Según los trabajos efectuados en este templo del Alto Egipto desde la época de la expedición de Bonaparte en 1799, continuados luego por el francés Mariette, por Maxence de Rochemonteix, y finalmente acabados por Emile Chassinat en 1934, Edfú constituye una verdadera fuente de conocimientos sobre el mundo sagrado del Egipto faraónico. La traducción de los textos labrados en hieroglifos en los muros, columnas y techos de Edfú hace posible que hoy nos acerquemos a Egipto con elementos más directos y concretos a la hora de investigar los desconocidos frutos de su civilización.
En las diversas ciudades y templos egipcios, el mito cosmogónico va a tomar formas diferentes, adaptadas a las distintas épocas históricas e incluso a la situación de cada templo del Alto o Bajo Egipto. Según los trabajos definitivos de traducción de Emile Chassinat, los constructores del último templo de Edfú, el que actualmente podemos visitar (comenzado por Nectanebo II y continuado durante toda la época ptolemaica), emplearon textos sacados de antiguas bibliotecas de las primeras Dinastías, y los retranscribieron en muros, columnas e incluso techos de este templo, bien que muchos de ellos no eran ya comprensibles para los sacerdotes de la época.
He aquí una de las traducciones que poseemos: En el inmenso Océano Primordial, dos seres van a anunciar la creación; el primero será Oua, «El Lejano», el Gran Pájaro planeando en el espacio primordial encima de las aguas. De pronto el Gran Pájaro está inmóvil en el cielo, de pronto gira poderosamente haciendo grandes círculos silenciosos, hasta fijar así la superficie agitada del torrente. Gracias a la agudeza de su mirada, las aguas se calmaron poco a poco y las turbulencias se tranquilizaron; luego, sobre las aguas calmas aparece una mancha verde: es una mata de juncos, la primera colina o la primera barca natural. De ella, un tallo apunta hacia el cielo, ofreciendo la primera percha al Pájaro Sagrado.
Como el Pájaro vino de lo alto, Aá, el otro creador, había surgido de las profundidades, contribuyendo así a fijar el torbellino de las aguas. Poco a poco, alrededor de la primera mata de juncos, depositó las primeras playas aluviales e hizo emerger bancos de arena y de limo. Habiendo así nacido la tierra, entre el cielo y las aguas, la creación va a densificarse a medida que los dos creadores conciban los elementos: el espacio se organiza, las murallas limitan el terreno sagrado sobre las riberas secas. La serpiente adversa ha sido vencida en el combate, los Dioses se instalan sobre los primeros lugares sagrados del mundo creado. Y entre ellos Horus, el Halcón de plumaje moteado, descendiente del gran Pájaro inicial, se convertirá en el Señor de Edfú.
La imagen de Horus se encuentra en todo el templo, bajo aspectos diferentes, con forma humana y cabeza de halcón, como disco solar provisto de dos largas alas o como pájaro de piedra de mirada insostenible, garras poderosas y alas llenas de vigor.
Sus primeros templos desaparecieron hace muchos milenios; como las leyendas cosmogónicas han dejado entrever, éstos fueron simples chozas rodeadas de una empalizada, símbolo de la primera rama donde el Pájaro Divino vino a posarse, en medio de su espacio sagrado. Nada sabemos tampoco de los templos en adobe y piedra que luego siguieron, salvo algunos vestigios de un pilón que subsiste del Nuevo Imperio, encima del cual se construyó el actual templo ptolemaico.
Una inscripción describe la alegría popular el día que, como dice una frase egipcia, al final de la primera etapa de construcción el templo fue entregado a su Dueño, Horus, a fin de que el Halcón sagrado venga a ocuparlo:
Fue la fiesta en la ciudad, la alegría en los corazones, y el entusiasmo en las calles; el bullicio producido por la alegría popular se vierte sobre las plazas y las callejuelas se llenan de agitación. Hay más alimentos que arena en una playa, numerosos panes, tantos como los granos de una cosecha, bueyes de todas las razas son sacrificados y hay tantos como las nubes de langostas, aves de toda especie arden sobre los altares y su humo sube hasta el cielo, el vino se distribuye en las calles, como si el Nilo derramara su corriente. La ciudad está de fiesta, decorada de flores. Los sacerdotes vestidos de lino fino, y los seguidores del Rey cubiertos de joyas… Los jóvenes ríen alegres pues han bebido y las damas se muestran más bellas que nunca. Así, no se pudo dormir hasta altas horas de la madrugada…
Horus, viendo desde el cielo el magnífico edificio que le había sido construido, asistió a la fiesta que siguió a la inauguración del mismo. Cuando las ceremonias vivificaron todas las representaciones divinas del templo, confiriéndoles una existencia y un sentido, el Dios descendió de los espacios etéreos y vino a habitar el castillo que le estaba reservado. Desde ese momento el templo estuvo apto para cumplir el rol sagrado que le correspondía.
