Cuenta la tradición que una noche Homero se apareció en sueños a Alejandro Magno recitando aquellos versos de su Ilíada en los cuales describe a Menelao buscando refugio en la isla de Faros. Según nos cuenta Plutarco, en respuesta a este sueño Alejandro se levantó inmediatamente y se dirigió a Faros, que en aquella época era una isla que yacía cercana a la salida canópica del Nilo. Apenas vio el lugar, Alejandro percibió sus ventajas naturales. Una lengua de tierra parecida a un istmo, de anchura proporcional a su largo. A un lado se encuentra un gran lago, al otro el mar, que forma un puerto espacioso. Este hallazgo llevó a Alejandro a afirmar que ”Homero, entre sus muchas otras admirables calificaciones, fue también un gran arquitecto”. Acto seguido Alejandro procedió a ordenar la planificación de una ciudad adecuada a las características del terreno.
Se instruyó entonces al arquitecto Deinócrates que preparara los planos para la futura ciudad mientras Alejandro seguía viaje hacia el oeste en peregrinaje al templo de Amón en Siwa durante el invierno de 332-331 a. C. A su regreso, Alejandro inspeccionó los planos y dio las directivas necesarias para su ejecución. La fundación de Alejandría se sitúa tradicionalmente el 7 de abril del año 331 a. C.
El espíritu de la futura Alejandría se hallaría fuertemente emparentado al de su fundador y futuro genio tutelar: Alejandro Magno. De Alejandro se cuenta que dormía siempre acompañado de la Ilíada de Homero. Alejandro era en verdad un digno sucesor de sus predecesores macedonios, quienes durante generaciones habían atraído y ofrecido refugio a los más destacados filósofos e intelectuales griegos en la capital macedonia de Pella. Entre estos se habían contado Hipócrates, Eurípides, y en no pequeña medida el mismo Aristóteles, tutor de Alejandro durante casi diez años, y cuyo padre había sido médico del padre de Alejandro, Filipo. De Aristóteles, Alejandro había adquirido una gran erudición y disciplina intelectual, pero su visión interna siempre se halló más cercana del universalismo religioso platónico que del racionalismo aristotélico. Sin embargo, hasta el fin de sus días Alejandro guardó gratitud a Aristóteles, tradición que habría de influir a los futuros y últimos monarcas egipcios, los Ptolomeos.
A la muerte súbita de Alejandro en el 323 a. C. el imperio comienza a dividirse. Los generales de Alejandro pasan a constituirse cada uno en satrap, título persa que significa virrey de una provincia, bajo una administración central.
En el 306 a. C. cada sátrapa se autodeclara rey de su respectiva provincia. En Egipto, Ptolomeo Soter establece su propia dinastía destinada a durar tres siglos hasta el trágico fin de Cleopatra VII.
Cuando Alejandro muere en Babilonia el 13 de Junio del 323 a. C. luego de gobernar durante 13 años no había cumplido aún los 33 años de edad. La tradición cuenta que su cuerpo fue embalsamado a la manera egipcia y un extraordinario carro funerario construido para llevar sus despojos a través del Medio Oriente de retorno a Macedonia. La procesión se dirigió desde Babilonia a través de Mesopotamia, pasando por Siria hacia Damasco, en dirección al templo de Amón en las arenas de Libia para que el gran Dios pudiese contemplar a su divino hijo. Desde allí debía proceder a Macedonia. Sin embargo, Ptolomeo, apoyado por su ejército, convence al líder de la procesión de que se le permita oficiar los últimos ritos. Lleva entonces el cuerpo de Alejandro a Menfis, donde permaneció hasta su traslado definitivo a Alejandría, aún en construcción. En Alejandría, Alejandro reposaría en un fabuloso mausoleo llamado Soma o Sema.
La construcción de Alejandría se realiza fundamentalmente bajo Ptolomeo I Soter, cuya administración se traslada a la nueva ciudad en el 320 a. C., y bajo su hijo Ptolomeo II Filadelfio (285-246 a. C.). El tercer rey ptolemaico Eugertes I (246-221 a. C.) también realizó importantes obras, entre ellas la de reconstruir el Serapeum en el barrio egipcio integrando en él una rama de la famosa biblioteca alejandrina.
