El síndrome del año 2000

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 05-08-2024

Prólogo necesario

Este artículo refleja, dentro de los límites de un espacio periodístico, el pensamiento de un filósofo sin compromiso con ningún partido político ni creencia sectaria, ante los problemas que se nos plantean en los albores del nuevo decenio de los años 80. Nuestras disciplinas de reflexión en Nueva Acrópolis nos han inclinado a la observación de los fenómenos y a la investigación de sus causas; no con apetito intelectual y retórico, sino con verdadera hambre de verdad y solución en beneficio de todos los humanos. No pretendemos ser catastrofistas ni optimistas, sino realistas, en la mejor acepción de esta palabra y en el más firme sentido de este concepto.

En los umbrales de 1980

El papa Juan Pablo II ha reflejado el estado de angustia colectiva ante el futuro, recordándonos que, del arsenal calculado de 50.000 bombas nucleares, bastarían 200 para barrer del planeta la mayor parte de las más grandes ciudades del mundo. Creemos que el líder de los católicos no se ha querido limitar a señalar este peligro, sino una amenaza integral, a través de su más escalofriante faceta. Es un verdadero grito de alarma que trata de despertar las conciencias envilecidas por el materialismo, la gula y la violencia.

Efecto año 2000

Imagen del documental de HBO Max estrenado recientemente acerca del efecto del año 2000. El crítico Brian Lowry de CNN lo define como “Un recordatorio semicómico de que las conspiraciones y la histeria mediática no se acaban, sino que simplemente se reciclan”.

Está en uso el hacer un análisis retrospectivo tratando de encasillar en pocas palabras las características de los últimos decenios que nos han transportado a la crisis actual. Esto es válido, pero tal vez la sonda no profundice lo necesario. De allí que los comienzos de la década de los 80 se nos aparezcan como más excepcionales de lo que realmente pueden llegar a ser, sin captar, aunque sea básicamente, sus orígenes inmediatos, que en cuestiones de Historia no se pueden medir en unos pocos lustros; ya que lo “inmediato” en Historia puede ser la distancia que separa a un Stalin o un Hitler de un Jomeini o un Carter.

Así, se designa la década de los 60 como de cambios y revoluciones más o menos abortadas, de conquistas espaciales sin continuación práctica, de empuje económico sin direccionalidad. La de los 70, como de restricciones paulatinas y apatía creciente, de tensiones desatadas y de toma de conciencia de que, de alguna manera, la humanidad ha seguido un camino equivocado.

Todo esto es básicamente cierto, pues las tan mentadas revoluciones sociales que pretendieron mejorar el mundo no han llegado ni a dejar, para el futuro, los logros materiales que otras formas de gobiernos anteriores cristalizaron bajo el aspecto de carreteras, hospitales, embalses, prototipos de aviones y de automóviles, medicinas y nuevos productos químicos y fertilizantes.

El hombre ha pisado la Luna, pero esto no reportó casi ningún beneficio práctico y mientras tanto hemos envenenado nuestro propio planeta hasta hacerlo casi inhabitable. Se fabricaron muchos productos que no tuvieron suficiente absorción por el mercado y en cambio se descuidó la alimentación y educación, que, según la dignidad de los seres humanos, correspondía a la mitad de la población. Se teorizó mucho en ciencias sociales y políticas, pero en el momento en que escribimos, los tanques rusos aplastan Afganistán de la misma manera que, hace más o menos 40 años, los blindados alemanes aplastaban Polonia o los aviones norteamericanos hacían polvo, indiscriminadamente, los grandes museos alemanes.

El holocausto de millones de seres inocentes y el crimen económico y ecológico se suelen colocar en los últimos decenios y aparecen como generaciones espontáneas de la “Belle Epoque”. Una reflexión serena nos demuestra que esto no es cierto. El mal viene desde más lejos; tiene raíces más profundas y robustas. Del pasado más alejado, de aquel que no vivimos más que a través de lecturas, cuadros y fotografías, solemos recordar tan sólo las candilejas de la ópera Aída o los primeros reflectores eléctricos que alumbraron la inauguración de la Torre Eiffel. Pero esta y muchas otras manifestaciones brillantes ya albergaban en su seno la podredumbre y la ignorancia de las inexorables leyes de la Naturaleza. El “hombre fáustico” que se suponía podía poner de rodillas a toda la creación mediante sus engendros que multiplicaban su poder, no pasó, al considerarlo en términos absolutos, de ser una utopía. Las teorías “evolucionistas” no dejaron de ser hipótesis de trabajo y los “positivismos” comtianos y los “cientificismos” marxistas eran meros coletazos del romanticismo, que no pudiendo cambiar el mundo, le soñaban cambiado o fácilmente cambiante. Julio Verne era una suerte de profeta, pero no dejó jamás de ser un novelista de historias que siempre tienen un final feliz.

Si en la Tierra todavía hubiesen existido los augures en los comienzos del siglo XX, se habrían visto los signos de futuros desastres en el hundimiento del “inhundible” Titanic; un gran trozo de hielo cortó el primer viaje de una maravilla de la técnica donde… todo estaba previsto. La simple Naturaleza a través de uno de sus más sencillos representantes, había deshecho en unas horas el laborioso engendro de la tecnología. Muchos hombres y toda una forma de vida perecieron ante un montículo vulgar de agua congelada.

