Vida o Muerte

Autor: Delia Steinberg Guzmán

publicado el 17-08-2023

En muchas oportunidades, expresiones parecidas nos han acercado a esta cuestión de la “Vida y la Muerte”.

En esta ocasión diría que si la vida y la muerte son temas tan importantes que nos pasamos toda la existencia pensando en ellas ‒lo manifestemos o no‒, bien merece que le dediquemos una charla. Que una vez más, podamos repasar juntos viejos temas, fórmulas arcaicas, nuevos sistemas y enfoques para este tema antiguo y moderno, de hoy y de siempre, que es poder resolver acerca de la vida y de la muerte.

Flor, vida y muerte

Sin querer plagiar a Shakespeare, tendríamos que preguntarnos: «¿ser o no ser?, esta es la cuestión.» Para nosotros se ha reducido a algo tan simple como proponernos que “ser” es “estar vivos”, y “no ser” es “estar muertos”. Ser ‒estar vivos‒ es poseer un cuerpo, estar manifestados; no ser ‒estar muertos‒ es carecer de un cuerpo, no tener manifestación.

Si es así como nos planteamos el problema, entramos en un juego de oposiciones del cual difícilmente podríamos salir. Si la cuestión estriba en la vida o en la muerte, estaremos siempre en un continuo vaivén toda nuestra existencia humana: es decir, todos los años que transcurrimos revestidos de este cuerpo estarán plagados de contradicciones.

Desde el primer momento nos enfrentamos con oposiciones. Primero las pequeñas, cuando somos niños. Es la clásica oposición del niño que ha de escoger entre aquello que no le gusta pero que tiene que aceptar, y lo que sí le agrada pero que no le dan.

Estas dos oposiciones van creciendo y creciendo, y siempre nos manejamos entre lo que nos parece bien y lo que nos parece mal; entre lo que aparenta durar mucho y lo que dura poco; entre lo blanco y lo negro; entre lo que nos atrae y lo que rechazamos.

Estas oposiciones van generando una continua angustia, pues si bien toda la Naturaleza presenta este juego dual, lo que el ser humano busca y necesita es poder resolver esta dualidad, encontrar un punto medio en el cual situarse, y sentirse firme, seguro.

Sin embargo, las contradicciones no se resuelven tan fácilmente. Este juego de opuestos que manejamos, no solo nos preocupa como ser humano individual, sino que se transmite también en lo colectivo. Hay períodos históricos que se distinguen por una determinada forma de vivir, y otros por otra. Podríamos clasificar las épocas de la Historia en espiritualistas y materialistas.

Esta dualidad que transmitimos a la Historia y que nos aqueja como seres humanos, parte en principio ‒si buscamos la primera célula‒ de cómo el hombre enfoca su conciencia. Todos tenemos eso que los psicólogos llaman “conciencia” y que ‒para escapar a las definiciones tradicionales‒ podríamos imaginar como un foco de luz en nuestro interior, que nos lleva a través de la vida y nos permite ver las cosas de una determinada manera.

Nuestra conciencia ilumina algunas cosas, quedando otras en la oscuridad. Con esa luz nos dirigimos hacia aquellas cosas que nos atraen y que vemos con toda claridad; pero las que dejamos de alumbrar y que permanecen oscuras, llegan incluso a no existir para nosotros.

Cuando el foco de la conciencia está dirigido solo hacia la materia, vivir es muy simple; “vivir” es tener un cuerpo que se puede tocar y palpar. Mas si la conciencia se pone en la parte del ser que siente, que piensa, en aquello que se lanza a soñar, entonces “estar vivos” no es simplemente tener un cuerpo sino algo más profundo.

Cuando el ser humano enfoca su conciencia fuera de la materia, hay algo que es diferente a la simple forma de las piedras, a la respiración de las plantas, a los sentimientos de los animales. Ya no se hablará de vida o muerte, sino de otra clase de “vida” y otra clase de “muerte”. Es decir: estar vivos con cuerpo, o estar vivos sin cuerpo. Estar vivos con o sin características físicas, pero vida al fin.