Alejandría se convirtió rápidamente en una gran capital cosmopolita dividida en tres grandes áreas o barrios: el barrio real griego-macedonio (Bruchion), el barrio egipcio, y el barrio judío. Los muros de la ciudad de aproximadamente 25 km. de longitud encerraban un área rectangular de unos 5 km. de ancho por otros 2.5 de ancho. Por sus calles circulaban hombres y mujeres de todas las nacionalidades conocidas, incluso de la India, pues el emperador Asoka había intercambiado embajadores con los Ptolomeos.
La situación privilegiada de la ciudad y el espíritu universal alejandrino transformarían rápidamente a la nueva ciudad en el centro comercial de la época y los cultos y generosos monarcas Ptolomeos ofrendarían los beneficios de esta nueva prosperidad en el altar del conocimiento: los magníficos frutos de esta ofrenda fueron el templo de Serapis o Serapeum (también llamado la Acrópolis de Alejandría), la Biblioteca Alejandrina, el Museo, y el Sema o mausoleo de Alejandro.
Con relación al culto de los dioses, la tradición cuenta que Ptolomeo I recibió consejo del sacerdote egipcio de Heliópolis, Manetón, y del ateniense Timoteo, quien procedía de una familia sacerdotal relacionada con los ritos de Deméter y Perséfone, y conocía íntimamente los templos de Eleusis y Delfos.
Ptolomeo I elegiría al Dios Serapis como dios tutelar de la nueva dinastía. Serapis se emparentó con el Dios Osiris como toro de Menfis (Osiris-Apis) o el sacrificio de la Luz-Una, representado por Dionisos en la religión griega, a quien también se le rindió un culto activo. En complejo simbolismo, el dios también se relacionó con Zeus-Amón, divino padre de Alejandro, y con Plutón e incluso Pan, según cuenta Hecateo de Abdera.
Para celebrar los sagrados ritos se trajo desde la ciudad de Sinope en el Asia Menor una magnífica estatua de Plutón-Serapis atribuida al escultor Bryaxis como imagen principal de culto del Serapeum. El Serapeum fue construido sobre una elevación natural en el barrio egipcio, lo que le valió la denominación de Acrópolis de Alejandría, y todos los visitantes ilustres del mundo clásico coinciden en que era el más bello de los edificios y monumentos de la ciudad. Según Amiliano Marcelino quien visitó la ciudad en el siglo IV d. C.:
No existe descripción que pueda hacerle justicia, pero se halla adornado por extensas estancias rodeadas de columnas, con estatuas que parece que respirasen, y un gran número de otras obras de arte, que junto al Capitolio, que eleva a la reverenciada Roma en pos de la eternidad, el mundo entero no contiene nada más magnificente.
Desgraciadamente no quedan restos del Serapeum original de Alejandría y los restos arqueológicos más antiguos son del nuevo centro de culto establecido por Ptolomeo III Euergetes. Estos restos han permitido establecer:
Los restos del Serapeum de Menfis pueden ayudamos a comprender las complejas relaciones simbólicas del culto de Serapis en la Alejandría ptolemaica. Una avenida de esfinges conducía hacia un camino pavimentado o dromos en estilo arquitectónico griego. Junto a él se hallaban estatuas de animales tradicionalmente asociados al culto de Dionisos: un león, una pantera, dos pavos reales con plumaje desplegado y un Cerbero tricéfalo. Cada uno de estos animales era cabalgado por un Dionisio joven o representado pisoteando hojas de parra o uvas. Este complejo simbólico dionisíaco era completado por dos sirenas y dos esfinges aladas de aspecto griego. Hacia el oeste se hallaban dos pequeñas capillas, una en estilo egipcio que albergaba una magnífica estatua del toro Apis, y otra de estilo griego. El complejo de Menfis también incluía una estructura semicircular que rodeaba a siete estatuas de poetas y sabios griegos. Las estatuas se hallan casi completamente mutiladas, pero los restos e inscripciones han permitido una posible reconstrucción del complejo. En el centro se encuentra Homero, flanqueado a su derecha por Tales, Protágoras y Platón; a su izquierda se encuentran los poetas Hesíodo, Píndaro y probablemente Demetrio de Falerón, apoyado en una herma de Serapis. Demetrio de Falerón fue el primer director de la biblioteca alejandrina.
La biblioteca se construye bajo Ptolomeo I y Ptolomeo II. El sueño de los Ptolomeos era el de reunir en Alejandría todas las obras sagradas, filosóficas y literarias válidas del mundo, para cuyo objetivo no se escatimaron costos ni esfuerzos. Originalmente se estimaron en 500,000 las obras necesarias para constituir una biblioteca universal.