El templo egipcio no era un lugar de rezo para el pueblo. Aparentemente, el pueblo no entraba más allá de ciertos límites. El templo era un lugar cerrado al mundo profano, frecuentado únicamente por los sacerdotes, que son los servidores del Dios.
Todo se organiza como si los templos egipcios hubieran sido lugares eminentemente sagrados, y santificados por la presencia efectiva del dios al cual estaban dedicados, y cuya alma o Ba descendía de las regiones celestes para animar la estatua. En consecuencia, había que preservar el lugar de todo lo que venía del exterior, de toda impureza que pudiera atenuar el carácter divino del templo o que pudiera incitar a la divinidad a abandonar el lugar.
En Egipto, los sacerdotes tenían que asegurar a través del ritual la presencia de la divinidad en el templo: de tal modo, la alimentan, la visten, la tratan directamente como un Ser que habita el lugar. En compensación a ello, los Dioses aseguran a los hombres mantenimiento de la existencia del mundo y de los seres, tal como la creación lo ha definido.
Receptáculo del Dios en la tierra, verdadera ciudadela donde se mantiene su esencia divina, el templo es el lugar donde, al precio de ciertos ritos, la integridad del mundo se puede preservar. En consecuencia, el templo egipcio fue mucho más de lo que puede representar una iglesia para un cristiano o una mezquita para un musulmán. Para el creyente actual, Dios es y está, aunque se le rece o no, aunque el hombre se ocupe de él o no, pero para el egipcio, la ausencia de un templo o la falta de culto, habría traído consigo el inexorable fin del mundo organizado.
Los ritos constituyen el culto diario del templo, y éstos son muy complejos; para mejor comprenderlos, hay que recordar que para el egipcio, la divinidad, a través de su alma o Ba, está presente en el santuario. Su estatua no es una simple estatua, es el soporte de una presencia real. La finalidad del culto cotidiano es la de atender y mantener este poder divino descendido a la tierra. El mantenimiento de este poder debe entenderse aún en el sentido más concreto.
Los tres oficios destinados al culto de la divinidad corresponden a los momentos decisivos de la marcha del sol: el amanecer, el mediodía y el crepúsculo.
El oficio de la mañana comienza muy temprano, antes de que el cielo se cubra de brumas en el oriente. Hace falta hacer el pan, sacrificar los animales, preparar las ofrendas alimentarias para la divinidad; así, antes del amanecer, una doble procesión penetra en el templo: una, por la puerta lateral este, trae las ofrendas sólidas; la otra, por la puerta lateral oeste, el agua recogida del pozo del templo. El doble cortejo se reagrupa en la calzada central y se dirige hacia el santuario.
La apertura del santuario era un momento solemne, en el que la luz reemplaza las tinieblas nocturnas, donde el Dios solar aparece efectivamente en el horizonte. Los portadores depositan las ofrendas en los altares de la sala dispuesta para tal fin frente al santuario, los sacerdotes las purifican a través de aspersiones de agua y fumigaciones de incienso, y luego el personal laico se retira dejando la fase final al sacerdote de más rango.
Los oficiantes agrupados frente al santuario entonan el himno de la mañana: Despiértate en paz, oh gran Dios, despiértate pacífico. El sacerdote principal entra en el santuario, rompe el sello de arcilla que cierra el naos y abre los dos batientes de la puerta de la capilla exponiendo a la luz la estatua de la divinidad, y ofrendándole simbólicamente su alma. Luego llena una fuente con las ofrendas, las mismas que antes depositara delante de la estatua. Simultáneamente, los otros Dioses del templo, cuyas capillas están agrupadas en la sala de la Enéada, reciben también su alimento matinal. Estas ofrendas, una vez presentadas a los Dioses, serán retiradas y presentadas de nuevo en las mesas de ofrendas de los Reyes y altos personajes difuntos que recibieron el derecho a estar representados en el templo, y que gracias a estos ritos podrán prolongar aún su estancia en el más allá; finalmente, las ofrendas regresarán a los talleres desde donde serán distribuidas como alimentos para el personal del templo.
