Hoy vi a Talía, la musa de la comedia… Su rostro esbozaba apenas una sonrisa y creí por un instante que se reía de mí, de todos nosotros, de nuestra vida y nuestras preocupaciones, tan extrañas al fino espíritu de la musa.
Sensibilizada al máximo por las complicaciones de las circunstancias diarias, intenté rechazar la visión. Quise borrar esa imagen riente y graciosa, pues pensé que no son estos momentos de alegría y comedia, sino de llanto y drama. Pero poco duró mi rechazo, pues la musa tenía, entre sus muchos dones, la posibilidad de inculcar un poco de comprensión.
Entonces la vi y comprendí que si desdramatizamos nuestra propia existencia, logramos un ambiente de comedia, donde todo lo que sucede puede observarse “desde afuera”, llegando a provocar en nosotros mismos una sonrisa de ironía y compasión ante todo lo que nos mantiene sumergidos.
Recordé mis viejos tiempos infantiles, cuando suponía que, desde que me levantaba hasta que me acostaba, tenía que representar un buen papel, cuidando gestos y palabras, pues todos se veían agrandados en el escenario en el que estaba actuando. Suponía que toda esta representación acabaría algún día, cuando por fin se cerrase el telón, y junto con los pesados cortinajes, yo pudiese también cerrar los ojos y dormir “de verdad”, fuera del escenario. Entonces, de pequeña, sin quererlo ni advertirlo, estaba muy cerca de Talía, más que ahora, en que tuve que verla para poder comprender algo de su misterio.
Sí: la vida es una gran comedia. Y ni siquiera podemos asegurar que nuestros papeles son libres y cambiables. Un repaso desapasionado de la Historia nos permite ver una buena dosis de inexorabilidad en la mayoría de los hechos importantes, como si hilos invisibles moviesen este conjunto, llevándolo de grado o por fuerza a la culminación de la representación. En la época de mi musa, esos hilos invisibles se llamaban “Destino”, y los hombres sabios se preocupaban grandemente por conocer sus movimientos…
Sí: la vida es una comedia. Todos llevamos, como Talía, una máscara grotesca, que ni ríe ni llora, aunque, según como se mire, esboza lo uno o lo otro. Todos nos ocultamos detrás de esa máscara que, en lugar de expresar nuestros estados de ánimo, los oculta cuidadosamente, ya que nadie (ni siquiera nosotros mismos) debe saber qué nos pasa por dentro de verdad. Todos jugamos a la gran comedia, esperando suplir con escenarios y estudiadas posturas, la madurez y la seguridad interior que no hemos sabido adquirir.
Pero esta comedia de la antigua musa no es un medio para reír y olvidar; no es una fórmula de irresponsabilidad; ni siquiera es una distracción. La comedia es una escuela de vida, y los que representamos papeles en ella –todos– debemos extraer enseñanzas positivas que nos lleven paulatinamente del escenario y las máscaras materiales a la realidad profunda y escondida del alma que experimenta en los teatros de la existencia.
Debemos “vernos desde afuera”, como espectadores de nosotros mismos, y llegar a sonreír de nuestros errores, llegar a compadecer nuestras múltiples equivocaciones, llegar a esbozar la terrible mueca de desagrado e ironía que supone el reconocernos mientras actuamos. Entonces comprenderemos el valor de la comedia y la sonrisa. Entonces sabremos que, dentro y fuera del escenario, lo importante es ser buenos actores y buenos espectadores, buenos seres humanos, con conciencia de nuestras realidades y dispuestos a mejorarlas poniendo en juego las máximas potencias de las que estamos dotados.
Talía sonríe y enseña… Ella lleva la máscara en la mano… Ella ha podido descubrir su verdadero rostro y la armonía de sus facciones… Ella ha salido del juego de las representaciones y nos invita a seguirla por la escarpada senda de la superación individual: con una triste sonrisa y una lágrima de alegría.
Créditos de las imágenes: The Athenaeum
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