Entonces, no hay una oposición sino una conjunción, donde estos dos elementos que llamamos vida y muerte no son igualmente conocidos. Es por eso por lo que uno de los dos nos interesa más, aunque en realidad deberían interesarnos ambos, puesto que ‒por formar parte de la misma moneda, aunque sean caras opuestas‒ tienen naturalezas semejantes y nos afectan de la misma manera.

Sin embargo, ¿cuál es la tradición corriente? La vida es casi siempre agradable y por lo mismo preferimos estar vivos. La muerte es “terrible”, aunque no sabemos muy bien por qué, pues todos confesamos que de la muerte no sabemos nada. Decimos que la muerte es “dolorosa”. Sin embargo, igual que decimos que nadie ha vuelto jamás del otro lado, tampoco nadie nos ha contado cuánto duele morirse.

Así, seguimos creyendo que la muerte es oscura, fatídica, tremendamente dolorosa. ¿Dónde radica esa fatalidad, ese dolor? Se encuentra en nuestra ignorancia, en el no saber de qué se trata, y como no la conocemos, automáticamente es “mala”.

Esta es la forma con que juzgamos todo lo que se presenta ante nosotros en la vida: lo que conocemos y está al alcance de la mano y de la vista, es bueno, aunque pueda tener inconvenientes; aquello que desconocemos, como la muerte, nos resulta en cambio terrible ‒nos dicen los viejos filósofos‒ y no podemos dejar de darles razón, que este es un truco de la Naturaleza. La Naturaleza manifestada que nos rodea y de la cual formamos parte como seres vivos, necesita que tengamos un cuerpo, que amemos esta vida con presencia física para expresarnos aquí. Y para ella, lo más sencillo es hacer que temamos la muerte, porque si no la temiésemos, nos daría exactamente lo mismo estar aquí que en otra parte.

De modo que la Naturaleza nos ciega y como no vemos, tememos y queremos alejarnos de la muerte y estar “vivos”. Pensamos que la muerte nos arranca el preciado bien de la vida, y olvidamos ‒casi sin darnos cuenta‒ otro don del cual nos hablaron tantos y tantos pensadores: la otra forma de vida. La que ‒por no llamar Vida Eterna‒ denominaremos la vida que dura siempre.

¿Qué hacer para temer menos a la muerte, para no verla tan negra y terrible? El consejo es el tradicional: CONOCER, Para perder el temor es fundamental conocernos a nosotros mismos y entender las leyes de la naturaleza.

Dicen algunos que el conocimiento acerca de estos temas no es más que tener fe. Desde el momento que no podemos tener ninguna certeza de lo que es la muerte y de lo que sucede allí, no se trata de conocimiento científico sino de un acto de fe.

Aceptamos que sobre estos temas preferimos las opiniones emitidas por aquellos que mucho han sabido y pensado, y que nos señalaron lo que debemos creer. Admitimos que seguimos a estos seres, de la misma manera que volcamos fe en todos los conocimientos científicos que no hayamos podido comprobar.

Nosotros personalmente no hemos ido a la Luna, pero creemos en una fotografía y en un señor que dijo que fue, en un conjunto de científicos y en lo que apareció en la pantalla de T.V.

Aceptamos por fe que el átomo se divide, aunque no lo hemos visto. Esto es fe en la ciencia y en los hombres que la manejan. Sin embargo, perdimos la fe en los filósofos y en los grandes místicos que nos hablaron de otro átomo, de otra naturaleza material y de otra forma de vida. A esto también habría que otorgarle una mínima dosis de fe para poder comprender todo lo que está dentro de la Naturaleza, y admitir que incluso la muerte tiene una razón de ser.

Si nos pusiésemos en plan científico, diríamos que la muerte no es tan dolorosa, ya que cuando ella se acerca a nosotros se nos restan paulatinamente todas las facultades y poco a poco perdemos la conciencia y la sensibilidad.

Duele todo aquello que penetra por los sentidos y nuestra conciencia quiere percibir. Mas si los sentidos y la conciencia se aflojan, no hay dolor. Cualquier médico podría corroborar esto científicamente.

Si nos introducimos en lo que nos han explicado a lo largo de centenares de años, nos encontraríamos con relatos curiosos. Alguna vez hemos hablado de ello y podríamos volver a mencionarlos brevemente.