Después de las ofrendas, la estatua del Dios será lavada, se la vestirá con telas de calidad, se la maquillará y peinará, finalmente se le pondrán las joyas rituales y tendrán lugar las aspersiones purificadoras y las fumigaciones; luego se cerrará el naos, y el sacerdote saldrá del santuario retrocediendo sin dar la espalda a la divinidad, borrando detrás de él las huellas que sus pasos han dejado sobre la arena fina que recubre las losas del templo. El santuario recuperará la sagrada oscuridad y el silencio divino.
A mediodía un servicio más corto tenía lugar: el naos quedaba cerrado, y el sacerdote rociaba y fumigaba únicamente el naos de los Dioses asociados y las capillas que rodean el santuario.
En la noche, el oficio tenía lugar alrededor del santuario, que no se abría. Se aportaban las ofrendas, las libaciones y las purificaciones de incienso, se retiraban las fuentes de ofrendas y finalmente se cerraba la puerta de las capillas.
Con la caída del sol, los cultos llegaban a su fin. El templo retomaba su tranquilidad, aunque un sacerdote que conocía las constelaciones del cielo permanecía de guardia para anunciar la hora exacta, según el movimiento del cielo nocturno, y dar el comienzo a los ritos de protección, un poco a la manera del muezzin en las mezquitas islámicas, que llama al rezo durante la noche a los fieles.
El culto cotidiano presentaba a la vez un aspecto material y uno espiritual. Todo se ponía en obra para mantener esta parcela esencial del ser divino descendido por un momento entre los hombres. El valor espiritual del servicio divino, el carácter sagrado del templo eran perfectamente sentidos por los hombres que aseguraban el servicio de la divinidad.
El año egipcio comportaba un número extraordinario de fiestas, algunas de ellas nacionales, otras locales, cuya duración solía ser de cuatro o cinco días y que matizaban la monotonía del culto cotidiano.
Cada fiesta tenía sus ritos propios y era acompañada de una «procesión del Dios», lo que hacía accesible a los fieles disfrutar del Dios fuera de su templo, por un tiempo. Era el momento en que la divinidad efectuaba los oráculos y rendía justicia en los problemas nacidos entre los hombres.
La función de estas fiestas era bien precisa, aunque los libros de egiptología no le den mucha importancia. La fiesta no se realizaba para conmemorar un evento ni para recordar lo que un día se produjo, sino que era una repetición de un acto necesario para la Creación o para el mantenimiento del mundo. Eran tan eficaces como el acto inicial, pues reproducían periódicamente un momento del pasado, cuyos efectos con el tiempo corrían el riesgo de detenerse.
Esto es lo que vamos a tratar de comprender, al ir describiendo las fiestas esenciales del año litúrgico en Edfú.
Esta fiesta tenía lugar en el momento de cambio de año egipcio. Es interesante, sobre todo, porque nos permite ver la diferencia entre nuestra concepción del tiempo y la concepción egipcia.
Nuestro tiempo es fundamentalmente «lineal», es decir que los hechos, en nuestra época, se suceden siempre en el mismo sentido a lo largo de una película que nunca retrocede, y en la cual los espacios se miden en referencia a una numeración continua de años. Para los egipcios este mismo tiempo está entrecortado por ciclos, cada uno de éstos puede traer el caos anterior a la Creación o bien permitir el nacimiento de un nuevo ciclo comparable al precedente, pero el pasaje de un ciclo a otro nunca es automático y lleva consigo un peligro fundamental, por lo que hay que ayudar a que el pasaje se efectúe sin problemas.
El fin de año está marcado por cinco días nefastos y peligrosos antes del nacimiento de un nuevo año. Son días de incertidumbre que preceden al inicio de la crecida del Nilo y donde reina la peste. En este mismo sentido la muerte de un soberano es una transición peligrosa, en la que el equilibrio del mundo vacila. También los cambios del mes o de estación pueden ser peligrosos, pues el reinicio de un nuevo ciclo, cualquiera que sea, no está jamás asegurado totalmente.
