Los bosques fueron los primeros templos para los pueblos primitivos. El temor a la oscuridad y el silencio que reina en su interior contribuían sin duda al respeto religioso que inspiraba y sobrecogía a los primeros habitantes del planeta. Estos pueblos consideraban el bosque como un lugar sagrado y misterioso que alberga extrañas fuerzas y energías desconocidas. Era el ambiente más apropiado para impresionar su imaginario, que les hacía pensar que había ricos tesoros escondidos entre la vegetación, y así lo podemos comprobar en mitos, leyendas y cuentos folklóricos de todo el mundo.
Según H. P. Blavatsky, las selvas y los bosques eran considerados como la mansión de ciertos genios poderosos. En su Glosario Teosófico afirma: “Cada árbol estaba consagrado a una divinidad particular; a su sombra se celebraban sacrificios y con la sangre de las víctimas se rociaban los árboles. A su sombra también se constituían los tribunales de justicia y los jueces dictaban sus sentencias, persuadidos de que los genios habitantes de los bosques iluminarían su entendimiento y les mostrarían la verdad.”
A nivel simbólico, el bosque evoca la noche, la oscuridad y el misterio, ya que entre su espeso follaje se oculta el Sol cada tarde y ya no se deja ver hasta la mañana siguiente. Al ser un espacio donde florece la vida vegetal no dominada ni cultivada, y que sirve además como lugar donde el Sol se oscurece, es una potencia contrapuesta a la luz, y asimilada al principio femenino y nocturno.
La selva fue dada como esposa al Sol por los druidas, el único pueblo de la Europa occidental primitiva que instituyó una clase sacerdotal organizada y jerarquizada como reflejo de la sociedad divina y que floreció en Gran Bretaña, Irlanda, norte de España y Francia durante la Edad de Hierro e incluso puede que antes. Para ellos, como para todos los celtas, los bosques constituían un verdadero santuario natural, como lo era el bosque de Dodona entre los griegos. En la India, los sannyâsa se retiran al bosque lo mismo que hacen los ascetas budistas, según podemos ver en el Dhammapada: “Los bosques son un lugar benigno cuando el mundo no entra allí, y el santo halla en ellos su reposo.” En Japón, el torii designa, más que la entrada a un templo, la de un santuario natural que es, por lo general, un bosque de coníferas. Y en China, la montaña coronada por un bosque es casi siempre el paraje de un templo.
Según afirmaba el psicólogo y psiquiatra suizo Gustav Jung, los terrores del bosque, tan frecuentes en las leyendas y los cuentos infantiles, simbolizan el aspecto peligroso del inconsciente, es decir, su naturaleza devoradora que nos oculta y oscurece la razón. Y el mitólogo Heinrich Zimmer señala que, por contraste a las zonas seguras de la ciudad, la casa y el campo de cultivo, el bosque puede albergar toda suerte de peligros y demonios, de enemigos y enfermedades, lo cual explica que, para hacerlos propicios, los bosques fueran de los primeros lugares consagrados para el culto de los dioses, y que las ofrendas se hicieran ritualmente en ellos suspendiéndolas de los árboles más sagrados, como podían ser la encina y el roble.
En definitiva, el bosque genera a la vez angustia y serenidad, atracción y rechazo; es un ejemplo más de la dualidad que existe en casi todas las manifestaciones de la vida.
Créditos de las imágenes: veeterzy
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