La piedra es un símbolo del ser, de la cohesión y conformidad consigo mismo. Su dureza y duración impresionaron a los hombres desde siempre, quienes vieron en ella un símbolo de perennidad, frente a los cambios de lo biológico, sometido a las leyes continuas del nacimiento y la muerte. Dirigida hacia el cielo, fue siempre símbolo de comunicación entre el hombre y la divinidad.
La piedra también tiene vida y así lo aceptan todas las tradiciones. Podemos observarlo en la manera de expresar su enorme capacidad de resistencia, en su voluntad de mantener siempre sólidamente apretadas sus moléculas, para impedir que se desgajen y dispersen, lo que para ella sería la muerte. A más voluntad, más vida. Por eso la piedra constituye la primera solidificación del ritmo creador, la música petrificada de la creación, y los más bellos monumentos erigidos por el hombre se hicieron siempre utilizando la piedra como base para su construcción y ornamentación.
La piedra, cuando está entera simboliza la unidad y la fuerza, la afirmación de uno mismo; rota en muchos fragmentos, el desmembramiento y la disgregación de la psique, la enfermedad, la muerte y la derrota.
Las llamadas “piedras negras” o aerolitos caídos del cielo, son citados en múltiples tradiciones y pueden ser desde la figura de la Cibeles de Pessinonte hasta la Kaaba en La Meca; desde el Grial del Ciclo Artúrico hasta la Piedra Filosofal de los Alquimistas. Estas piedras se pueden incluir dentro de la categoría de los “betilos” (del hebreo Beth El, “Casa de Dios”), es decir, de las piedras consideradas como “moradas divinas”, y podrían incluirse dentro del simbolismo del “omphalos” o centro del mundo, la piedra redonda que en el mundo griego era la materialización del cielo, una presencia evidente de la divinidad, como ocurría en el santuario de Apolo en Delfos.
Los cristianos tienen, obligatoriamente, en el lugar donde deben ser depositados la hostia y el cáliz, en el centro del altar, una piedra consagrada por el obispo llamada “piedra de consagración”, y los altares portátiles deben ser siempre de piedra.
La piedra preciosa por excelencia, considerada como el más acabado símbolo de dureza y brillantez, es el diamante, que en todas las tradiciones se ha tenido como símbolo del orden y la perfección, de la estabilidad, de la luz y la inmortalidad. Platón denomina al pilar del mundo “el eje de diamante” y, en el simbolismo hindú y budista, todo cuanto tiene un significado “central” o “axial” está generalmente asimilado a esta preciosa piedra. El diamante es también símbolo de Cristo, identificándose así la “piedra preciosa” con el simbolismo de la “piedra angular” que sostiene a su Iglesia. Ambas representan la perfección y el cumplimiento, el eje que mantiene vivo el edificio, lo que en la Alquimia equivaldría también a la “piedra filosofal”, ya que el que la consigue ha encontrado su centro y su verdadera identidad, ha descubierto su “columna de luz”, que simboliza a su propio ser interior, el que le va a dar la fuerza para permanecer siempre erguido y fiel a sí mismo.
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