Volvamos la vista atrás; treinta y dos siglos atrás, aproximadamente. En una parte del Asia Menor –hoy Turquía- que luego conoceríamos como Troya, hubo una gran ciudad. En esa gran ciudad existían hombres valerosos, que fueron atacados por hombres igualmente valerosos. Se suscitó una batalla, un encuentro, y hubo saqueo e incendio. Algunos nos dicen que fue tomada mediante la argucia de un caballo de madera que Ulises había ideado y gracias al cual los atacantes pudieron introducirse en la ciudad y hacer caer los muros.
Hay teorías más modernas que nos hablan de un terremoto que hizo caer los muros de la ciudad; el caballo sería simplemente uno de los símbolos de Poseidón, protector de los griegos.
Y es aquí donde hemos de echar la vista atrás para ver que esta circunstancia, la caída de una ciudad, por más importante que sea, encendió la imaginación de la gente, no solamente de los que habían triunfado, sino también de los que fueron derrotados. Muchos siglos después, los romanos se sentirían orgullosos de pensar que en la fundación de su ciudad había colaborado el príncipe Eneas. Es decir, que tanto en los vencedores como en los vencidos, la imaginación jugó un papel fundamental. Habían vivido intensamente esas jornadas y bien que haya existido o no el famoso caballo de madera, esos hombres quedaron marcados por el hecho. Hablaron del mismo, lo reprodujeron en pintura, en estatuas… Y, siglos más tarde, apareció esa gran compilación que conocemos bajo el nombre de La Iliada y de La Odisea, cuyo autor es Homero. Lo cierto es que esos hombres estaban en un estado receptivo, sentían intensamente aquello que les había tocado vivir.
Volvamos ahora al presente. Recordemos algo que ocurrió hace una decena de años. El hombre llegó a la Luna. Algo verdaderamente importante: durante los siglos escritores, poetas, científicos, habían soñado con que el hombre pudiese llegar un día a la Luna.
Sin embargo, por fin, un hombre lo logró. ¿Dónde están las poesías, dónde las esculturas, dónde aquello que recuerde realmente este acontecimiento único en la historia; algo esperado desde el fondo del tiempo y soñado en las cavernas, cuando se pintaban mamuts? ¿Dónde está aquello que nos demuestre que hemos vivenciado la llegada del hombre a la Luna? Prácticamente en ningún sitio. Pasado el primer impacto, el primer instante en el cual veíamos en las portadas de los periódicos los acontecimientos de las primeras fotografías de las huellas en el polvo lunar, todo quedó prácticamente en la nada.
Hace poco, en EE.UU., en el Museo de Ciencias de la ciudad de San Francisco, recuerdo que estaba viendo detenidamente un trozo de piedra lunar. A mi alrededor había una gran cantidad de niños. Yo era el único hombre adulto que estaba allí. A los ojos ajenos debía estar haciendo el ridículo, y aun pensarían: “¡Pobrecito!, se ve que es extranjero; tendría alma de niño para gustar de mirar la piedra lunar”. ¡Pero yo estaba viendo un trozo de Luna! Es lo que habíamos soñado muchos desde niños. Era lo que habían soñado nuestros padres, nuestros abuelos cuando leían a Julio Verne.
¿Qué pasa? ¿De dónde viene esta insensibilidad? ¿De dónde viene esta moda de que nadie registre lo que está viviendo, que nadie sienta lo que está ocurriendo, esta robotización que el mundo está imprimiendo en nosotros?
Cuando en París veo, por centésima vez, la “Victoria de Samotracia”, esa inmensa y enorme escultura, con los ojos entrecerrados me parece oír los remeros y las voces de aquellos aventureros que salían al mar sin saber siquiera a qué puerto llegar, con el solo sentido de la aventura, de ir más allá… Advierto que la gente mira extrañamente. No, hay que pasar rápidamente con una cámara fotográfica, hacer la foto y salir corriendo; hay que correr mucho. Lo he visto también en América, en Teotihuacán, donde los turistas se pelean prácticamente para pisotear la Pirámide del Sol, porque nadie la ve; simplemente la pisotean, suben a ella, y una vez arriba, bajan rápidamente. Luego dicen: “¡He estado en la Pirámide del Sol!”
