Todas las cosas que existen, objetivas y subjetivas, tienen su momento y su lugar para manifestarse, y así lo hacen.
Si esto lo interiorizamos, encontraremos un punto de apoyo sobre el cual edificar nuestras acciones y reacciones. Y en un mundo tan cambiante, no es algo superfluo contar con una referencia inicial que sitúe nuestra conciencia en un presente aceptado.
No es un disparate pensar, entonces, que viajamos por la vida en compañía de inseparables compañeros de camino bajo la forma de miedos y de esperanzas.
A nivel histórico, los miedos han acompañado a culturas y civilizaciones, desde el temor a que el Cielo se desplome sobre sus cabezas, hasta la aparición de pestes y monstruos medievales; desde el pavor a que el Sol algún día no apareciera, hasta el inevitable horror al fin del mundo. Hoy tememos al cambio climático, a la posibilidad de guerras nucleares, a la aparición de misteriosas pandemias y al agotamiento de los recursos naturales.
Podemos comprobar que los miedos colectivos van sufriendo modificaciones con el paso del tiempo, pero los individuales nos acompañan durante toda la vida, pues son propios de las edades cronológicas por las que atravesamos.
En la infancia tenemos miedo a la oscuridad y al abandono, a encontrarnos solos en un mundo que intuimos como hostil en comparación con nuestras diminutas fuerzas.
En la adolescencia aparece un gran miedo a no ser aceptado por los demás, a ser rechazado por los núcleos sociales que nos son afines. El esfuerzo por formar parte de un colectivo es evidente en muchos jóvenes, y en ocasiones se acepta pagar el alto precio de renunciar a íntimas convicciones.
También existe una especie de miedo a la realidad, al inevitable crecimiento que nos introducirá en el mundo de los adultos. Un mundo que no se desea y que se percibe como un limitador de anhelos y de sueños.
En la madurez somos presa del miedo de perder lo que hemos conseguido, sea mucho o poco. Quizá esté en relación con la necesidad de victorias, y poder llegar a la vejez contemplando las posesiones que hemos adquirido nos da una sensación de haber hecho algo en la vida. Y no me refiero tan solo a las cosas materiales que hemos acumulado, sino también a esas otras cosas relacionadas con el prestigio y la reputación.
Y en la vejez se presenta a nuestras puertas el miedo a lo desconocido, el miedo a lo diferente y nuevo, y un gran miedo a la soledad. La sombra de la muerte influye de manera poderosa e inevitable en los seres humanos, y cubre los actos y pensamientos de un fatal velo de apego infructuoso.
Hemos vuelto, de alguna manera, a los miedos infantiles hacia la oscuridad y el abandono. El ciclo se ha cerrado.
¿No hay solución? ¿No hay alternativa? Claro que sí.
Podemos manejar esos miedos que nos acompañan desde la cuna hasta la sepultura con una buena formación del carácter, y con un desarrollo y dominio paulatino de la personalidad.
Nada ni nadie nos impide aprovechar el tiempo del que disponemos en una vida, sacar beneficio de todas las experiencias que nos han sido ofrecidas, y hacernos más fuertes y más sabios a cada paso y a cada etapa que hemos ido completando en nuestro caminar.
Los miedos retroceden ante el Amor y sus emanaciones, y también ante el Conocimiento y sus derivados. Es por eso, que el Amor a la Sabiduría, la FILO-SOFÍA, nos puede tornar más valientes. Nuestros miedos individuales lo saben, y también lo saben los miedos colectivos, pues son ellos los que atacan a la Filosofía con el secreto afán de no sucumbir a su luz.
La elección es entre el miedo y el Amor, la oscuridad y la Luz. Cada uno tendrá que elegir a su debido tiempo.
Créditos de las imágenes: Alexandra Gorn
Si alguna de las imágenes usadas en este artículo están en violación de un derecho de autor, por favor póngase en contacto con nosotros.
¿Qué opinas?