Uranus y Gaia. El mito de la Creación en la antigua Grecia

Autor: Laura Winckler

publicado el 18-03-2017

De los mitos y los astros

Los griegos decían del mito: he aquí el relato de lo que no ha existido jamás y que sin embargo fue, es y será.

Titán alcanzado por un rayo - Nueva AcrópolisMitos en griego significa el “relato”, la “palabra”, de la cual Hesíodo dirá: la palabra que dice la verdad. El mito se expresa por medio de un lenguaje poético que se viste de símbolos y se expresa como una totalidad que se dirige tanto a nuestro corazón como a nuestra inteligencia. Se reviste de símbolos porque son portadores de la ambigüedad, puente permanente entre lo visible y lo invisible, lo concreto y lo abstracto, la idea y el acto, pasando por el corazón y, por consiguiente, por nuestro mundo imaginario.

El mito se vuelve realidad cuando es vivido y percibido por nuestra imaginación creadora y se convierte en la fuente de inspiración de nuestros actos.

Los astros, al marcar el orden del cielo con su ritmo regular, ritman también los latidos del corazón del universo y son portadores de inmensa vida, de la cual todos los seres participan.

La astrología, verdadera ciencia de analogías, revela el lazo profundo que nos une a todo, desde lo infinitamente grande (macrocosmos) hasta lo infinitamente pequeño (microcosmos), imagen de lo vivo.

Del principio hermético: “como es arriba es abajo e inversamente” resulta un simbolismo preciso, según el cual los astros son representaciones de las funciones psicológicas fundamentales del hombre.

La disposición que tienen en el cielo, desde el Sol, estrella de nuestro sistema, hasta Saturno, el último de los planetas perceptibles por nuestra vista, sus características y ritmos hacen de ellos la imagen simbólica de los siete principios que rigen el orden del mundo, tal como lo expresa el símbolo del dios Apolo con su cítara de siete cuerdas, que recrea “la armonía de las esferas”, de la cual hablaban los pitagóricos.

El astro más alejado de todos y simbólicamente el más arcaico es Cronos –Saturno–, amo del tiempo y del destino. Con él nos remontamos hasta los orígenes del mundo y de la creación, hasta la pregunta primera que espantó al hombre cuando alzó lo ojos al cielo: “si es cierto que por mis actos estoy unido a la Ley Universal, ¿en qué medida soy yo dueño o esclavo de mi destino?”.

Para que comprendamos la relación entre el hombre y lo divino en la religión griega, sigamos el pensamiento de W. Otto (ver bibliografía).

“Para los griegos la divinidad se percibe cuando se participa del movimiento del mundo. La divinidad se presenta con su mayor presencia e inmediatez al hombre en su quehacer y en lo que emprende, bien sea para llevarlo a triunfar o para impedírselo, para iluminarlo o para confundirlo”.

El hombre no puede pretender sustraerse a las consecuencias de lo que no hizo correctamente. Muy al contrario, con una inflexibilidad que nos espanta, sus consecuencias se dejan sentir. Sin embargo, nada que haya hecho el hombre, que merezca alabanza o censura, debe ser considerado por el hombre como realizado por él solo. El culpable no tiene esa humildad que carga la falta entera de la voluntad individual; sabe que no es la única causa de lo que le ocurre. Por eso es por lo que permanece altanero y orgulloso aun en el desastre. Lo que le ha sucedido, aun cuando sea para destruirlo, pertenece, como todo lo que sucede en el mundo, a “decisiones superiores”.

Esta manera de ver las cosas tiene sus raíces en la creencia muy sólida en la Divinidad en el mundo. Eran los tiempos en los cuales el hombre percibía el mundo y no su singular existencia en el espejo del mito auténtico.

En efecto, en la concepción antigua de la existencia, el hombre interior no es un mito en sí mismo. Esto quiere decir que está implicado y completamente fundido dentro del mito del mundo, y que allí tiene su forma definida y particular.

“Los motivos que tenemos cuando tomamos nuestras decisiones, los conocen los dioses. Es en ellos y no dentro del corazón del hombre donde se encuentra el fundamento principal de todo lo importante que se realiza en él”.

Esto quiere decir que el hombre sabe que pertenece a un gran Ser y a sus formas vivas. Cuando las conoce, se conoce a sí mismo.

Lejos de encerrarse y de hundirse en la subjetividad, de no estar seguro de sí mismo y volverse obstinado, el hombre tiende hacia la objetividad y la realidad del mundo, y de ahí hacia lo divino.

