El anillo marca un lazo, alianza o voto. Su agujero central simboliza el lugar de paso de la influencia celestial, el soplo divino que sella el pacto. Es el hueco por el que pasa la energía que hace girar la rueda del destino, símbolo de potencia en manos de los poderosos y de legalidad si lleva impreso el sello que la autoriza.
Entre los griegos, cuando Zeus permite a Heracles liberar a Prometeo, es con la condición de que éste lleve en su dedo un anillo de hierro en el que va engastado un fragmento de roca del Caúcaso, como recuerdo y símbolo de su sumisión al dios. Toda atadura que rodee completamente una parte del cuerpo, encierra en sí misma una potencia sobrenatural que le impide actuar libremente.
Para el budismo es símbolo del cielo indefinido, círculo cerrado en oposición a la espiral. Es el Cielo redondo opuesto al cuadrado de la Tierra.
En el plano esotérico es el cinturón protector de los lugares, conservador de un secreto; apoderarse de un anillo es abrir una puerta; ponérselo a uno o imponérselo a otro es reservarse a sí mismo o aceptar el don del otro.
Otra modalidad del anillo es el círculo en llamas que rodea a Shiva como danzarín cósmico, que puede asimilarse a la rueda del Zodíaco; como ésta, o el ouroboros de los gnósticos, tiene una mitad activa y otra pasiva (evolución, involución), e indica el proceso vital del Universo y de cada una de sus criaturas, la danza y rueda de la Naturaleza que se crea y se destruye de continuo para ir ascendiendo en la evolución de todos los seres.
Existen también los anillos talismanes en las leyendas de casi todos los pueblos. En la mitología nórdica están relacionados con duendes y enanos que los guardan celosamente, dándoselos a veces a los seres humanos cuando desean protegerlos. Estos anillos traían buena suerte a sus propietarios mientras eran cuidadosamente guardados, pero su pérdida iba seguida de terribles desgracias e indecibles tormentos, como recoge Wagner en “El Anillo del Nibelungo”, su famosa tetralogía. También es frecuente en la literatura europea utilizar la metáfora del “anillo de Giges” recogida en el relato de Platón: un anillo de bronce que, una vez colocado en el dedo, hacía invisible al que lo llevaba.
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