Cuando nos cuestionamos sobre la calidad de vida y sobre la manera de optimizarla, así como de incorporarla como norma comunitaria, nos estamos preguntando acerca de la necesidad de una Calidad Integral como mecanismo de respuesta al gradual pero creciente nivel de deterioro de la convivencia social.
En la medida en que pasan los días debemos analizar cómo los índices de violencia, criminalidad, drogadicción y sectarismo aumentan, al igual que la no menos alta tasa demográfica. Pero ello parece imprimir meritablemente su patética huella no únicamente a través de los cientos de miles de estudios e informes, los que una vez pasado el impacto de sus cifras, son archivados a la espera de futuras cotas que vuelvan a sorprendernos.
Tal vez esa sea la gran desventaja de las estadísticas, que propician ante todo y fundamentalmente niveles de alarma, pero casi nunca de inteligente respuesta. Esta fenomenología de acercamiento a los diferentes estados de crisis está en gran parte ligada al entendimiento de sus causas, impidiendo el desarrollo de una pedagogía en la calidad de vida. Si intentamos bosquejarla, encontramos la indispensable presencia de los componentes constitutivos de nuestra buscada «calidad de vida»:
Podría parecer redundante hacer referencia a la Educación Formativa. ¿Es que existen hoy formas de educación que no son formativas?
La respuesta es obvia, pero más que irónica es dramática. La educación debe ser ante todo «educativa», es decir, reflexiva, que despierte el discernimiento y no lo adormezca en el inútil mundo de la información. La educación ha de convertirse en la justa medida de nuestros esfuerzos, pues empezamos a redescubrirla como el medio más apto y coherente que nos permite arribar a un nivel equilibrado de vida.
La educación, amén de capacitar, ha de propiciar una vivencialidad axiológica, creando clara conciencia de que es el eslabón generacional y social por excelencia, pues permite recrear una ética de valores.
La calidad de educación debe propender, por la formación que genere en el estudiante, y más tarde en el profesional, un nivel de compromiso con su trabajo y la comunidad, haciendo de éste una continuación y complemento y no un mero nexo laboro-salarial.
Una de las grandes dificultades que atentan contra el equilibrio en la calidad de vida es el bajo nivel de compromiso laboral, que engendra una serie de conflictos entre lo personal y el desempeño profesional.
Se ha establecido fundamentalmente un «vínculo de necesidades» entre trabajador y empresa generando lazos salariales y de beneficios sociales; pero gradualmente se ha empezado a vivir el vacío de fines y misiones entre las entidades y corporaciones con sus asalariados. Se ha recurrido a la búsqueda de la «Calidad Total», «Mejoramiento continuo» o «Reingeniería», como en el pasado sucedió con el «Taylorismo», sin que ninguno de ellos plantee una visión y renovación de fondo que corrija vacíos congénitos que superen las contradicciones antes señaladas.
La incesante búsqueda de resultados y beneficios, manifiesta en los objetivos de vida, ha colaborado en gran parte en impedir la realización y culminación profesional, pues han hecho presuponer que la calidad del producto es el ingrediente fundamental del bienestar y por ende de la calidad de vida. Sin embargo, a estas alturas de los noventa, evidenciamos con sorpresa que el aumento en el bienestar no se ha reflejado proporcionalmente en la mejora de la calidad de vida, sino que ha empobrecido las funciones de vida, resquebrajando y debilitando en muchos casos el necesario esfuerzo de superación, ingrediente básico para el logro del equilibrio vital.
Por otra parte, por esta misma razón, no aprendemos a reinvertir un porcentaje considerable del producto de nuestros beneficios en la mejora de la calidad de educación. Se crea así la teoría del embudo, en donde mucho se hace pero verdaderamente muy poco se obtiene, y así, paradójicamente, encontramos hoy que un individuo bien capacitado, carece normalmente de educación integral, y por el contrario, ésta es inversamente proporcional en muchos casos a su nivel de preparación.
Ciertamente hoy por hoy requerimos de una inversión no inferior a un tercio de los beneficios netos, que permita dar inicio a un real programa de reactivación de calidad de la educación, motor de una auténtica calidad de vida.
Es importante considerar que en un mediano plazo la inversión sobre la educación debiera alcanzar el 50% de los ingresos netos; aunque parezca alto, este porcentaje es fundamental para contrarrestar el fenómeno de la parálisis humana y de nuestros sistemas, manifestado en la corrupción, la violencia y tantos otros efectos de una sociedad que creyó en el facilismo como vía hacia la calidad de vida.
Bajo las actuales condiciones de la economía personal esta responsabilidad con la vida sería inmanejable. Lógicamente, ésta es una responsabilidad del Estado por un lado y de las fuerzas vivas de la comunidad, representadas en primer orden, en las ONG por otro, y ciertamente este compromiso no debe ser sólo de palabra sino de hechos, pues es así como obramos decididamente algunos Organismos No Gubernamentales.
Es posible que a largo plazo la inversión se reduzca a una cuarta parte de los beneficios netos, para que ésta sea una constante de las sociedades post-modernas y punto fundamental de un desarrollo humanista que propenda por una calidad del individuo, como soporte de una calidad integral de vida.
De esta forma lograremos no sólo una pasajera calidad en los productos y servicios, sino una «Filosofía del servicio» que sea una coherente interacción entre lo humano y lo productivo.
Alcanzar una notable calidad de vida no debe ser el resultado únicamente de una urgente estrategia social, sino el producto de un auténtico compromiso humano con una nueva y mejor visión del hombre y del mundo.
Créditos de las imágenes: Julian Jagtenberg
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