Esta incertidumbre del pasaje a un nuevo ciclo, atañe igualmente a la presencia divina en la tierra. Horus es un habitante del Cielo, como Halcón divino volando en el azur, o como Sol alumbrando de lejos la tierra. Su estatua terrestre, que habita en el santuario, no sería sino un simulacro absurdo si no fuese porque el alma de la divinidad (el Ba), consintió dejar los espacios inaccesibles para venir a animar este soporte terrestre.
Cuando llega el momento decisivo del fin de año el estado desastroso del reino muestra la evidencia de que los Dioses han abandonado prácticamente la Tierra, el suelo está resquebrajado, la vegetación quemada, los vientos asfixiantes soplan desde el sur y las enfermedades epidémicas siembran la muerte; incluso el Nilo, que está con su caudal más bajo y muestra islotes, parece tener que silenciarse irremediablemente, simbolizando con su caída la muerte de todo el género viviente.
Es en este momento cuando tiene lugar la fiesta de Año Nuevo, iniciada en los cuatro últimos días del año que termina y continuada hasta el cuarto día del nuevo año. Su finalidad es hacer descender nuevamente el Alma Divina (el Ba), sobre la tierra y «recargar» las estatuas de poder sobrenatural, para que estos acumuladores de energía potencial estén nuevamente activos y eficaces durante un nuevo período. Este rito fundamental es llamado también «solarización» o «energetización» de las estatuas divinas.
Al borde del lago sagrado encontraremos los protagonistas de la fiesta llamada «La Victoria de Horus».
El Sol, según diferentes tradiciones y según los lugares, tuvo desde el principio que hacer frente a una serie de adversarios; este combate tomará formas diferentes según el lugar.
En general, todas las tradiciones evocan una lucha entre las primeras generaciones de Dioses y en la cual el Dios solar logra escapar indemne y termina con un combate donde la especie humana corrió el riesgo de desaparecer definitivamente. Más allá del recuerdo de los tiempos primordiales, la adversidad subsiste en el mundo y la lucha entre los poderes oscuros y caóticos que cada crepúsculo trae nuevamente, puede detener la marcha de la barca solar o hacerla zozobrar.
Esta lucha diaria del sol contra los poderes hostiles, se escenificaba en los ritos religiosos de los templos, para conjurar la amenaza permanente del Dios Seth y todos sus avatares.
En Edfú, el enemigo del sol toma la forma de un hipopótamo que Horus-Ra deberá clavar con diez arpones, cada uno tocando una parte diferente de su cuerpo. Los relieves de los muros del templo nos muestran este combate.
En el lago sagrado tenía lugar el combate simbólico entre Horus y un sacerdote con máscara de hipopótamo. En diez ocasiones, su efigie será atravesada por el arpón de Horus.
Esta ceremonia festiva establecía anualmente la victoria del Dios y consagraba la derrota temporal de las fuerzas adversas.
Las divinidades egipcias constituían también familias y tríadas, en las que el hijo consagraba la unión de un Dios y una Diosa. En Edfú, la esposa de Horus es la Diosa Hathor, asociada al Amor Universal y a la alegría, y cuyo templo principal en esa época se encontraba al norte de Edfú, en Déndera.
La unión divina tenía lugar hacia finales de año, en el mes de mayo, y los diversos episodios se desarrollaban prácticamente en veintiún días, de los cuales quince transcurrían en Edfú.
Una vez al año, la diosa Hathor dejaba su templo y montándose en su barca, iba a reunirse por un corto período con su esposo Horus de Edfú. Durante cuatro días, antes de la luna llena del mes de Epifi, en el mes de mayo, Hathor era llevada en su barca de procesión, primero sobre los hombros de sus servidores y rodeada de sacerdotes, escribas del templo y fieles. Hathor se dirigía hacia el embarcadero donde una barca de tamaño mayor la esperaba para navegar por el Nilo.
Era una imagen maravillosa. Las barcas de colores, cubiertas con velos blancos avanzaban, y en las orillas, los gritos de júbilo eran como una melodía de vida.
Horus era llevado a esperar a Hathor al norte de Edfú, en una pequeña capilla construida al borde del Nilo. El encuentro de las divinidades causaba una enorme alegría entre los pobladores venidos de diferentes lugares. En medio de cantos, ritmados por un pequeño tambor, el vino y la cerveza comenzaban a circular con entusiasmo, marcando así una quincena animada y vivificante. Cada día se cumplían una serie de ritos, procesiones, ofrendas, reanimaciones de las estatuas, letanías y recitales incesantes.
