Resulta fácil afirmar que las leyes de la vida se desenvuelven armónicamente por casualidad, aunque resulta más difícil creerlo, sobre todo en este principio de milenio en que la ciencia llega a planteamientos antes reservados a la metafísica. Así que, volvamos a preguntarnos: ¿qué sentido tiene la vida?
La evolución responde, en principio, a la más sencilla de las preguntas acerca del porqué de la vida y, por consiguiente, el porqué de nuestras propias existencias, quiénes somos y qué hacemos en el mundo.
Podría pensarse que todo el cosmos es el resultado de una gran casualidad. Pero para la mente racional resulta absurdo admitir que la casualidad pudo forjar semejante inmensidad armónica por simple azar. La permanente investigación y el descubrimiento de las Leyes de la Naturaleza nos demuestran, al contrario, que todo obedece a un orden asombroso, y que cuanto más nos sumergimos, más puertas se abren en dirección a una Inteligencia Suprema –por llamarla de alguna manera– que está en el principio y en la esencia de todo cuanto existe.
El universo sigue un rumbo. Se dirige hacia una meta aunque no lleguemos a comprenderla, pues tal vez la meta excede la capacidad de nuestra razón. Y lo mismo sucede con los seres humanos: hay un destino, no como una predeterminación fija, sino como una meta que le otorga sentido a la vida, que nos permite disponer de una cierta libertad para recorrer un sendero ascendente y de esa misma libertad para corregir nuestros errores, para avanzar a paso lento o rápido, y aun para detenernos en una aparente inmovilidad.
La evolución es movimiento permanente y, como tal, tiene una finalidad. La llamamos finalidad “ascendente” a pesar de que pueda parecer que por momentos retrocedemos. Pero sucede otro tanto con una espiral vertical de giros inclinados alrededor del eje, que puede producir la apariencia visual de descenso en algunos de sus tramos, aunque en realidad, baja para volver a remontar. Si el ser humano fuera la cúspide de toda realización, no tendría ningún sentido hablar de evolución. Pero tampoco tiene sentido pensar que el ser humano constituye una perfección completa y que no le queda nada por aprender ni avanzar. Si no somos perfectos y nos damos cuenta de ello, ¿no sería demasiado cruel que no hubiera una posibilidad de alcanzar esa perfección que concebimos lejana pero posible? Eso es evolución.
¿Acaso la vida permanece estática? No. Vemos cómo cambian las formas continuamente y hasta podríamos concebir la evolución solo desde un punto de vista materialista, fundamentándonos en la progresión de las especies y en la modificación cualitativa de los cuerpos. Pero un cuerpo vacío sólo tendría como finalidad su propia perduración y la multiplicación de su especie.
Los seres humanos percibimos y queremos algo más. Gozamos convirtiendo una tosca piedra en una piedra preciosa, extrayendo el “alma” de su forma. Convivimos con el reino vegetal volcando nuestros sentimientos en la tierra y en las semillas y descubriendo con admiración la influencia que tiene nuestra mente en su crecimiento y en su belleza. Tomamos animales a nuestro cuidado, y los convertimos en “domésticos” hablando con ellos como si fueran tanto o más inteligentes que nosotros; les contamos lo que tal vez nunca confiaríamos ni al mejor de los amigos.
¿Y qué decir de la vida humana? Buscamos constantemente las causas de lo que nos rodea y nos sucede; sabemos que todo puede ser mejor de lo que es; nos imaginamos más experimentados y buenos, más sabios y justos. ¿Qué valor tendrían estos arquetipos si no hubiera posibilidad de realizarlos? Eso es evolución.
Solo el estancamiento, la falta de visión y esperanza, nos inmovilizan y nos hacen creer que todo el mundo es así. También los apegos nos inmovilizan porque nos atan a las cosas que no queremos perder. Así, la evolución se entorpece por la cantidad de presuntos bienes que arrastramos en nuestra marcha. Sin embargo, con carga pesada o sin ella, la evolución no deja de estar presente. Ciertamente no podemos vivir sin posesiones, pero habría que hacer un espacio importante a las posesiones interiores, al desarrollo de la conciencia, a la fortaleza íntima, a la seguridad en sí mismo, a la necesidad de progresar moral y espiritualmente, de ser mejores personas, de ser útiles a los demás.
Estos valores internos, independientemente de nuestra apariencia formal, nos dan la pauta de nuestra evolución y, curiosamente, modifican las formas en función de la belleza anímica. Atraen más unos ojos bondadosos y comprensivos que un cuerpo atlético… al menos a quienes aprecian más a un fiel amigo y buen consejero que a una figura esplendorosa que dura mientras los años no la deterioren.
El cambio evolutivo más importante en el ser humano está en la conciencia.
No es igual dejar pasar el tiempo que vivirlo intensamente; para el reloj es lo mismo, para la conciencia no.
No es igual saber que no saber; la ignorancia nos lleva a cometer errores y muchas veces induce a la depresión; la sabiduría nos conecta simpáticamente con los demás seres y con la Naturaleza en general.
No es igual escuchar sonidos que comprender palabras; podemos volvernos sordos, pero podremos comprender las ideas que encierran las palabras sin ningún sonido que las materialice.
No es igual ver con los ojos que ver con la mente; los ojos pueden hacerse torpes, pero la mente puede ser cada vez más lúcida y aguda.
La conciencia está en expansión y cuanto más la elevemos en busca de grandes causas y grandes arquetipos, más se desarrollará. Seremos no solamente alguien que pide y absorbe, sino alguien que se abre y entrega. Sabremos, por la medida de nuestra generosidad, que hemos dado un paso adelante en la evolución. ¿Por qué? Porque todo en el universo es apertura, expansión y transmisión, desde la luz y el calor del Sol hasta la inteligencia que nos inunda y nos hace tocar los límites del infinito con nuestro relativamente escaso entendimiento.
Así de sencillo: Conciencia es Evolución.
Delia Steinberg Guzmán.
Créditos de las imágenes: Chris_73
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