo, poco a poco, una fila más, y otra y otra más. Antes había primera y segunda clase, y se entendía bien. Actualmente hay «gran clase de oro», «primera», «preferente»… un montón de clasificaciones que no son más que colores diferentes de los asientos, prácticamente, porque hay una crisis económica, hay una crisis en la parte material.
La materia ya dio todo lo que podía dar, no puede dar más. Hace falta la parte humana. Es absurdo que nos roboticemos a nivel colectivo y a nivel individual. Hay una parte irrepetible, irrenunciable, que es lo que tiene que hacer el ser humano. Las máquinas son útiles, sí, pero no son ni buenas ni malas; son máquinas. Lo que vale es el hombre que está detrás de ellas.
Hoy, una de las mayores industrias es la industria de armamento. No sé si sabéis que cada bala de ametralladora cuesta como una barra de pan, que cada tanque cuesta más de lo que cuestan cincuenta tractores agrarios, y que un reactor de guerra de los de nueva generación, cuesta como muchas escuelas o muchos hospitales. Es decir, ¿qué importa haber llegado a tan grandes cotas materiales si las estamos utilizando para la guerra y para el mal? ¿Para qué se utilizó la energía atómica fundamentalmente hasta ahora? Para destruir dos ciudades japonesas y para movilizar submarinos y buques de guerra. Casi no hay ningún buque civil, a disposición realmente de la humanidad, que tenga motor atómico, sino que todos están dedicados a la parte bélica, a la parte del choque y la destrucción entre los hombres.
Nosotros lo que queremos es la paz, una paz activa, no una paz de meditación contemplativa. Nosotros, los que creemos en el ser humano, sabemos que esa parte material y mecánica ha llegado a su límite, que ya no da más, que ya no puede dar más. Hoy mucha gente tiene automóvil, pero ¿de qué cilindrada?… Y los que son un poco altos, como yo, ¿cómo nos tenemos que sentar en los coches modernos?… Y cuando hay un choque en una carretera, ¿cómo quedan los coches? Como un acordeón, reducidos a nada, es decir, que cada vez parece que hay más, pero hay menos. Y nos ponen los cartelitos: «Ahorre agua que estamos en sequía», y en otra parte: «No encienda las luces porque ahora estamos en invierno y hay poca electricidad». Va a faltar que nos digan: «No camine, no gaste la suela de sus zapatos». Vemos que estamos siendo limitados por ese mundo material, por ese mundo robotizado.
Pero no debemos ver en ello señales de muerte ni de destrucción. Debemos ver simplemente señales de un cambio profundo, de algo que tiene que nacer en cada uno de nosotros y en el conjunto de todos nosotros.
Yo sé que entre los que me escucháis, en la totalidad, hay sueños, hay anhelos, hay buena voluntad hacia los demás y hacia sí mismos. Hay en el fondo de cada uno de vosotros, una fuerza espiritual, semejante a bandadas de palomas que se levantan. No las apreséis, no las dejéis morir. Tened fe en vosotros mismos, tened fe en la marcha de la historia, tened fe en Aquel o en Aquello que hizo todas las cosas. Fijaos bien, mirad una humilde hoja de un árbol. Ved la sabiduría con que está hecha. Cuando los hombres no sabían nada de la relación entre las materias químicas y la luz, ya los árboles hacían fotosíntesis. Cuando los hombres no soñaban con submarinos, ya los peces de las profundidades podían alumbrarse a cientos y a miles de metros bajo del agua.
Aquello que inventó todo eso, Aquello que pensó todo eso, dio perfume a las flores, dio vuelo a los pájaros, nos dio esperanza en los corazones, nos dio la capacidad de pasar por encima de las circunstancias actuales y remontarnos hacia otros mundos de ilusión. De la misma forma inspiró al Quijote, personaje mítico del que se dice que había vivido loco y murió cuerdo, aunque muchos otros dicen que en verdad vivió cuerdo y murió loco. Los que pueden defender esas causas perdidas, los que pueden valorar lo que nadie valora, son los que sienten dentro de sí el espíritu de Aquel o Aquello que ha hecho todas las cosas.