¿Qué es este pisoteo de las cosas? ¿Qué es esta falta de imaginación? ¿Qué es esta falta de vibración? ¿Qué es esta vergüenza? Hoy tenemos vergüenza de la risa y del llanto. Solamente los beodos o la gente muy especial no se avergüenzan de sus lágrimas. Hoy es casi inconcebible que alguien pueda llorar de emoción ante una obra artística, o ante algo espiritual.
Hoy, el hombre está sumido en la desesperación, en un estado de desesperanza que es cuando no solamente le faltan cosas, sino que las cosas que tiene no le sirven.
Hace unos días, estando en Bruselas, un grupo de jóvenes quisieron hablar conmigo sobre cierto tema. El día anterior, una de sus compañeras de estudio, de unos 23 años, joven muy agradable, de padres adinerados, de buena salud, se había tomado un frasco de barbitúricos y se había suicidado. Y me preguntaban: “Profesor, ¿por qué se mató?” Yo traté, a mi vez, de averiguar detalles sobre esta muchacha, puesto que no la conocía: si se había peleado con el novio, si había tenido problemas en la universidad, o de orden económico, si se la había visto drogarse… todas las preguntas que se nos vienen a la mente en estas situaciones.
Pues no; no hubo nada de eso. Y al fin, llegué a una conclusión terrible: esta niña se había matado de aburrimiento. Lo tenía todo: coche, casa, admiradores, todo. Se mató simplemente por aburrimiento, y por esa ignorancia que nos traspasa a los hombres del siglo XX.
Conocemos la distancia que hay entre la Tierra y la Luna. Alcanzamos a ver los microscópicos seres que pululan por nuestra piel y que a simple vista no se advierten. Sin embargo, ignoramos cosas fundamentales que, no obstante, necesitamos ancestralmente. Y cuando decimos que no las necesitamos, nos mentimos a nosotros mismos. Es muy fácil decir: “Bueno, ¡que vaya al diablo todo! Yo sigo viviendo y sigo trabajando…”. Pero es mentira. En el fondo hay preguntas, hay formas de ser y de hambre esencial que siguen torturándonos y que nos provocan un principio de desesperación.
Hay cosas que no sabemos, que no sentimos, y que se van reflejando en esta gran crisis que sufre nuestra cultura y nuestra civilización. La mayoría de los hombres carece, por ejemplo, de un conocimiento que le permita relacionar las cosas en el Universo. Y al no acceder a esa relación, aparecen como opuestos los astros, los átomos, las estatuas y hasta las paredes. No sabemos para qué existen las cosas. ¿Quién nos ayuda? ¿Quién nos dice algo sobre de dónde venimos y a dónde vamos? ¿Quién nos lo explica? Prácticamente nadie. Incluso hoy las iglesias están dedicadas en gran parte a hablar sobre fines sociales y económicos. Yo sé que es necesario enfrentar las crisis sociales o económicas, pero también necesitamos un lugar donde poder orar al Dios Desconocido, donde poder conversar con alguien de lo que nos pasa dentro del alma. Hay una gran necesidad de saber de dónde venimos, qué somos realmente y a dónde vamos, si es que vamos a alguna parte. Esto cambia toda la cosmovisión de nuestra vida. Porque si pensamos que vamos a ninguna parte, si no hay bien, si no hay mal, si no hay premio, si no hay castigo, si no hay nada, entonces dará igual vivir de cualquier manera. Y si no vengo de ninguna parte, entonces, ¿qué importancia tengo yo y qué importancia tienen mis padres, o mi familia, o qué cualquier relación humana?
