El unicornio es un animal fabuloso, símbolo de pureza. La tradición más común lo describe como un caballo blanco con un solo cuerno que le brota de la frente, un animal de gran bravura, huidizo y muy difícil de cazar. Los más diestros monteros no lograban hacer presa de él que, sin embargo, caía rendido ante la virginidad de una doncella. Atraído por su pureza, el unicornio solía avanzar mansamente hacia la dama, hasta apoyar la cabeza en su regazo, momento que aprovechaban los cazadores para atraparlo. A tal punto –sigue diciendo la tradición- llegaba la sensibilidad de este animal que, si la mujer hacia la que se había sentido atraído no era virgen, lo notaba y le daba inmediata muerte.
En la antigüedad se creía firmemente en la existencia del unicornio. Plinio, en el siglo I, lo describe como una bestia intratable con cuerpo de caballo, cabeza de ciervo, pies de elefante y cola de jabalí. Todavía en 1873, una enciclopedia francesa lo llamaba “animal probablemente fabuloso” sin atreverse a negar su existencia. Es extraña la universalidad de este ser, que se menciona hasta en los antiquísimos Vedas. Algunas leyendas afirman que el unicornio llega a vivir más de mil años y que su voz tiene el sonido de las campanas, reputándolo como el más noble y puro de los animales.
En cuanto a su iconografía, tienen especial importancia los seis tapices conservados en el Museo de la Abadía de Cluny en París, que integran la serie titulada “La dama y el Unicornio”. Según George Sand, a la que se atribuye su descubrimiento en los sótanos del castillo de Boussac, se trataba de una serie de ocho tapices, de los que sólo se conservan estos seis, sin duda una obra maestra del arte medieval, realizados con hilos de lana y seda en Flandes alrededor del año 1500. Su fondo de vegetación, propio de la época, el llamado “mille fleurs”, con profusión de animales y plantas, enmarca un conjunto de singular belleza.
La serie de tapices refleja el itinerario que debe realizar el alma en su disyuntiva entre el camino de la materia y el camino del espíritu, y la conclusión parece ser la necesidad del alma de dominar la materia (simbolizada por el león), con el concurso del espíritu (el unicornio) para llegar a unirse con él. Los cinco primeros tapices representan cada uno los cinco sentidos: tacto, gusto, vista, olfato y oído, a partir del más concreto si los miramos por este orden. En el sexto se impone el lema “À mon seule desir” (a mi único deseo), pues superados ya los sentidos materiales, el único deseo que le resta al alma es su comunión con el espíritu. Los dos tapices restantes representaban, al parecer, el séptimo a la dama sentada sobre un rico trono, y el octavo a la misma dama sentada de frente, acariciando con cada una de sus manos a dos unicornios blancos. En estos dos últimos, la figura del león que aparece en los seis anteriores, ya no aparecía.
Según el filósofo Juan M. de Faramiñán Gilbert, “El estudio de los seis tapices hoy existentes se fundamenta no sólo en su incalculable valor artístico y en la belleza de su diseño y policromía, sino también en el contenido simbólico que albergan sus imágenes”. La dama, que simboliza el alma, es la protagonista, el eje central del conflicto entre el león y el unicornio, entre la materia y el espíritu. La representación de los cinco sentidos indica la necesidad del alma de controlar éstos para liberarse de sus ataduras materiales, tras lo cual, su único deseo es seguir por la vía espiritual, transmutando su fuerza y alcanzando la liberación, el triunfo del espíritu sobre la materia.
Créditos de las imágenes: Thesupermat
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