Nosotros no creemos en Dios por una simple fe, porque nos lo hayan dicho. Yo, no es que crea en Dios, yo sé que Dios existe. ¿Creéis vosotros en los dedos de la mano? No, vosotros sabéis que tenéis cinco dedos en la mano. No es una cuestión de fe absurda, ni de adivinanzas, es una cuestión de efectividad. Así como veis los dedos en vuestra mano, tenéis que ver esa Inteligencia que ha formado todas las cosas. Esa Inteligencia que se manifiesta desde el átomo hasta las galaxias. Esa Inteligencia que, antes de que los hombres aprendiesen a utilizar el camuflaje, ya les había dado a los animales la capacidad de desaparecer entre la maleza. Esa Inteligencia existe, ese Dios existe, está en nosotros y con nosotros. Por lo tanto, no hay lugar para la debilidad ni para el pesimismo. Hay lugar, sí, para la recreación de una nueva forma.
¿Cómo será esa nueva forma?, ¿qué podemos hacer ante tal cantidad de gente que se siente sin futuro, que no cree en nada, que no cree en sí mismo, ni en la humanidad, ni en la amistad, ni en el amor, ni en la justicia? ¿Qué podemos hacer? Somos pocos, sí, pero una sola persona –decía Platón a través de Sócrates– que tuviese visión, vería los árboles verdes aunque todos los demás fuesen ciegos. No tenemos que contarnos materialmente, uno, dos, tres, cuatro… no. Esa es la cultura del número, de la cantidad; no es la cultura de la calidad, ni del ser interior.
Las grandes revoluciones, los grandes cambios en la historia, los grandes movimientos siempre fueron hechos por pocas personas, por núcleos muy pequeños. Luego, todos los demás lo reconocieron; al ver las cosas iluminadas dijeron: «¡Ah, allí hay una estatua!», pero fueron muy pocos los que lo comenzaron. Así que no tenemos que contarnos y decir apesadumbradamente que somos pocos. Somos bastantes y además cada vez seremos más y seremos mejores.
¿Qué es lo que tenemos que hacer? Primeramente tenemos que creer en Dios. Pero no a la manera del buen e ignorante fraile que cree en Dios porque se lo dijeron, sino descubrir a Dios en todas las cosas, descubrir que hay una inteligencia, una voluntad, que hay algo que está más allá de lo material, que justifica la existencia del universo y que no nos va a abandonar en ningún instante.
Existe, está, es puro, no se contamina. Han contaminado los ríos, han contaminado el aire, han contaminado incluso, a veces, la risa de los hombres, han contaminado el valor, pero no han podido tocar aquello que existe detrás de las cosas. Han roto las cuerdas del arpa, pero no han podido encontrar el arpa. Los viejos elementos simbólicos, aquellos que vienen desde el fondo del tiempo, existen hoy y existirán mañana.
La vida es como un árbol; tiene raíces, que están mudas, raíces que no cantan con los vientos, que no tienen flores ni pájaros, pero son las raíces, son la fuerza que nos permite mantener el tronco de lo que es el hoy, y la copa abierta, llena de flores y de pájaros de lo que será el mañana. Creciendo, viendo, constatando la existencia de ese Ser, de Aquello que está en nosotros, constatamos también nuestra propia existencia, nuestra propia inmortalidad. Nosotros no hemos empezado con nuestro cuerpo, ni vamos a terminar con él. Nosotros somos una conciencia que ha aparecido en el mundo y que luego dejará este mundo para volver, una y otra vez, a completar un ciclo de experiencias.
¿Quiénes de los que están aquí no sueñan con algo que no son? A mí, sin ir más lejos, me hubiese gustado ser pintor. No pude ser pintor y en esta vida ya no voy a poder serlo. Me tocó ser filósofo y fundar esta escuela de filosofía. Muchos miles de personas dependen de mis viajes y de lo que yo hago. No puedo ser pintor, pero un día lo seré, un día podré ser músico, un día seré todo lo que hoy me gustaría ser y no soy. Y no solamente yo, sino todos. Y si todos podemos realizar nuestros sueños, es que todos podemos tener un futuro, todos podemos lanzarnos hacia adelante.