Es obvio que para cortar las raíces de este árbol de la desesperación, es necesario conocernos a nosotros mismos, saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Nos hace falta también conocer las leyes universales de la Naturaleza; por ejemplo, la ley de causa y efecto, llamada en Oriente del Karma: saber que todas las cosas son causas de las que las seguirán, y efectos de aquello que estaba anteriormente. Así, nada en este universo sería casual, sino que todo estaría enlazado, y tendría una razón de ser.
Si pudiésemos entender y vivir profundamente que realmente todo está encadenado, sabríamos algo sobre nosotros mismos. Comprenderíamos por qué algunas veces nos ocurren determinadas cosas.
El estudio de la historia nos permitiría seguir el desarrollo de las naciones, el ciclo de las civilizaciones con sus distintos momentos de apogeo y decadencia. Esta ley de causa y efecto es fundamental. Lógicamente, si no sabemos que hemos existido antes, ¿de qué ley de causa y efecto podemos hablar? Mas, si llegásemos a concebir por un instante que existimos desde el principio del tiempo –nuestra mente no puede abarcar más- y que vamos a seguir haciéndolo, entenderíamos lo que nos ocurre hoy como fruto de aquello que nos pudo haber ocurrido antes, y que estamos sembrando semillas de acción para aquello que nos ocurrirá después.
Hace algún tiempo, y sobre el tema de la reencarnación, cité experimentos actuales que están haciendo algunos psiquiatras sobre enfermos que tenían una serie de dificultades psicológicas de origen desconocido, y que solamente se pudieron entender haciendo descender al enfermo a través de sus traumas, en estado hipnótico, hasta posibles vidas anteriores. ¿Es esto cierto? ¿Es simplemente un psicodrama? Se han hallado constataciones relativas a fechas, lugares y palabras, pero, y esto es más importante, se ha descubierto que todos llevamos un importante mundo en nuestro interior, un universo que, sin duda, está en relación con el universo exterior.
Al que gusta de escribir, ¿no le ha pasado que a veces, a las cuatro o cinco de la mañana, se le ocurre una idea, un verso o un tema para una conferencia, y que, si no lo fija en el momento se pierde? Si ese tema o ese poema que “vienen” fuesen nuestros, si fuesen simplemente excreciones de nuestro ser biológico, los podríamos repetir.
Esos versos, esas músicas, esas extrañas voces que nos dictan sobre cosas que incluso desconocemos, ¿de dónde vienen? Tal vez de alguna dimensión o mundo en donde una parte especial de nuestro ser tenga la posibilidad de captar realidades que encerrados en esta cáscara de carne no tenemos posibilidad de atrapar. La pérdida de contacto con ese mundo maravilloso –mundo superior mágico- es lo que nos crea los estados de desesperación interior. Es la sensación de no haber hecho en el mundo lo que se quiso hacer, la sensación de vacío dentro del corazón. Puede tratarse aparentemente de un triunfador, pero si no se siente pleno, habrá desesperación y dificultad para encontrar un motivo a su propia vida, un por qué más allá de la monotonía de todos los días.
Vivimos todos los días en una suerte de inercia. Comemos, dormimos, nos movemos, vamos, venimos… pero eso no basta para llenar la necesidad interior. Para eso hace falta una revolución interior, una revolución espiritual, una re-evolución, una vuelta al punto de partida. Todos nosotros tenemos una forma de instinto acerca de un punto de partida más allá de nuestra propia vida física, un instinto que a veces nos avisa cuando va a ocurrir algo. Tenemos la capacidad de contactar con ese mundo invisible que nos rodea, pero necesitamos desarrollar nuestras potencias interiores de esperanza, frutos de nuestro mundo espiritual; un mundo que no se quiebra con las manos; un mundo que no se puede comprar con dinero; un mundo que no responde a las amenazas; un mundo que está más allá de todas las circunstancias de la vida. Y todos nosotros necesitamos participar de ese mundo, aunque lo hayamos olvidado.
