A medida que nos vamos acercando al final del siglo XX se hace más evidente que estamos ante las puertas de una nueva Edad Media. Los sistemas de moda tratan de disimular esto con la careta del enorme y aparentemente imparable progreso en el ramo de la electrónica y la cibernética, y con grandes promesas que, en el mejor de los casos, alcanzarán solamente a los países desarrollados… pues en los demás –que son inmensa mayoría– los problemas de superpoblación, higiene, medicación, reaparición de pestes que se creían superadas, educación, economía, transportes y continuas guerrillas, sumadas a vicios y drogadicción, terrorismo y violación de los derechos humanos básicos, son la única esperanza real.
Esto no debe hacernos entrar en pánico. Debe hacernos pensar y trabajar.
Aunque por lo común se conoce sólo la Edad Media que oscureció a Europa, parte de África y Asia con la caída del imperio romano, han existido periodos equivalentes en todas las culturas y civilizaciones que conocemos. Desde China a Egipto y desde Grecia a las de América, todas han sufrido altos y bajos en su proyección histórica.
Lo que se acerca no es el fin del mundo, sino el fin de la que hoy podríamos llamar civilización occidental; y no sería correcto entender como “fin” una desaparición total de todos los logros materiales y espirituales, sino un cambio profundo en el que muchas cosas se perderán, otras permanecerán en letargo y otras aparecerán, beneficiosas y esperanzadoras.
Pero de todos los males que nos amenazan, hay uno que es especialmente peligroso, pues afecta no sólo a la parte externa de las personas y cosas, sino a la interna, con riesgo de una caída libre en la barbarie, la involución y animalización de gran parte de la Humanidad.
Es la drogadicción.
Constituye un peligro en sí, pero seríamos injustos si no analizásemos, aun escuetamente, las causas y motores que han provocado su aparición masiva en toda la superficie de la Tierra, afectando muy especialmente a la adolescencia y a la juventud, o sea, a las mujeres y a los hombres que asumirán el reemplazo de quienes hoy tenemos puestos de responsabilidad, estudio y trabajo.
El primer y más grande problema que percibimos es la falta de medios jurídicos efectivos de control de fronteras y de una policía especial que, sin tener las manos atadas, pueda apresar a los traficantes de drogas, no para que salgan por la puerta trasera de la comisaría, sino para que sean debidamente registrados, interrogados, investigados y puestos a disposición de un aparato legal especializado libre de amenazas y corruptelas.
Este problema no es tan espontáneo como parece. Tiene sus facetas ocultas y sus paradojas. Hace algunos años sostuve una amable conversación con un jefe de gobierno iberoamericano. Apareció el tema de las drogas y reconoció que desde su país salían toneladas de droga. Ante mi pregunta de si no lo podría impedir, la respuesta fue para mí asombrosa, aunque con el tiempo no me lo pareció tanto. Afirmó poder hacerlo, pero aun siendo persona honesta y enemiga de la drogadicción se encontraba en una situación difícil, pues él consideraba tan dañinas las drogas como las armas, y mientras desde USA, URSS y Europa le siguieran llegando armas para las guerrillas, él no creía inmoral defender la pobre economía de su país procurándose divisas a través de las drogas, de la misma manera que aquellas grandes potencias industriales ganaban las suyas con el mercado clandestino de armas. “¿Es que acaso ambas cosas no matan?”, me preguntó; y no tuve válidos argumentos para rebatirle.
De modo que el problema es complejo y en gran parte debido a la depresión económica y sobre todo al derrumbe moral al que asistimos. Se ha denominado a la droga “la bomba atómica de los pobres” y algo de verdad hay en ello, pues los países pobres, los que en la “democrática” ONU, aun siendo cientos, son detenidos por el veto de los “cinco grandes” –que de grandes tienen el haber sido los triunfadores en la última guerra mundial–, no tienen medios para fabricar sofisticados artilugios, pero sí tierras para plantar opiáceas y con ellas adquirir cierto protagonismo, no más funesto que el de la fuerza de las armas, en el panorama mundial.