En ellos se define la muerte como un umbral; el mismo que se cruza cuando se entra a la vida. Nos es muy normal el umbral que se cruza cuando aparecemos a la vida: un llanto, una familia alrededor y desde ese día nos alimentarán y cuidarán, creceremos, aprenderemos y viviremos.

Dicen los grandes pensadores que el otro umbral no es muy diferente. Incluso explican algunos viejos autores, que se entra a la muerte tal como se penetra a la vida: un poco dormidos, en una suerte de “shock”. Puesto que el niño que ingresa en la vida siente un cambio brusco al entrar de pronto en un ambiente, en una atmósfera completamente distintos, al respirar otro aire, al tener otra alimentación, etc. El niño recién nacido duerme mucho porque necesita adaptarse paulatinamente.

Nos cuentan los viejos filósofos que el que muere duerme mucho hasta que comienza a despertar. Cuando se da cuenta de lo que pasa a su alrededor, se encuentra con seres que estando en su misma situación ‒sin cuerpo ya‒ le ayudan, le rodean y dirigen, constituyendo una nueva familia, unas amistades nuevas…

Después de todo, no hay tanta diferencia entre lo que se puede vivir en esta parte de la existencia y lo que se experimenta en el otro lado de la vida.

Nos dicen los viejos filósofos que el poder de la imaginación en esa nueva vida es vital. Imaginación es el mundo de las ideas en forma de imágenes, y al igual que para estar en este mundo material nos valemos de la materia, al estar en un mundo sutil, psíquico, usaremos las ideas y las imágenes para configurarlo.

Nos advierten los antiguos que, al no haber materia en ese ámbito, las imágenes y proyecciones mentales quedarían desnudas. Aquí ‒en la Tierra‒ podemos ocultar nuestras ideas, pensamientos y sentimientos, pero una vez sin cobertura material, se presentarían tal como son, y esto obligaría al ser humano a purificar todo cuanto siente y piensa para no rodearse de alimañas y de basura.

Así como aquí sabemos cómo cuidar nuestras cosas y mantenerlas limpias, allí ‒en el mundo de la psiquis y de la mente‒ aprenderíamos poco a poco a limpiar nuestro contorno para encontrarnos cómodos y a gusto.

A fuerza de recurrir a mitologías o explicaciones infantiles y sencillas, muchas veces pensamos que estar muerto debe ser algo realmente aburrido. Aun cuando aceptamos la idea de la inmortalidad, la trascendencia del alma, creemos que la muerte es como un permanente sueño, un estar sentado en un delicioso sillón de nubes, pájaros que cantan continuamente en la copa de un árbol frondoso. Y así por años y años esperando a ver qué sucede.

Sin embargo, no es esto lo que se ha enseñado.

Sabemos que aquí, en la vida material, no podemos estar inactivos ni física, ni psicológica, ni mentalmente porque, aunque nuestro cuerpo esté quieto, es muy difícil atrapar la mente o hacer que la psiquis permanezca estática, pues ambas fluctúan.

No podemos estar inactivos, aunque no tengamos cuerpo, pues cuando dormimos estamos en perpetuo movimiento. Hay que ver lo que soñamos, por donde viajamos, lo que sufrimos, lloramos o nos reímos en sueños.

Este movimiento interior hace que más allá de la manifestación, el ser humano necesita continuar su evolución. Y aquellos gustos que le atraparon en la Tierra, las pasiones que le obligaron a conocer, a buscar, a encontrar, le siguen llevando a realizar lo mismo. Camina, sin pies, pero camina. No hay quietud, no hay reposo.

Creo que muy pocos de los que sienten inquietudes interiores, se someterían a estar en una suerte de paraíso, quieto, estático, tranquilo, donde no pasase nunca nada, ni se pudiese hablar, ni aprender, ni soñar.

Es así como muchos viejos pueblos y antiguas civilizaciones ‒dicen algunos que muchas verdades se captan por la vejez que tienen‒ han sostenido estas ideas y han concebido claramente que la VIDA ES UNA. Es un perpetuo devenir, pero con un movimiento cíclico, lo que hace que por momentos estemos en la parte alta de la curva y aparezcamos con presencia física, y otras veces pasemos a la parte baja de la curva en donde desaparece nuestra existencia material.