Es por esto por lo que para el griego, comprender y conocer es más esencial que tener una percepción sobre esto o aquello.

“Aquel que se atarea con amor, nobleza y justicia conoce algo de lo amable, lo justo y lo bello”.

El mito cosmogónico

Antes de todo vino al ser Caos…

“Entonces, antes que todo vino al ser Caos, –escribe Hesíodo–, y en seguida vino Gaia, de anchos flancos, asidero por siempre seguro para los inmortales que ocupan las cimas del Olimpo nevado y para los tártaros de oscuras brumas, hasta el trasfondo subterráneo de anchos caminos; y también Eros, el más bello de los dioses, aquel que quiebra los miembros…”.

Caos, Gaia, Eros, esta es la trilogía de poder, de quien la génesis procede e introduce todo el proceso de organización cosmogónica. El Caos que nace antes que toda cosa no tiene fondo, como tampoco tiene cima: es ausencia de estabilidad, ausencia de forma, de densidad, ausencia de lleno. Como “cavidad” es un torbellino vertiginoso que se ahueca indefinidamente, sin dirección, sin orientación. Sin embargo, como “apertura” desemboca sobre lo que, unido a él, es su contrario.

Gaia, una base sólida sobre la cual caminar, un asidero seguro sobre el cual apoyarse. Al ser designada, Gaia se presenta en su función de asiento de los dioses, extendida sobre los dos polos, de arriba a abajo, tendida entre sus cimas claras y nevadas y su oscuro fondo subterráneo.

Y asimismo, Caos, desde su aparición, da nacimiento a dos parejas de entidades contrarias; Erebo y Noche (Nux) y a sus hijos: Éter (Aither) y Luz del Día (Hemeré).

Eros representa una fuerza generadora anterior a la división de los sexos y a la oposición de los contrarios. Es un Eros primordial –como el de los órficos–, en el sentido de que representa la fuerza de renovación en el albor, dentro del proceso mismo de la génesis; el movimiento que lleva, primero a Caos y a Gaia a emerger sucesivamente, a producir a partir de ellos mismos algo más, algo que, prolongándolos, se les encara, siendo a la vez su reflejo y su opuesto.

Gaia da a luz, en primer término, a Uranos Asteroeis, el Cielo Estrellado; lo pare “idéntico” a sí misma, a fin de que la cubra y la envuelva por todas partes. El desdoblamiento de Gaia pone ante sí a un compañero masculino, quien a su vez aparece como Tierra y como Caos, extendido entre lo oscuro y lo luminoso; es el oscuro cielo nocturno, pero constelado de estrellas.

Así termina la primera fase de la cosmogonía. Hasta aquí, las fuerzas que vinieron al ser se presentan como fuerzas o elementos fundamentales de la Natu-raleza. El Teatro del Mundo ha quedado erigido para que entren en escena actores de tipo diferente.

El incesante engendrar de Uranos y Gaia

De los abrazos de Uranos, Gaia engendrará tres series de hijos: los doce titanes y titánidas, los tres cíclopes y los tres ciembrazos (Hecatónquiros). Entre los titanes hay seis masculinos y seis femeninos; Zeus, en la lucha por la realeza del cielo, es nombrado al final y aparte.

La versión arcaica de Pelasgo acerca del mito de la Creación establece la relación entre las fuerzas planetarias y los titanes (“Señores”): la diosa creó las siete potencias planetarias e hizo que cada una fuera gobernada por un titán y una titánida, y así:

  • Teie e Hiperión reinaban sobre el Sol
  • Febo y Atlas sobre la Luna
  • Dionesa y Sirio sobre Júpiter
  • Tetis y Océano sobre Venus
  • Rea y Cronos sobre Saturno.

Con la triple descendencia de Uranos y Gaia, los actores que protagonizarán el último episodio del proceso cosmogónico ya están ubicados.

Uranos, en la sencillez de su fuerza primitiva, no conoce más actividad que la procreadora. Extendido sobre toda Gaia, la cubre por completo en una interminable noche de incesante efusión. Este amor y constante desbordamiento, convierte a Uranos en aquel que “esconde a Gaia”, “esconde a sus hijos en el lugar mismo donde los concibió”, es decir, en el seno de Gaia, quien gime ahogada en sus profundidades por el fardo de su progenitura.

Uranos, el progenitor, bloquea el curso de las generaciones, impidiéndole a sus pequeños acceder a la luz, perdido de amor, pegado a Gaia, lleno de odio por sus hijos, quienes al crecer podrían interponerse entre ellos dos; expulsa a aquellos a quienes concibió a las tinieblas del prenacimiento, al seno mismo de Gaia. El exceso de su desbordada fuerza sexual inmoviliza a las generaciones.