La concepción arquitectónica de la biblioteca nos es desconocida en sus detalles. Sin embargo, se cree que se hallaba dividida en diez espaciosas estancias que correspondían a otros tantos dominios del conocimiento. En las paredes se hallaban los armaria que contenían los miles de papiros de la biblioteca. La biblioteca, que se encontraba en los recintos del palacio real, comunicaba a través de una columnata de mármol cubierta con su institución hermana: el museo.
A la cabeza de la biblioteca se encontraba un presidente o director, quien tradicionalmente fue también el tutor oficial de los príncipes ptolemaicos. El primer director de la biblioteca alejandrina fue el ateniense Demetrio de Falerón, discípulo peripatético y tirano de Atenas durante diez años hasta su expulsión en el 307 a. C., quien habría de buscar asilo en Alejandría. Tradicionalmente se atribuye a Demetrio la feliz idea de construir y recopilar una biblioteca universal. Sin embargo, nos inclinamos más bien por la idea de que el genio de este ambicioso proyecto fue el mismo Ptolomeo I, quien cumplía así con uno de los sueños de Alejandro. Nuestra hipótesis se basa en la concepción profundamente espiritual, emparentada cercanamente con el legado egipcio, de las instituciones ptolemaicas, que trascienden la concepción intelectual y moral aristotélica.
Una vez lanzado el ambicioso proyecto, Demetrio recibió de Ptolomeo I Soter el encargo de recopilar los textos para la biblioteca. Por encargo real Demetrio no debería escatimar esfuerzos ni costos en la recopilación de todas las obras válidas de la época. El mismo Ptolomeo habría de enviar una carta a todos los grandes monarcas de la época implorándoles que le enviasen libros de autores de todo tipo, de poetas y autores de prosa, doctores y adivinos, historiadores, y todos los demás también. Cuenta también la tradición que todo barco que atracaba en Alejandría era revisado en búsqueda de libros válidos, y que no podía levar anclas hasta que los libros no fuesen copiados por los laboriosos copistas de la biblioteca.
Grandes esfuerzos se realizaron también para adquirir la afamada biblioteca de Aristóteles, quien había sido un gran bibliófilo. A la muerte de Aristóteles, su sucesor Teofrasto había heredado los valiosos libros. A su vez, al morir Teofrasto, este había dejado los libros a Neleo, último discípulo directo de Aristóteles. Desafortunadamente, al no heredar Neleo la dirección del Liceo, había abandonado Atenas junto con los valiosos libros. Los Ptolomeos habían ofrecido una fortuna a Neleo, quien según la tradición, solo habría consentido en separarse de obras menores, y no de los célebres Tratados de Aristóteles.
Otra historia digna de ser recogida se relaciona con los textos sagrados judíos. Apoyándose en la autoridad de Hecateo de Abdera, quien al igual que Manetón, había compilado una historia de Egipto por encargo real, Demetrio había sugerido a Ptolomeo I que se adquiriesen los textos de la ley judía. Según cuenta un testigo ocular, Ptolomeo habría procedido a responder: ¿Y qué te lo impide? A lo cual Demetrio habría contestado que los libros debían ser traducidos y que para conseguir el apoyo del gran rabino de Jerusalén un gesto de buena voluntad real sería necesario. El gesto consistiría en la liberación de todos los prisioneros y esclavos judíos, más de 100,000 en total, y la compensación de sus anteriores dueños con fondos extraídos de las arcas reales.
La liberación de los judíos establecería las credenciales de Ptolomeo con Eleazar, el gran sacerdote de Jerusalén. En un mensaje de Ptolomeo a Eleazar. en el que solicitaba que se enviasen a Alejandría traductores expertos, el rey anunciaba:
Hemos liberado más de cien mil judíos. Los más fuertes han sido enrolados en el ejército. Aquellos capacitados para trabajar junto a nosotros, y dignos de confianza, han recibido puestos administrativos… Hemos resuelto ejecutar lo que plazca a todos los judíos; aquellos que hemos mencionado; aquellos en otras partes del mundo, y todos aquellos que puedan venir aquí a futuro. Puesto que hemos decidido que vuestras leyes sean traducidas del hebreo al griego, para que puedan ser ubicadas en nuestra biblioteca junto a los demás libros del rey.