En este continuo devenir se ha gestado una comprensión más profunda del ser humano; una sabiduría más honda de lo que significa vivir aquí y allí. Así podemos comprender por qué viejas filosofías religiosas ‒como el budismo‒ hablaban de que el ser humano mientras está en la Tierra está sujeto al dolor. Y está también atrapado por algo mucho más terrible que es la ilusión; la ilusión de creer que todo lo que nos rodea es estable, es fijo y tiene existencia real.

Nos decían los antiguos pensadores que no puede tener existencia real y ser absoluto aquello que podría ser destruido simplemente con un golpe o una llama de fuego.

Las cosas materiales existen, pero no son eternas. Y el hombre, atrapado por las falsas creencias de eternidad, sufre porque sueña con todo lo que no dura, se enamora de cosas efímeras, se prende a todo lo que se le escurre entre las manos. Por eso llora como un niño que ha perdido su juguete, como un adulto que le falta un ser querido. Y padece como cualquiera de nosotros cuando deseamos algo y al ir a tocarlo con las manos sentimos que se va.

Por esta razón recomendaban los budistas considerar que la vida es apenas un tránsito, un momento, y que debemos por todos los medios despertar la conciencia para que las fuertes ligaduras del dolor y la ilusión, no nos atrapen tanto como para poder volar libremente en el momento que no tengamos cuerpo.

¿Qué contaban los egipcios cuando hablaban de estos temas? Ellos tenían la vieja tradición del peso del corazón del muerto. El ser despojado de toda corporeidad solo presentaba ante los dioses su corazón ‒el conjunto de todo lo que había sentido y pensado a lo largo de su vida‒ el cual ante el tribunal de los dioses se ponía en un platillo de una balanza, teniendo como contrapeso ‒en el otro platillo‒ una pluma: la sutilísima pluma de la Justicia.

Si el corazón era tan leve como la pluma de la Justicia, este hombre justo, aprobado por el tribunal de los dioses, pasaba a vivir otra vida en el mundo de los no sinsabores, puesto que la materia ya no pesaba.

Pero si su corazón había inclinado más la balanza hacia su lado, este hombre, tras un periodo de reposo, tenía que volver a la existencia nuevamente y revestirse de carne para aprender a trabajar y a vivir, hasta que su corazón fuese justo, llano, sutil; hasta que no cargase demasiado peso en su interior.

¿Y por qué creemos que estos egipcios llenaban las tumbas de sus muertos con ofrendas materiales? No vamos a seguir pensando que era porque creían que el muerto comía, se seguía poniendo alhajas y se solazaba en ello. Simplemente tenían la creencia de que todo lo del mundo moría con lo terrenal.

Lo que es de una misma naturaleza yace en el mismo sitio. Lo que es de otra naturaleza, vuela a otras dimensiones.

Indudablemente, para hablar de Vida y Muerte hay muchas otras ideas concomitantes que tendríamos que recoger con objeto de comprender mejor cómo se unen estas dos ideas aparentemente opuestas.

Una primera ley que tomamos de la más remota antigüedad es la Ley. En la Naturaleza hay una Ley, un canon, algo que rige todo lo que existe desde el primer momento y le ha dado forma, inteligencia y voluntad.

Esta ley es lo suficientemente perfecta y pura para que nosotros ‒humanos sumidos momentáneamente en la materia‒ no podamos comprenderla en su cabal expresión. Y sucede que como no la entendemos, la contravenimos. Si se nos ha indicado que el camino conduce a un determinado lugar, casi por el natural instinto de la materia que es ciega, en lugar de caminar hacia allí, vamos en sentido opuesto.

Basta con que salgamos de esa Ley, para que el error que cometamos produzca una reacción, de tal manera que actuamos según estas viejas teorías, no por respeto y comprensión de la Ley, sino por acción y reacción. Si procedemos y no nos pasa nada, concebimos que está bien y seguimos andando. Pero si con nuestra conducta sentimos que hemos tropezado con algo, la reacción nos indica que este no es camino acertado. Entonces corregimos la ruta.