Es más necesario la esperanza que el dinero. Los hombres podemos vivir con poco dinero, pero no podemos vivir sin esperanza. Todos tenemos, no solamente necesidad, sino derecho a un pequeño trozo de gloria, a un pequeño pedazo de historia, de algo trascendente, por lo cual nos reconozcan, ya sea en público, ya en privado. Eso también está roto. En pasados tiempos, las familias exponían los cuadros de los abuelos y los nietos admiraban al que hizo tal o cual cosa, al que viajó a tal parte o al que vino de tal lugar; y los nietos soñaban con el abuelo.
Hoy, cuando se muere el abuelo, si queda alguna fotografía suya, se tira o se rompe. ¿Para qué la queremos, si el abuelo ya se murió?
Esa falta de un poquito de gloria, de relación espiritual, nos va agostando, nos va volviendo poco a poco duros y malvados, porque nos sentimos muy solos. Y aunque estemos en medio de multitudes, aunque todas las mañanas leamos los periódicos y nos enteremos de lo que pasa en China o en India, nos sentimos solos porque desconocemos lo que nos pasa adentro. Y no logramos tampoco impactar en los que tenemos cerca para que nos transmitan una pequeña frase de cariño, algo que no sea simplemente material.
Si amáis a vuestros hijos, a vuestros amigos, a las personas que están con vosotros, no tengáis miedo de demostrarlo. El temor de demostrar nuestro amor es lo que nos ha quitado el derecho a la esperanza. La esperanza ha volado de nosotros porque de alguna forma nos hemos quedado paralíticos, duros, y no podemos demostrar nuestras emociones. Esas son mutilaciones de nuestra alma. Nuestra alma está mutilada en sus funciones de esperanza y de espiritualidad, de tal suerte que hacemos las cosas de manera automática. Necesitamos una revitalización interior que nos permita ponernos en contacto con el mundo y con nosotros mismo. Necesitamos frenar un poco en este camino de artificios y de “modas”.
Aquello que está de moda es aquello que se lleva. Si está de moda una determinada postura, a eso nos plegamos y por eso nos dejamos llevar como si fuésemos trozos de hierro o de roca, sin tener en cuenta nuestro ser interior.
Eso provoca, obviamente, un estado de desesperación. Necesitamos retomar el sentido de la esperanza.
Por eso, cuando hablamos de filosofía de Acrópolis (Acro-polis: ciudad alta) es porque muchos de nosotros nos hemos cansado de ser piedras que ruedan al vacío. Reclamamos nuestro derecho de amor, nuestro derecho de paz. Reclamamos a viva voz, y en el nombre de todos, el derecho a vivir como seres humanos. En un mundo que cada vez está más contaminado, queremos vivir descontaminados, más naturalmente; queremos que la esperanza marche delante de nosotros como si fuese un faro, alumbrando nuestro camino. Queremos tener relación con nosotros mismos, con nuestros antepasados, con la gente que va a venir. Queremos, de alguna manera, ser partícipes de este momento histórico y también forjar la historia del futuro. Los hombres, las mujeres, cuando realmente son hombres y mujeres, no se conforman con leer la historia; quieren hacerla, aunque sea en su pequeña medida. Quieren vivirla. Debemos reaccionar contra este mundo en donde las cosas del espíritu han sido cercenadas por la materia, y en donde aun los que queremos y los que tenemos necesidad de espiritualidad, de oración y de paz interior nos encontramos impulsados como ganado contra ese muro espinoso que es el odio de las actuales relaciones humanas.
¡Felices los que lloran ante una poesía! ¡Felices aquellos a quienes se les transmuta el rostro por estar oyendo una música que pueda elevarlos! ¡Felices aquellos que pueden gesticular y abrazar al amigo en plena calle! ¡Felices aquellos que todavía están realmente vivos, y de cuya semilla surgirá un mundo de esperanza, un mundo que no solamente debe ser nuevo, sino también mejor.
Créditos de las imágenes: Danir Yangirov
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