Sí… el origen del mal camino que hemos tomado no está en las últimas décadas, sino en los muchos siglos que nos precedieron. El hombre empezó a actuar mal porque empezó a pensar mal y a sentir mal. Y luego, la vorágine de los acontecimientos encadenados se fue tragando todo lo válido, todo lo espiritual, todo lo natural.

El hombre se liberó de numerosos trabajos antes de saber qué hacer con su tiempo y hacia dónde enderezar su alma. Poder material sin la compensación del poder espiritual nos ha resultado altamente conflictivo. El que todo el mundo sepa o crea saber –gracias a las consabidas manipulaciones– lo que pasa en todo el mundo a través de las modernas comunicaciones, no ha hecho más que hacer participar a las multitudes de los problemas y desastres, pero no les dio fuerza para conjurarlos.

Y así nos encontramos en los comienzos de una nueva década, la de los 80, con unas perspectivas realmente alarmantes. No se trata solamente de los proyectiles atómicos, los que, como los gases letales en la Segunda Guerra Mundial, quizás jamás se vuelvan a utilizar; ni de la falta de petróleo, solamente. Hay amenazas más graves y, al parecer, ineludibles. Nos referimos al crecimiento demográfico desmedido; a la falta de alimentos y… ¿por qué no?… a la falta de ideales. Una humanidad que da las espaldas a los ideales y a lo espiritual… ¿hasta dónde es una genuina Humanidad? Cada vez nos parecemos más a las bestias y a los robots y menos a los arquetipos que nos señalaron todos los grandes maestros, desde un Buda a un Jesús; desde un Platón a una Santa Teresa de Ávila.

La vuelta a los primordiales

Como la solución de los grandes problemas físicos, psicológicos y espirituales que nos aquejan hoy, no nos la han dado las definiciones de “la cosidad de la cosa en sí”, ni las melenas desgreñadas de los “hippies”, ni los satélites artificiales, ni los aceros plásticos, ni el motor a explosión, ni la “liberación” de las costumbres, ni la revolución francesa ni la rusa, ni el capitalismo sin Dios y sin patria… ni tantas y tantas cosas más que sacudieron la humanidad sin mejorarla, es obvio que el camino ha de estar en otra parte; tal vez hasta en otra “dimensión”. Y conste que no nos referimos a una catástrofe inevitable para el segundo milenio.

Se torna imprescindible, si es que aún estamos a tiempo, un retorno a los “primordiales”, o sea, a los elementos básicos que un día nos diferenciaron de los animales y las plantas. Hace falta volver a creer en Dios y en el Hombre. Abandonar las prisas ya que no sabemos exactamente adónde vamos. Hablar menos y hacer más. Pensar en una Humanidad donde todos trabajen, produzcan y consuman, naturalmente. Menos sociólogos y más labradores. Menos politiquería y más imperio del bien sobre el mal. Más amor y menos pornografía. Más trabajo y menos huelgas. Más entendimiento y menos patronales y sindicatos. Más unidad y menos dicotomía. Más fe y menos desconfianza. Más líderes y menos “teléfonos rojos”. Más artesanos y menos computadoras. Más damas y caballeros y menos golfas y patanes. Más limpieza y descontaminación y menos planeamientos urbanísticos irrealizables y máquinas de dudosa utilidad que consumen nuestro oxígeno. Menos guerrilleros y más poetas. Menos armas y más herramientas. Y, sobre todo: más dignidad y espiritualidad para usar y portar todas las cosas, pues hay una abismal diferencia entre la manera en que el Cid portaba su espada y en la que un pirata indochino maneja su fusil.

Inegoísmo, belleza, honor, hidalguía, bondad: estas son las claves para abrir las puertas de un futuro que hoy se nos han cerrado en la cara. El agua debe volver a ser agua, el aire debe volver a ser aire, la ciudad debe volver a ser lugar de encuentro y convivencia y el campo debe volver a ser reserva de alimentos y riquezas, palestra de constructores. Debemos volver a coronar las montañas con templos y a nuestros niños con inocencias y a nuestros ancianos con respetos. Debemos, en fin, volver a los primordiales elementos humanizadores. Dominarnos a nosotros mismos antes que pretender dominar nuestro entorno y conocernos a nosotros mismos antes que pretender conocer los ultérrimos mecanismos del cosmos.

La época de la “diosa Razón” y del “dios Razonado” ha pasado. O volvemos a empezar y nos dejamos de “emparchar” la vida, o esta nos mostrará tan sólo su otra cara: la muerte.

Aferrémonos a la más verde de las esperanzas, aprendamos del pasado y lancémonos al porvenir. Tal vez… no sea demasiado tarde. Y el año 2000 no esté lleno de cohetes interestelares y de astronautas jugando con fichas electrónicas para matar sus ocios en la sobreabundancia material, como se soñó hace unos años… Que esté poblado de hombres, mujeres y niños sanos; viviendo más íntimamente en contacto con la Naturaleza y algún “simple” vuelva a poner una piedra sobre otra o a cruzar dos ramas en cruz y creer en Dios. Y el año 2000 le verá sonreír.

 

Nota del editor:

Aunque esta conferencia muestra la situación social, económica y política antes del cambio del milenio, y fue escrito 20 años antes del año 2000, su análisis es válido para casi 25 años después de pasado el cambio de siglo. Por este motivo nos hemos animado a publicarlo, pese a que en principio pudiera parecer una preocupación ya pasada.

Créditos de las imágenes: HBO Max

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Referencias del artículo

Artículo publicado en la revista Nueva Acrópolis España nº 69, en el mes de febrero de 1980

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