Así ‒por acción y reacción‒ vamos asimilando experiencia. Los muchos pesares ‒dicen los orientales que el dolor es vehículo de conciencia‒ nos hacen recapacitar y permiten discernir por dónde debemos caminar para realmente SER.

Lo que no podemos evitar es equivocarnos, y como erramos, asimilamos semillas que serán causas que provocarán nuevos efectos. También acumularemos muchas acciones que no desembocan en reacciones y que nos pesan y oprimen: son todas estas cosas que soñamos, que queremos, que ambicionamos y que no podemos realizar, pero que nos pesan y nos promueven a más y nuevas acciones.

Los antiguos dicen que cuidado con esas acciones de las cuales se ambicionan los frutos, porque ellas atrapan al ser humano. De pronto ‒como explican los viejos Maestros‒ la muerte corta la vida y no hemos completado todo aquello que deseamos, y es casi por fuerza que hemos de regresar para satisfacer lo que deseamos.

Así pues, casi sin quererlo, caemos en aquel otro tema que hemos tratado tantas veces y que es la Reencarnación, la cual se presenta como corona insalvable de la rueda de la vida y de la muerte.

Hablar de reencarnación tiene sus desventajas. Lo más simple es hablar de vida y de muerte ‒así por las buenas. Mencionar la reencarnación es más problemático, porque tiene mala imagen. Es como un personaje que no hubiese tenido suficiente tiempo ni medios económicos para hacer de sí mismo una buena propaganda, y por ello su idea es nefasta. También se le ha hecho mala propaganda.

Solo el mencionar la palabra “reencarnación” hace que se nos pongan los pelos de punta y pensemos si no estaremos blasfemando.

¿Cuáles son los problemas que nos alejan de la visión de este tema? El primero de ellos es el ya antes mencionado temor a la muerte, a lo desconocido, a todos estos asuntos que no podemos digerir bien. El cuidado es tan grande que preferimos rechazarlos antes que tocarlos. Es por recelo que nos quedamos perfectamente encerrados en nuestro castillo de cristal ‒que tampoco escapa a la muerte, evidentemente.

Otro problema que nos encontramos al hablar de reencarnación es que muchas religiones ‒a la par de haberlo prohibido e impedir que se tratase‒ han satisfecho preguntas íntimas y dolorosas del ser humano. Tampoco han resuelto inquietudes vitales de aquéllos que sentimos, que vivimos y para quienes nos resulta difícil prender qué es eso de dejar de vivir.

Otro problema es la cantidad de falsedades del misticismo de muchos personajes que, escudados en el misterio que recubre todos estos temas, se rodean aún más de secreto y sigilo, y dicen que nos explicarán una gran verdad.

Hay demasiado comercio y mentira acerca de estos asuntos que son altamente delicados, y que requieren ser tratados con cuidado y verdadero conocimiento. Como muchas veces hemos sido engañados por estos falsarios del misticismo, se acaba por decir que todos los que hablan de reencarnación son mentirosos.

Cuando se menciona la reencarnación todo el mundo pide pruebas; pero eso sí, pruebas materiales. Mas estamos hablando de algo que no es tangible, porque cuando nos morimos, aquello que queda no es sólido. Y ¿cómo podemos probar materialmente lo que no es material? Estamos pidiendo algo que es imposible desde el comienzo.

Por otra parte, aunque existiesen pruebas, diríamos que no. Testimonios hay; relatos curiosísimos que se han registrado por todas partes del mundo y que han recogido miles de cronistas y escritores, así como infinidad de libros que han recopilado muchos casos probados fehacientemente con todos los datos. Pero con todo, insistimos en negar la reencarnación.

Otro problema es la falta de memoria. ¿Por qué no recordamos las vidas pasadas? Cierto es que no recordamos nada, pero no solamente de antes, sino de ahora tampoco; porque si en esta vida actual tuviésemos una memoria extraordinaria y pudiésemos recordar todos y cada uno de los momentos, diríamos que es raro no tener presente también los pasados. Sin embargo, es muy difícil que alguien maneje todos los detalles y minutos de su actual existencia.

Si no tenemos capacidad de memoria ahora, si estamos perpetuamente desatentos y recogemos apenas instantes, salpicaduras de la existencia, ¿cómo pretendemos grabar muchísimo más.