Eleazar respondió con entusiasmo y una delegación de 72 eruditos judíos, 6 de cada una de las doce tribus, fue enviada a Alejandría, donde fueron recibidos calurosamente por Ptolomeo. Se cuenta que el banquete en honor de los invitados duró siete días y que los eruditos cumplieron su labor de traducción en 72 días.
También fueron traducidos los textos atribuidos a Zoroastro, una verdadera epopeya intelectual considerando que éstos sumaron más de dos millones de líneas de verso.
La clasificación de la creciente biblioteca fue encargada a Calímaco, quien subdividió sus catálogos en categorías genéricas que correspondían a las varias secciones de la biblioteca. Esta vasta obra titulada Catálogo de autores eminentes en diversas disciplinas abarcaba unos 120 rollos de papiro. En su obra, Calímaco dedicó seis secciones a poesía y cinco a obras en prosa sus categorías incluían épica, tragedia, comedia, obras históricas, obras de medicina, retórica y leyes, además de otras misceláneas.
La institución hermana de la biblioteca, adyacente, pero de administración independiente, fue el museo. El museo era en verdad una escuela de filosofía a la manera clásica, en la cual sus miembros podían dedicarse a sus estudios “alejados del mundanal ruido”. La institución fue dedicada al culto de las Musas que inspiraron su nombre y espíritu y encabezada por un sacerdote nombrado por el rey. Este aspecto subraya la concepción religiosa de la investigación científica e intelectual, tal como se practicó en Alejandría, al menos en algunos círculos, hasta fines del siglo IV d. C. Es probable que hasta un centenar de eruditos viviese en el museo, incluido dentro del complejo del palacio real, al igual que la biblioteca. El museo incluía un paseo (peripatos), un altar a las Musas, residencias para los residentes y visitantes ilustres, un refectorio para las comidas en común, teatro, salas de clases, zoológico para el estudio de la flora y la fauna, parque, y otras dependencias apropiadas.
Durante las guerras civiles en las cuales Julio César toma el partido de Cleopatra, abrumado por la superioridad numérica de la flota de Ptolomeo XIII, hermano menor de Cleopatra, Julio César decide emplear una estrategia arriesgada. Prende fuego a algunos barcos que se propaga a la flota enemiga, con lo cual consigue inclinar la suerte a su favor. Desgraciadamente, el fuego se expande a la ciudad y entre sus víctimas se cuenta la preciada biblioteca de los recintos reales. Plutarco y Séneca en el siglo I d. C. y Amiliano Marcelino en el siglo IV testimoniarían acerca de esta irreparable pérdida.
Sin embargo, no debemos olvidar que existía una segunda biblioteca, más pequeña, pero no por ello menos importante en su contenido, en los recintos de Serapis en el barrio egipcio. Al menos sabemos que la tradición de excelencia intelectual alejandrina no se perdió con la destrucción de una parte importante de la biblioteca original. Por otra parte, las bibliotecas de Alejandría se vieron enriquecidas por el magnífico presente que le ofreciese Marco Antonio a Cleopatra, tal vez como compensación por la destrucción accidental causada bajo Julio César; 200,000 papiros de la biblioteca de Pérgamo.
La segunda gran pérdida del legado literario de la antigüedad se produce en el 391 d. C. con la destrucción criminal del Serapeum por las hordas bárbaras de Teófilo, apoyado por un decreto del emperador romano Teodosio.