Una de las procesiones importantes para comprender mejor el sentido de esta fiesta, era aquella que llevaba a Horus y a Hathor hacia el lado occidental del desierto, cerca de la necrópolis, allí donde se levantaban las tumbas de los «Dioses-muertos», de los primeros autores del Universo, a quienes la actual generación de Dioses ha sucedido. Este homenaje rendido a los ancestros, así como los ritos que se efectuaban cada día (llevar cuatro bueyes a la zona de sacrificios, el pisoteo de la tumba, el envío de aves mensajeras a los cuatro vientos del cielo evocando los ritos de la cosecha) estaban ligados en Egipto, como Blackman y Fairman han demostrado, al culto de Osiris y a los ritos funerarios.
La Unión sagrada de Edfú es una de las fiestas antiguas que mejor podemos entender, aunque se recubra de elementos complejos.
Menos célebre que las anteriores fiestas, el Misterio del Nacimiento divino merece, sin embargo, ser mencionado aquí: primero, porque nos permitirá comprender el sentido de los pequeños templos llamados «mammisi» que encontramos adjuntos a los templos, y segundo, porque nos ilustran y clarifican sobre el sentido de la transmisión sagrada en las uniones faraónicas.
Esta ceremonia tiene sus orígenes en la más antigua historia egipcia. Según la imagen que los textos nos han hecho llegar sobre la Creación, el rol de la divinidad ha consistido en poner a disposición los elementos necesarios para la marcha del mundo, pero es al Faraón a quien corresponde asegurar el mantenimiento del orden y conservar la Creación que los Dioses depositaron en sus manos. De esta manera, el heredero del Imperio del mundo, en tanto que Jefe de los hombres, es el «Hijo» del Dios creador.
Aunque este rito haya cambiado con el tiempo, así como la expresión del pensamiento teogónico, es en los «mammisi» de la última época donde encontramos una descripción de este rito.
Para los egipcios era fundamental revivir anualmente la encarnación del Hijo divino, a fin de que el orden del país y del mundo pudiera mantenerse y dar al Faraón su carácter divino de unión entre el Cielo y la Tierra y de eje del doble País.
Como última fiesta, hablaremos ahora de «La Consagración del Halcón», que se realizaba al sur del Templo de Horus y frente al Mammisi.
La pluralidad de las imágenes indicando la presencia divina será siempre para el occidental un tema de asombro e incomprensión. Tenemos que entender que la Divinidad es desconocida en su esencia propia, y al mismo tiempo extranjera en la Tierra, pero una parcela de ella misma, su Ba, que se ha traducido como «el alma», viene a vivir en la Tierra y en las imágenes del santuario y las criptas así como en sus diferentes representaciones en los muros del templo.
No es solamente en estas imágenes donde el Alma divina puede encarnarse, sino que hay uno o varios soportes animales vivos, en los que diferentes signos permiten discernir su presencia sin ambigüedad, tal es el caso del buey Apis, o el carnero de Amón, o las vacas de Hathor, o el cocodrilo de Sobek, o el ibis de Thot. En Edfú, Horus era encarnado en el cuerpo de un halcón vivo, que cada año era elegido entre varios otros halcones, y entronizado y venerado durante un año en la jaula sagrada.
La elección se realizaba en el «Templo del Halcón», donde la estatua del dios era sacada por un momento de su santuario y llevada en andas, para examinar los diversos candidatos y elegirlos. Una vez realizada la elección, se le presentaba al pueblo en el llamado «balcón de la aparición», en la cúspide de la entrada monumental que separaba los dos pilones. A continuación venía la coronación y un banquete marcaba el fin del rito. Luego la estatua de Horus regresaba a su santuario y el halcón vivo se quedaba en su propio templo.
Este rito de entronización de un animal sagrado estaba en relación, aunque todavía no tengamos muchos elementos descriptivos, con la realeza terrestre. Era la afirmación de su origen divino perpetuando la línea de los antiguos faraones.
Este rito, como los otros descritos, marcan la idea de la necesidad de garantizar el orden del mundo y la eficacia indispensable de una institución como la faraónica, tan necesaria para el equilibrio de la sociedad y el país.
Así, nada se adquiere definitivamente: en cada ciclo todo debe ser «revitalizado» o renovado para que la vida esté en perfecto acuerdo con las Leyes de la Naturaleza.
Créditos de las imágenes: Ahmed.magdy.88
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