Podemos, además, hablar claro, decir las cosas con sus nombres, combatir desde el fondo de nuestro corazón y desde las palmas de nuestras manos todo el mal que hoy trata de sepultar al mundo, la violencia absurda que vemos en todas partes, las drogas, la prostitución, el sectarismo, todo aquello que va en contra de la libertad y dignidad fundamentales del hombre y la mujer, todo aquello que trata de sepultar en nuestros corazones todo lo válido, todo lo bueno, aquello que es esencialmente el ser humano… Que sepan que lo que están sepultando son semillas, y esas semillas van a fructificar en el barro de este mundo y se abrirán mañana en forma de grandes bosques, floridos, perfumados, llenos de cantos del futuro.
Debemos ser positivos, debemos tener la plena seguridad de que hay un futuro para nosotros, para nuestros discípulos, para nuestros hijos, para los que vengan después. No tenemos derecho a tener debilidades en este momento histórico. En este momento difícil, en donde estamos sometidos a una prueba, todas las formas de egoísmo son una cobardía despreciable. La verdad requiere valor, aunque hoy exista una desmitificación y se rían de los héroes. Los héroes, los valientes, los santos, los buenos, todos los que levantaron todo lo que conocemos como cultura, fueron los que escribieron los libros que nos rigen, los mandamientos que nos dan luz en el alma.
Debemos preservar esos elementos y darles publicidad, decirlos, hablarlos, escribirlos, pintarlos, tocarlos. Como sabéis, Tomás Moro decía que hay dos formas de silencio, una que niega y otra que otorga. Y si nos callamos, si cerramos la boca ante esta ola de materialismo, ante esta ola de desastres, de crímenes, de persecución, nos convertimos en cómplices morales de todo lo que ocurre en el mundo, perdemos nuestra dignidad humana, perdemos nuestro tamaño espiritual.
De ahí que hemos querido daros una oportunidad para canalizar todas estas fuerzas que están en cada uno de vosotros. Es la oportunidad que llamamos Nueva Acrópolis. ¿Por qué le hemos puesto este nombre? Porque es nueva. Aunque se repita muchas veces en la historia, es nueva. ¿Por qué acrópolis? Porque es una ciudad alta. No tenemos vergüenza de querer ser altos, de querer ser buenos, de amar la belleza, la paz, la concordia; no tenemos vergüenza de enlazar las manos con los seres queridos. Nos han hecho sentir vergüenza de todo eso, nos han hecho sentirnos humillados y pequeños.
Hoy en día, el que tiene valor es considerado un violento, el que ama la belleza un loco, el que habla de los héroes un retrógrado. Pero no importa lo que uno sea considerado hoy, porque el presente pasa. El instante de hoy ya ha pasado. Cuando digo hoy, ya está en el pasado; el comienzo mismo de esta charla ya pasó, es irreversible. Debemos entender que esta gente, esta mentalidad, esta forma materialista y derrotista de encarar la vida ya está en el pasado. Por lo tanto, vayamos hacia ese otro futuro que podemos construir cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros tiene el deber de ayudar a construir ese futuro, no sólo para sí mismo, sino para toda la humanidad.
Si queréis a un animal no tengáis vergüenza de acariciarlo; si amáis la música y el arte, no tengáis vergüenza de escuchar las melodías o de poder ver los colores y las formas; si sentís dentro vuestro la necesidad de algo místico, no tengáis vergüenza de vuestra religiosidad; si sentís realmente afecto por los demás, no tengáis vergüenza de vuestra amistad. Y así se mantendrán en alto todos los valores, los reales valores que van a permanecer y van a llegar más allá de estos tiempos.
Hombres sin futuro, hombres que piensan que no tienen futuro… Aun para ellos hay futuro, aun para ellos está nuestra propia redención, que les alcanzará. Aun aquellos que destruyen las cosas, aun los que rompen y pisotean todo lo bueno, todo lo bello, todo lo moral, todo lo colorido, para ellos también habrá oportunidad. Para ellos hace falta construir un mundo que no sea tan sólo nuevo, sino que sea mejor. Es fácil destruir, es difícil construir.
