La verdad no rinde honores a ninguna sociedad antigua o moderna.
La sociedad debe rendir honores a la verdad o perecer.
S. Vivekananda
Es notable cómo una persona en su sano juicio, que ante una manzana no se atrevería jamás a afirmar que está ante un tornillo o una botella, miente sobre otras cosas más importantes con el mayor desparpajo, trastocando su naturaleza, negando evidencias o afirmando las inexistentes. Es obvio que el mentir es un rapto de locura más o menos pasajero y que, por lo habitual, hemos dejado de considerarlo seriamente.
Dado que cada ser o cada cosa tienen su naturaleza que le es propia, y que las relaciones entre los seres y los entes también tienen características privativas de cada uno, el tergiversar todo esto o parte de esto es un crimen ecológico a nivel mental y psicológico; es una burla a Dios y a la inteligencia de los Hombres.
En la Antigüedad clásica, la mentira, cuando ponderaba un acto heroico o daba traje de luces a la cotidiana labor de producir y consumir, llegó a ser considerada como una suerte de creación artística y, todavía hoy, muchos novelistas nos recrean con sus fantasías, situaciones y hechos imaginados. La poesía, la música y el teatro “fuerzan” de alguna manera casi divina los tonos grises de la vida diaria. ¿Miente Gustavo Adolfo Bécquer cuando le dice a su amada: “Poesía eres tú”? Esto es digno de meditarlo, pues, tal vez, solo está enriqueciendo y descubriendo facetas escondidas de la realidad.
Pero no es a este tipo de “mentiras” a las que me quiero referir, sino a esas otras, generalmente malintencionadas, que deforman y afean la realidad y a las personas. Que no están encuadradas en un marco de bondad, sino todo lo contrario; que tratan de menoscabar e inventan maldades y coronan con insensateces inexistentes las frentes de los justos y los buenos. Las que, alimentadas por el egoísmo y la vanidad, hunden en el cieno de la crítica malvada los más nobles esfuerzos, los más bellos logros. O disfrazan a los lobos de ovejas para que puedan comerse fácilmente el rebaño.
Esa es la mentira químicamente pura, sin justificación moral alguna. Y sin siquiera justificación práctica, pues la mentira, como el cerdo, tiene “patas cortas” y tarde o temprano es descubierta y descalabrada por la espada flamígera de la verdad.
Los Filósofos debemos hacer un verdadero culto a la verdad y no “novelar” sobre los actos y las vidas de otras personas, que son hondamente perjudicadas por las mentiras que sobre ellas se endosan,pues la dinámica psicológica de la mentira no es fácil de detener y siempre encuentra cómplices conscientes o inconscientes, que la potencian hasta límites de irrealidad que lindan con el horror y la perversión traumática.
Si la verdad es una virtud, la mentira es un vicio. Y como todo vicio debe ser combatido en lo individual y en lo colectivo.
Solo siendo portadores de una GRAN VERDAD, seremos realmente útiles en las Manos de Dios y cumpliremos nuestro destino filosófico y redentor. Y esa “Gran Verdad” no solo es subjetiva y metafísica, sino que necesita tener los pies en la tierra; o sea, que necesita que cada uno de nosotros seamos veraces y auténticos,limpios en cuerpo, mente y alma, pues la pureza es la forma objetiva de la verdad. Lo puro no se corrompe. La inmortalidad consciente es el atenerse siempre a la verdad, sin desvaríos ni creaciones tumorales en su seno.
La verdad, por humilde que parezca o sea, es siempre más fuerte y duradera que la mentira, pues esta, al ser ausencia de verdad, jamás pasa de ser una burbuja gaseosa dentro de la circulación de la sangre caliente y plena de la Vida. Puede lastimar y aun matar físicamente, pero jamás toca los orígenes espirituales que hacen que las cosas y los seres se manifiesten una y mil veces hasta alcanzar la experiencia, el discernimiento, la mística, que transmuta todo plomo en oro… en un Atanor Celeste en donde no caben las mentiras.
Ningún mentiroso tiene derecho a decir que cree en Dios,pues, si de verdad creyese, no deformaría Su Obra y se atendría a Su Ley.
La práctica de la verdad es uno de los caminos más naturales de la espiritualidad y de la ascesis. Yo creo que no hay ningún ejercicio, en ningún Plano de la Naturaleza, que la reemplace.
Jorge Ángel Livraga Rizzi
Artículo aparecido en la revista Nueva Acrópolis de España n.º 72, en el mes de mayo de 1980
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