Pese a estas tragedias históricas se justifica el preguntar si se perdió todo el contenido de las bibliotecas alejandrinas. H. P. Blavatsky nos ofrece un interesante comentario al respecto en su Isis sin Velo:
Existen extrañas tradiciones en varias partes del oriente –en el Monte Athos y en el Desierto de Nitria, por ejemplo– entre ciertos monjes y rabinos eruditos de Palestina, quienes pasan sus vidas comentando el Talmud. Dicen éstos que no todos los rollos y manuscritos, que la historia dice fueron quemados por César, por la chusma cristiana en el 389, y por el general árabe Amru, fueron destruidos como se cree comúnmente. Y la historia que cuentan es la siguiente: durante la época de lucha por el trono entre Cleopatra y su hermano Dionisio Ptolomeo, el Bruchion, que contenía más de setecientos mil rollos, todos encuadernados en madera y pergamino incombustible, se encontraba en reparaciones, y una gran parte de los manuscritos originales, considerados entre los más preciados, y de los cuales no existían copias, fueron guardados en la casa de uno de los bibliotecarios. Como el fuego que consumió el resto fue resultado de un accidente , no se habían tomado precauciones oportunamente. Pero agregan que varias horas pasaron entre el incendio de la flota bajo las órdenes de César, y el momento en que los primeros edificios situados cerca del puerto a su vez cogieron fuego; y que todos los bibliotecarios, ayudados por cientos de esclavos que trabajaban en el museo, lograron salvar los rollos más preciados. Tan perfecto y sólido era el material de pergamino, que aunque en algunos rollos las páginas internas y el encuadernado de madera fueron reducidos a cenizas, en otros el pergamino sobrevivió intacto. Estos se encontraban todos escritos en griego, latín, o dialecto caldeo siríaco, por un joven erudito llamado Theodas, uno de los escribas que trabajaban en el museo. Se dice que uno de estos manuscritos ha sido preservado en un convento griego hasta el día de hoy; y la persona que nos narró esta tradición lo vio con sus propios ojos. Dijo también que muchos más lo verían y aprenderían donde buscar documentos importantes una vez que cierta profecía se cumpliese, agregando que la mayor parte de estas obras podían ser encontradas en la Tartaria y en India. El monje nos mostró una copia del original, que, naturalmente, solo pudimos leer pobremente , puesto que nuestra erudición en el área de las lenguas muertas es limitada. Pero nos impresionó tanto la vívida y pintoresca traducción del santo padre , que recordamos perfectamente algunos curiosos párrafos, que decían, en la medida en que podemos recordarlos: “Cuando la Reina del Sol (Cleopatra) fue llevada de vuelta a la ciudad semidestruida, luego que el fuego había devorado la Gloria del Mundo; y cuando vio la montaña de libros –o rollos– cubriendo las gradas semidestruidas de la estrada; y cuando se dio cuenta que el interior había desaparecido y solo quedaban las cubiertas indestructibles, lloró de furia, y maldijo la estrechez de sus padres que habían escatimado el costo del pergamino real para el interior y exterior de los preciosos rollos”. Nuestro autor, Theodas, también se permite una broma a costa de la reina por creer que casi toda la biblioteca había sido consumida por las llamas; cuando, en verdad, cientos y miles de los más importantes libros se hallaban a salvo en su propia casa y en aquellas de otros escribas, bibliotecarios, estudiantes y filósofos. (II, 27-28).
La caída del mundo clásico sume a occidente en un profundo sueño de casi un milenio de duración. Durante el Renacimiento, precedido por nobles esfuerzos de órdenes como las de los templarios, nos reencontramos con nuevos ejemplos del espíritu que impulsó el auge de Alejandría y de su célebre biblioteca, la gloria del mundo.
Hacia el 1460 un manuscrito griego fue traído a Florencia desde Macedonia a Cosme de Medici, quien había invertido notables esfuerzos y recursos en la recolección de textos antiguos. El manuscrito contenía catorce de los tratados del Corpus Hermeticum. Anteriormente, Cosme había logrado recuperar originales griegos de las obras de Platón. Se le presentaba entonces un dilema al anciano Cosme, a quien le quedaba poca vida. ¿Debía encargar al brillante Marsilio Ficino, educado especialmente para este propósito, la traducción de Hermes o de Platón? En 1463 Cosme instruye a Ficino que comience con la traducción de los textos herméticos, que este completa en pocos meses, antes de la muerte de Cosme en 1464. Luego habría de proceder con la traducción de los libros de Platón y también de Plotino.
Cerramos esta breve introducción al sueño de Alejandría rindiendo homenaje al noble Cosme y a Marsilio Ficino, cuyo esfuerzo habría de permitir que encarnase una vez más el sueño de Alejandría a través del movimiento histórico que conocemos como Renacimiento Italiano.
H.P. Blavatsky. Isis Unveiled. Vol II: Theology. The Theosophy Co111pany. Los Angeles, CA: 1968.
Luciano Canfora. The Vanished Library: A Wonder of the Ancient World. University of California Press. Berkely, CA: 1990.
Mostafa El-Abbadi. The Life and Fate of the Ancient Library of Alexandria. UNESCO-UNDP. Paris, France: 1990.
Edward Alexander Parsons. The Alexandrian Library: Glory of the Hellenic World. The Elvesier Press. New York, N. Y.: 1952.
Frances A. Yates. Giordano Bruno and the Hermetic Tradition Vintage Books. New York, N. Y.: 1969.
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