Es mejor aceptar que la Naturaleza ‒en su piedad‒ tiende un velo sobre nosotros para hacernos vivir día a día con renovada ilusión. ¿Qué sería de nosotros si lo recordásemos todo?

Los psicoanalistas nos ayudan a hacernos olvidar nuestros traumas, puesto que escondemos voluntariamente todos aquellos hechos que nos han dolido profundamente. No tenemos todos los detalles presentes, pero nos quedamos con la experiencia, sea buena o mala. ¿No será una ventaja no recordar? ¿No será una posibilidad de ‒como decía Marco Aurelio‒ poder pensar que se va a vivir cada día como si fuese el primero y el último?

Otras veces se confunde reencarnación con resurrección, y se piensa que llegará un día en que con estos mismos cuerpos volveremos a vivir. Es lógico que cuando la idea se torna tan materialista, cuando resurreccionar es estar tal como hoy parecemos, se hace gravoso aceptar y creer.

La reencarnación es diferente. Lo que permanece es otra cosa; es lo que no tiene corporeidad y para continuar su experiencia, se viste de cuerpo. Es cuando pensamos que no hay ninguna posibilidad de reencarnación, de perduración del espíritu, el momento en que la vida y la muerte se nos aparecen como opuestos y nos crean crisis como en la que vivimos hoy.

Estamos en crisis porque estamos hartos de materialismo, hartos de saber, de ver, de leer y de escuchar que, cuando sentimos algo, nos digan que todo se debe al desequilibrio glandular. Y que si nos tocasen otra glándula, no nos daría por el arte sino por otra cosa.

Estamos hartos de querer a una persona y que se nos diga que eso se debe a un centro cerebral, y que si ese centro fuese manipulado, querríamos a otra persona. Sentimos muy dentro de nosotros que eso no es así.

Estamos hartos de que nos digan que cuando sentimos necesidades místicas, es porque tenemos el cuerpo frustrado.

Estamos inquietos porque hay una gran cantidad de cuestiones en la vida que la ciencia no alcanza a comprender. Porque hay muchas cosas que suceden que aparentemente no tienen explicación lógica.

Estamos hartos porque estamos desesperados y vivimos casi sin saber qué será de nosotros mañana, por lo cual no nos atrevemos a soñar. Y cuando soñamos nos hacemos la fatídica pregunta de si podremos realizar todo lo soñado o si nos matarán antes, o vendrá un tiroteo, o estallará una bomba, o se quemará la casa, o habrá una huelga, o nos quedaremos sin trabajo, o nos despreciará nuestra familia.

Ahora ya no quedan casi valores a los que aferrarse y por eso nos desesperamos. Y tendemos a buscar tal vez muy viejos valores, que hace mucho tiempo fueron predicados y que hicieron seres humanos no mucho mejores que nosotros, pero tal vez un poco más felices, un poco más seguros que nosotros.

Y notamos esa seguridad y esa felicidad en las obras que nos dejaron.

Hay aún libros que tienen 2000 o 3500 años que leemos como si fuesen nuevos y frescos, y que producen en nosotros tranquilidad, paz, sensación de alivio.

¿Qué es lo que refleja nuestro mundo de desesperación? Tensión, odio, inseguridad, inestabilidad. Nadie sabe quién es, ni lo que quiere, ni para qué está aquí. Y todo esto se refleja en la literatura y en el arte que dejamos detrás.

Comenzamos a buscar y a preguntarnos que, si hemos aceptado científicamente la existencia de materia y energía, y estas dos cosas no son iguales, ¿no podríamos aceptar también que, además de nuestra materia hay ‒no la llamemos ya ni alma ni espíritu, si molesta la palabra‒ energía, que hay algo más aparte del cuerpo?

Si los científicos advierten que nuestros dos hemisferios cerebrales no son iguales, ya que parece ser que en el lado derecho se registran impresiones de mucha mayor sutileza y profundidad que las que capta el lado izquierdo, podríamos comenzar a pensar que es hora de poner a trabajar esta parte del cerebro, a ver si despierta en nosotros algo más sutil.

