La estremecedora cantidad de problemas que enfrentamos a diario en cualquier rincón de la Tierra, nos lleva a pensar con más detenimiento en el difícil arte de la convivencia.
Dando por sentado que existen situaciones complejas, creadas por la no menos compleja política internacional —y la nacional de cada país— la mayor parte de los conflictos surgen de la poca comprensión que demuestran unos seres humanos por otros. El tan deseado respeto por las opiniones no es lo que más abunda; al contrario, a medida que acaba el siglo, lo que se manifiesta es una radicalización en las ideas de cada persona, de cada grupo, de cada partido político, de cada religión, de modo que cualquier intento de acercamiento de posiciones, fracasa desde el comienzo.
En las relaciones estrictamente personales pasa más o menos lo mismo. Y lo que en grandes líneas deriva en guerras con miles de muertos, en lo familiar y cotidiano se convierte en agresiones que al final se liquidan en malos tratos y en asesinatos. También en lo pequeño pareciera que de nada vale hablar el mismo idioma, que de nada valen los sentimientos que alguna vez pudieron unir a dos seres; cuando un vínculo se destruye o empieza a degradarse, la falta de convivencia se manifiesta como un monstruo imposible de detener en su sed de destrucción.
Entendemos que, muy a pesar nuestro, hay sentimientos que mueren, —si es que alguna vez han existido como tales sentimientos; que los acuerdos internacionales están más sujetos a las conveniencias que al deseo de paz, —o al menos es lo que muestran los hechos—. Pero aún así, la convivencia debería resolverse en un respeto que subsistiera más allá de las diferencias y la ruptura de los compromisos. Uno puede rescindir un tratado, pero lo que no se puede es convertir al antiguo aliado en un enemigo declarado al que ya no se le concederá jamás una tregua.
Y por si fuera poco vemos hasta que punto se confunde la convivencia con la confianza de la familiaridad en el peor sentido. La “confianza”, en este caso, se traduce en un exceso de confianza, en un exceso de familiaridad que rompe toda consideración de unos hacia otros. Es como si por el hecho de conocerse más, las personas descubrieran sólo lo peor de quienes comparten sus vidas, como si el roce cotidiano rompiera el encanto de la armonía, los lazos de la unión y del afecto.
Tal vez, y tomando como maestros a los filósofos clásicos, el verdadero problema está en que establecemos lazos y relaciones muy superficiales, o simplemente fundados en convenciones poco duraderas. En lo personal rigen más las emociones pasajeras que los compromisos de alma; en lo político rigen más los cánones financieros y partidistas que el espíritu de fraternidad. De este modo, no debe extrañarnos que, tanto las emociones como la fragilidad de los mercados y las opiniones, desaparezcan de un día para otro, dejando, en lugar del lógico respeto, un cierto resentimiento por un vínculo que preferiría ignorarse o desear que nunca hubiese existido. De allí a la violencia en cualquiera de sus faces, no hay más que unos pocos pasos.
Alguna vez Jorge Ángel Livraga dijo que convivencia es el arte de vivir y dejar vivir, y que comienza inexorablemente por el hecho de tener vivencias propias para poder compartirlas por los demás.
Deberíamos aplicar entonces una mayor dedicación a nuestras vivencias, al desarrollo de nuestra vida interior, a profundizar nuestros sentimientos rechazando las emociones rápidas, a equilibrar nuestras ideas alejándonos de la variabilidad de la duda como diversión. Y con esas sencillas normas haríamos un sitio a esa anhelada convivencia tan anhelada para todos.
Créditos de las imágenes: Salamander724
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Quantos ensinamentos belos! Saudações à profa. Delia e todos os demais que contribuíram para disponibilizar essa mensagem a todos!