Por eso, no basta con hacer un mundo nuevo, hace falta hacer un mundo nuevo y mejor, que debe cobijar al hombre nuevo que está surgiendo en nosotros. Ese hombre nuevo que vendrá mañana, que no tendrá nuestros problemas, nuestros defectos, que podrá realmente vivir en una tierra limpia, donde los ríos vuelvan a correr límpidos, donde el aire no estará contaminado, donde los hombres no se apretujarán como bestias, donde las gentes no se perseguirán las unas a las otras, como cazadores y cazados. Debemos pensar, soñar, afirmar, crear, construir, devenir ese hombre nuevo. Está en cada uno de nosotros. Ese hombre nuevo ya marcha en el horizonte de la historia.
Oíd los latidos de vuestro corazón. Cada latido es un paso del hombre nuevo hacia nosotros, cada instante que pasa es un instante de acercamiento de esa nueva concepción del mundo, del universo y de Dios. Nosotros, los pocos, nosotros los pequeños, nosotros los filósofos, los que no tenemos ni armas atómicas, ni grandes cuentas bancarias, ni poder político, ni social, ni económico; nosotros, sin embargo, podemos cambiar este mundo corrompido y vil. Nosotros tenemos en nuestro corazón –y cuando digo nosotros os abarco a todos– la fuerza que levantó un día las pirámides, la fuerza que levantó las catedrales, que hizo los diques y caminos, que hizo las escuelas y hospitales. Tenemos la fuerza espiritual que crea todas las cosas. ¡A soñar, amigos! A soñar, con verdadera voluntad de victoria.
No importa la edad física que tengáis, vuestra alma es joven. Vuestra alma está hoy aquí, y volverá mañana, y reencarnaremos una y otra vez hasta que este mundo sea realmente un mundo de esperanza, de fuerza y de fe. Sintamos dentro de nuestro corazón esa necesidad, veamos de nuevo cómo se izan las banderas movidas por vientos del espíritu, imparables, por vientos que no pueden ser encerrados en ninguna jaula. Que intenten encerrar al viento en una jaula, que el viento se escapará, y entre los barrotes haremos música en las viejas flautas chinas de jade, haremos música con nuestra propia marcha, con nuestros pasos, con nuestros corazones que van marcando el rítmico paso de la historia, el inexorable venir del hombre nuevo.
Es mi deseo que todos vosotros esta noche os llevéis dentro de vuestro corazón esa pequeña pero luminosa chispa de esperanza, de sensación, de conocimiento, de obtención de ese mundo futuro. Aquellos que hayáis entendido realmente de qué hemos estado hablando durante este rato ya nunca volveréis a ser lo que fuisteis. Veréis las mismas casas, los mismos caminos, las mismas estrellas, beberéis la misma agua y el mismo vino, pero seréis diferentes, porque en vosotros habrá nacido la conciencia del hombre nuevo. No seamos egoístas, abramos nuestras manos. No es la mano cerrada, no es el puño el que crea, sino la mano abierta la que crea, la que ora, la que da.
Seamos generosos, abramos nuestras manos, vayamos hacia el futuro que nos espera, que nos está aguardando como un buen padre, como una buena madre a todos nosotros. Tengamos esa conciencia y así no habrá ya hombres sin futuro; porque realmente no los hay, simplemente se han creído uno de los cuentos que se cuentan de noche para asustar a los niños. Dejemos de ser niños. Seamos nuevamente los que fuimos, los que debemos ser, los que somos en el fondo de nuestro corazón, seamos aquellos que escriben los poemas, seamos aquellos que oyen y componen las músicas. Seamos aquellos que hablan, caminan, cantan, ríen. Seamos realmente.
Créditos de las imágenes: Clément Falize
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La conferencia de hace 27 añis en este momento es más vigente , por toda la desesperanza qué hay en el mundo pir la pandemia y otras realidades.