Otro problema es que el tráfico de drogas es enorme pero ilegal; no paga impuestos ni tasas aduaneras, y llega a los consumidores a través de una cadena de intermediarios que no son siempre desconocidos, pero hay responsables de los gobiernos de países que prefieren no tenerlos en contra, con la vista fija en las próximas elecciones y en la financiación de las mismas.
También consideraremos quiénes son los principales consumidores de drogas. Cuantitativamente la inmensa mayoría del mercado la constituyen los jóvenes sin empleo, marginados o auto marginados, gente que no trabaja y, por lo tanto, no aporta a las cajas de las Seguridad Social. Esto explica por qué se persigue –y se perseguirá– más el uso del tabaco que el de la cocaína.
La razón es diabólica y repugnante, pero verdadera. Los que consumen tabaco y se enferman por su uso y abuso, son personas “normales”, generalmente adultos, que trabajan y aportan a las cajas y a las compañías de seguros; a estos últimos hay que cuidarlos, pues rinden beneficios para ese “socio sólo para las ganancias” en que se ha convertido el Estado, y además, si caen enfermos, producen grandes gastos y bajas no siempre fáciles de llenar en el sistema. Los drogadictos, al contrario, son por lo general gente joven, sin trabajo y que por lo tanto no aporta a las cajas de la Seguridad Social ni se suscriben a seguros de vida, etc. Entonces… para esa mentalidad diabólica… ¿qué importan? Que la droga los mate o los destruya; no por eso bajará el rendimiento económico, ni provocará un gran gasto el atenderlos en su etapa terminal.
Ellos son los náufragos… Unos náufragos que han sabido subirse a una balsa construida con jeringuillas y a los que sólo les resta esperar la muerte por el SIDA o la imbecilidad y la delincuencia, pues la droga es cara y hay toda una “industria” de comercialización, y así hay que robar para comprarla.
Esto último suele tener ribetes tragicómicos. Personalmente me llamó la atención que se robasen tantos tapacubos de las ruedas de ciertos vehículos ingleses en Madrid, ya que la demanda tiene que ser forzosamente escasa. Se me informó que no se robaban para vendérselos a otros automovilistas, sino para quemarlos ya que están fabricados con un plástico duro especial que provoca gases letárgicos, y hay desgraciados que se drogan con ello y pagan pequeñas fortunas por cada uno…
¡Verdaderamente demencial!
Esta es, lector, la triste verdad. En este orgulloso siglo XX que muchos soñamos como una panacea para los dolores y carencias de los humanos, estamos cayendo en la bestialidad, la idiotez y el egoísmo más grandes.
El advenimiento de una nueva Edad Media es imparable, pero no lo es el hecho de que nuestros niños y jóvenes se conviertan en náufragos de la vida, subidos a su balsa de jeringuillas, inertes como palos o rabiosos como perros, sin derrotero y sin puerto, esperando, sencillamente, la más oprobiosa de las muertes.
Debemos renovar nuestros esfuerzos para rescatar a esta juventud; dejar de lado las cursilerías y gazmoñerías de una educación que no educa y de gobiernos que son meras malas administraciones, los mitos y tabúes políticos, sociales y económicos, y reencauzar a esos hijos del futuro por las sendas del trabajo –que no es maldición sino bendición que purifica– y de la higiene física y mental.
Se requiere una vuelta a la Naturaleza, pero no sólo para pasear por los bosques, sino para vivir la vida plenamente, con toda la seguridad que otorgan los medios que poseemos, sin naufragios… y sin náufragos que van aferrados a una balsa de jeringuillas.
Hay que cortar la cabeza de la hidra… no basta hacerle cosquillas o leerle una Constitución de hace 200 años, o alguna mala copia de la misma.
Si esto no se logra a tiempo, la reacción vendrá y correrá mucha sangre inútilmente. ¡Apostemos por la paz! ¡Únete a nuestra eficaz esperanza!
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