Ninguna nueva generación puede aparecer mientras se perpetúe este incesante engendramiento que Uranos lleva a cabo sin tregua al estar unido a Gaia. No permite que haya un espacio encima de ella ni un espacio de tiempo en el que puedan nacer, una tras otra, las razas de nuevas divinidades.

El mundo habría permanecido estático si Gaia, indignada por una existencia de esclava, no hubiese imaginado un pérfida treta que va a cambiar la faz de las cosas.

La castración de Uranos

Gaia crea el acero y hace con él una podadora; luego, exhorta a sus hijos a castigar a su padre. Todos dudan y tiemblan, salvo el más joven de ellos, Cronos, el titán de corazón audaz y astucia maliciosa. Gaia esconde la podadora y prepara la trampa. Cuando Uranos se extiende sobre ella en la noche, Cronos, de un golpe, le corta los órganos genitales.

Este acto de violencia tendrá consecuencias cósmicas decisivas. Alejará por siempre al Cielo de la Tierra y lo fijará en la cima del mundo, como el techo del edificio cósmico. Uranos ya nunca más se unirá a Gaia para producir seres primordiales. El espacio se abre y este desgarramiento le permite a la diversidad de los seres tomar forma y encontrar su lugar en el espacio y en el tiempo. El mundo se puebla y se organiza; la génesis se ha desbloqueado.

Sin embargo, este gesto liberador es al mismo tiempo un crimen horrible, un acto de rebeldía contra el Padre-Cielo. Todo se va desarrollando como si el orden cósmico, con sus jerarquías de poder y las diferencias de competencia que ello supone entre los dioses, no pudiera quedar instituido sino por medio de una violencia culpable, de una pérfida astucia, por la cual ha de pagarse un precio.

Cronos sostiene en su mano izquierda el sexo de Uranos, que arrancó de un tajo, con la podadora en su mano derecha. Sin mirar, y como para conjurar la mala suerte, arroja estos restos sanguinolentos por encima de su hombro… pero las gotas de sangre celeste caen sobre Gaia, la negra tierra, quien las recibe todas en su seno. El sexo, que ha caído más lejos, va a parar a las aguas del Ponto, las cuales se lo llevan hasta el mar. Uranos, castrado, ya no puede reproducirse, pero, fecundando a la tierra y a las aguas, su órgano progenitor va a realizar la maldición de vengar su crimen.

Sobre la tierra, las gotas de sangre harán nacer a tres grupos de fuerzas divinas que se encargarán de llevar a cabo la venganza en nombre del Progenitor: las erinias, los gigantes y las ninfas, que apadrinarán las empresas guerreras, las actividades de lucha y las pruebas de fuerza.

Durante mucho tiempo, el sexo amputado de Uranos es llevado por las aguas, y va mezclando a la espuma marina que lo rodea la espuma de esperma nacida de su carne. De esta espuma (afros) nace una niña que dioses y hombres llaman Afrodita. Cuando llega a Chipre, Eros e Hímeros (Amor y Deseo) le hacen la corte.

La castración de Uranos engendra entonces sobre tierra y aguas dos órdenes de consecuencias: de un lado la violencia, el odio, la guerra; del otro lado la dulzura, la concordia, el amor.

Así pues, el mundo va a organizarse por la mezcla de contrarios, mediación entre opuestos. Pero en este universo de mixtos, donde se equilibran fuerzas de oposición y fuerzas de unión, no hay una línea divisoria entre el bien y el mal, ni entre lo positivo y lo negativo.

Las fuerzas de la guerra y las del amor tienen también sus aspectos claros y sus aspectos oscuros, benéficos y maléficos. La relación de tensiones que mantiene alejados a los unos de los otros, se manifiesta también en cada uno de ellos, bajo la forma de polaridad, de una ambigüedad inmanente a su propia naturaleza.

Bibliografía

La astrología, clave para el conocimiento de uno mismo. Ed. NADP, 1980.

Comprender las etapas de la vida y encontrarles sentido. Ed. Belfond, 1981.

Memorias del Coloquio “Dane Rudhyar, humanista del Siglo XX”. Ed. NA, 1986.

Lo sagrado en el Tíbet. Homo Religiosus, 1987.

Revista Nueva Acrópolis. Varios números.

Créditos de las imágenes: Jastrow

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