Si continuamente nos damos cuenta que la psicología como ciencia ya no alcanza, y hablamos de parapsicología ‒de lo que está más allá de la psicología, para tratar de misterios y verdaderos fenómenos que ya no comprendemos‒, tenemos que admitir que la ciencia se está quedando corta.

Y dentro de un par de años estaremos hablando de meta-parapsicología, para ver si así vamos un poco más lejos en ese misterio que está más allá de nuestra comprensión.

Estamos viendo que psicólogos y médicos de todas partes del mundo se afanan en experimentos de regresión hipnótica o en tratamientos con drogas, para ver qué pasa con estos individuos que están a punto de llegar al umbral. Y no nos interesa lo que relatan estas personas, porque creemos que son farsantes y que todas se han propuestos mentir en el mismo tema.

Pero no en todos los casos es así.

Es curioso observar en experimentos de personas que no pueden ser embusteros porque están a punto de morir, y totalmente drogados para evitar los dolores, lo que cuentan cuando tienen momentos de lucidez.

Hablan de cosas que no conocen; describen mundos que jamás han recorrido. Y cuando se comparan conceptos y aquello que dicen haber visto, con lo que relatan muy viejos libros ‒como “El Libro de los Muertos” egipcio, o el “Bardo Thodol” de los tibetanos, o una “Teogonía” como la de Hesíodo, aterra ver la similitud con que hombres, sin ninguna cultura, de pronto adquieren una facilidad de palabra y una habilidad de escapar de la materia; que solo es debido a que ésta ya es demasiado escasa para aprisionarles.

Es hora de llegar a una conclusión que, aunque dolorosa para nuestra mente racional, nos vale y nos apoya.

Si la fe es dudosa, más dudosa todavía es la duda. Si la fe no es estable, la duda tampoco lo es. Si yo solo sé que dudo, yo también puedo decir que solo sé que tengo fe. No veo por qué ha de ser mucho más distinguido y noble aquel que acepta que duda que el que acepta que tiene fe. Las dos cosas están igualmente indefinidas.

Mas como la una destruye y la otra fortalece, pues elijamos la fe: es muchísimo más sencillo para todos nosotros.

Si es cuestión de elegir entre vida y muerte, vamos a preguntarnos si cuando estamos vivos, realmente vivimos. ¿Estamos todos verdaderamente vivos? ¿Es vida el dejarse estar, o es vida el vibrar, el hacer, el soñar, el buscar, el querer tener cosas más nobles y mejores?

Si denominamos vida a todo lo mencionado, estamos de acuerdo: vivimos. Si sencillamente nos dejamos estar y nos diferenciamos de un animal en la forma del cuerpo, eso no es estar vivos. Luego, la vida no consiste en tener el cuerpo caliente y poder percibirlo a través de los sentidos.

Vida es mucho más. La vida es algo que nos traspasa. La forma material es apenas un vehículo; la vida entró por él y por él saldrá. Es un momento, una parte del conjunto. Hay que llegar a sentir aquello otro que es vivir siempre, unas veces vestidos y otras desnudos ante nuestro propio Dios, pero siempre vivos.

Nadie se satisface con la idea de desaparecer para siempre. Nosotros que tanto estudiamos los instintos humanos, no nos hemos detenido jamás a analizar ese otro instinto que es el de eternidad. El de querer durar, perpetuarse en un hijo, en una obra, en un trabajo, en una construcción, en cualquier otra cosa, pero pedir por favor que eso dure un poco más que nosotros.

¿De dónde viene esta necesidad, esta ansiedad, si no es de nuestro anhelo de eternidad?

Si pudiésemos elevar una palabra, una oración, un ruego para estar vivos; si tuviésemos la facilidad de evocar un talismán mágico para despertar verdaderamente, que fuese sonido, ¿qué palabra diríamos? VIDA, únicamente VIDA.

Y si para terminar esta charla pudiera repetir una vez más que la Muerte es solo una distinta forma de vivir y experimentar, tal vez ello nos ayude algún día a resol ver un poco nuestro dilema interior.

Todo lo que he dicho, la Vida y la Muerte, se puede resumir con una sola palabra: VIDA, SOLAMENTE VIDA.

Créditos de las imágenes: EJ Strat

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Referencias del artículo

Conferencia dictada en Madrid, en 1980.

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