La forma redonda del escudo está frecuentemente asociada a la rueda, símbolo del mundo en casi todas las tradiciones, como si el guerrero que lo portase opusiera el cosmos a su adversario. El que hace Hefaistos para Aquiles representa la Tierra, el Cielo y el Mar, y también el Sol, la Luna llena y todos los astros.
Lleva a veces una escena terrorífica que basta para derribar al adversario. Es el arma psicológica. Perseo, ayudado por Atenea, vence así a la Medusa, puliendo su broncíneo escudo hasta dejarlo como un espejo en el que se reflejaba la imagen del monstruo. La cabeza cortada de la Medusa es colocada por Atenea en su escudo a partir de entonces, para helar de espanto al que se atreva a atacarla.
Es el símbolo del arma pasiva, defensiva y protectora. Como la armadura o el manto, aísla y defiende al que lo porta. Es también, como la muralla, el símbolo de la frontera entre la persona que lo utiliza y el mundo que le circunda, o entre el portador y su adversario, ya que no se concibe fuera de un contexto de combate.
En el cristianismo, según san Pablo, el escudo más eficaz que puede portar el hombre para el combate espiritual es su propia fe.
En la literatura irlandesa medieval toma acepciones metonímicas, tales como protector, garantía, guerrero, etc.
Es interesante resaltar, en relación con la idea de Paracelso de que “lo semejante se cura con lo semejante”, que los escudos de algunos héroes o santos, como San Miguel o San Jorge, suelen tener forma membranosa, similar a las alas del demonio o del dragón que vencen.
A la vez que protege y cubre, el escudo exhibe. Por esto ya, desde la antigüedad, fue el lugar donde el guerrero disponía el emblema que juzgaba serle característico y que, entre los siglos XI y XIII, se convirtió en blasón heráldico hereditario.
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