El síndrome de la revolución permanente

Autor: Jorge Ángel Livraga

publicado el 05-08-2021

Consideramos que todo hombre y toda mujer son naturalmente filósofos. La capacidad ingénita que tenemos desde pequeños de preguntarnos sobre el mundo y buscar respuestas la atesoramos dentro de nuestro corazón. Luego, la vida, con sus distintas facetas, va adormeciendo esa aptitud, la va recubriendo con una serie de elementos que nos hacen olvidar a ese filósofo interior.

Revolución permanenteCada uno de nosotros, de alguna manera, hemos sido aplastados por el entorno y por nuestros propios prejuicios, y nos hemos conformado con lo que somos hoy, aquí y ahora; hemos sido privados de la capacidad de desarrollar nuestra imaginación lo suficiente como para poder vernos a nosotros mismos proyectados en el tiempo y en el espacio, poder verticalizarnos y tener una actitud de marcha hacia lo alto y hacia adelante.

Hoy las condiciones hacen que, como mancha de aceite sobre el agua, tendamos siempre a lateralizarnos, y a ver las cosas a nuestra izquierda o a nuestra derecha, inmediatamente delante o inmediatamente detrás, lo que nos obliga a movernos en un juego parecido al ajedrez, en dos dimensiones. El Hombre se va desarrollando en esas dimensiones laterales y ha olvidado la dimensión interior, la dimensión vertical, que le permita enfrentarse a los problemas permanentes.

Existen cuestiones permanentes en nosotros, escondidas bajo nuestras preguntas ingénitas, tal vez porque en el fondo seguimos siendo niños. Queremos saber por qué hemos aparecido en este plano de la existencia, qué nos va a ocurrir y qué podemos hacer por este mundo y por nosotros mismos. Sería vanidoso por nuestra parte sentirnos dueños absolutos de esta situación. No lo somos.

El misterio, el enigma de la vida, nos ha colocado en una forma de escenario. Es fundamental volver a reencontrar el sentido de aquellas figuras que nos daban los dramaturgos griegos; estos pensaban que existían tres posibilidades de encarar la vida: la de la tragedia, la del drama y la de la comedia.

En la tragedia, el Hombre estaba completamente sujeto a las fuerzas de la Naturaleza, a los Dioses, a sus designios y a los elementos inexorables; así, penetraba en el mundo y reaccionaba ante lo que le sucedía, pero era llevado de manera inexorable hacia un misterioso destino final.

En la posibilidad dramática, el Hombre podía intervenir de manera activa en los procesos del mundo y ya no era aplastado por las fuerzas de la Naturaleza o del Espíritu. A través de su voluntad, podía ejercer una participación real y no solo vivir la Historia, sino hacer Historia. Podía escribir y no solamente leer en el Gran Libro.

Por fin, en la comedia, los antiguos concebían que el Hombre solamente venía al mundo como a un juego de ida y vuelta, y no sabía por qué, ni de dónde venía ni adónde iba.

Desgraciadamente, en el momento actual, esta última actitud es la que prima. Todos nos sentimos como arrastrados por un conjunto de fuerzas, y antes que analizarlas, que tratar de comprenderlas, que participar de esa vida activamente, preferimos tomarnos la vida un poco en broma, olvidar, escapar cuando podemos de nuestro trabajo y nuestras responsabilidades, vestirnos de manera diferente y, en general, cambiar. Se nos ha inculcado el terror a estar en un mismo lugar, a sostener una misma idea, a creer en una misma realidad. Hoy se ve como un viejo decrépito a aquel que en su juventud, en su madurez y en su vejez mantiene las mismas ideas, a aquel que, más allá de las variaciones del entorno, puede sostener una actitud moral, una actitud ética interior que le permita llevar a través de toda su vida una misma línea de conducta.

Hoy estamos sumergidos en lo que hemos dado en llamar «el síndrome de la revolución permanente», del cambio permanente, pues pensamos que las cosas deben cambiar continuamente.

Esa actitud nos priva de un cierto sentido del camino, de un cierto sentido de la marcha. Hay que moverse y accionar, pero hemos perdido la capacidad de preguntarnos para qué. No se nos da tiempo para preguntarnos por qué nos movemos, por qué cambiamos, de dónde venimos, hacia dónde vamos.

Todo corre deprisa, hay que hacerlo rápidamente todo y todas las cosas deben moverse. A veces, incluso, si nos detenemos a contemplar un paisaje o a conversar con algún amigo, nos parece que nos estamos muriendo de alguna forma. Esta revolución nos está obligando a caer sobre nuestros propios pies. Hemos perdido la fuerza moral para poder detenernos en ciertos momentos, para poder ubicarnos cómodamente y mantener con firmeza nuestras creencias.

Hoy se nos dice que todo debe cambiar y cambiar, y que ese cambio es la finalidad del hombre. Pero algo que cambia tan rápidamente, no retiene nada para sí.

El problema que aqueja a la sociedad actual es que tratamos de participar, pero lo hacemos de una manera puntual, sin poder detenernos a meditar. Se nos ha convertido en multitud, en una especie de gran grupo que se mueve en conjunto para uno y otro lado, pero que no logra una individualidad consciente, ni tampoco una relación armónica con los demás hombres y mujeres. Todo aquello que hoy no cambia, se considera caduco, «retro», algo avejentado e incapacitado para el futuro.

Pero observando un poco, vemos que la Naturaleza actúa de una forma muy diferente. Es evidente que las rosas de ahora y las de la época de los hititas, por ejemplo, son diferentes, pero el perfume de las rosas es siempre el mismo. Hay que decidir si queremos quedarnos con el envase, con la parte externa, la que nace, vive y muere o si queremos proyectarnos a través del perfume de las rosas.

Todos sabemos que una rosa lo es, no solamente por sus características meramente físicas, ya que estas varían por la temperatura, la humedad y demás circunstancias externas, sino también por su esencia, su perfume, su ser. La búsqueda del Hombre, para la Filosofía, es una búsqueda del ser, es tratar de interpretar la existencia de tal manera que implique el fijar nuestro ser y proyectarlo; ser cada uno de nosotros lo que realmente somos, más allá de las presiones, de las opiniones, de aquello que se diga de nosotros. No es la opinión de la gente, ni la masa de información, lo que nos va a dar el ser. La opinión colectiva no podrá nunca cambiar la naturaleza de una sola persona. Hemos caído en la gran trampa de pensar que son las corrientes de opinión, los pareceres de la multitud o del grupo los que pueden formar al individuo, cuando es completamente al contrario.

Una rosa es una rosa, aunque todos los hombres del mundo digan que es una violeta. Las cosas, pues, son por sí mismas, y no por la opinión que nos podemos hacer, falsa o verdadera, de ellas.

Eso significa que debemos preservar honradamente nuestra naturaleza y la verdad de lo que realmente somos cada uno de nosotros. Hay que valorar en su justa medida la opinión de la gente, porque dicha opinión se basa muchas veces en presiones, propagandas, imágenes, que la llevarán hacia un lado o hacia el otro, pero que no pueden afectar profundamente al ser. De ahí que en el momento actual exista este síndrome de la revolución permanente.

La palabra revolución implica un cambio profundo en las cosas, un salto en la evolución lógica que lleva aparentemente de una naturaleza a otra. Los más viejos criterios que encontramos sobre lo que puede ser una revolución los podemos encontrar en los pensadores chinos. En la época pre-Han, ya la habían definido como un cambio violento. Hay, por ejemplo, en el pensamiento de Kung-Fu, parábolas y afirmaciones sobre lo que pueden ser estas revoluciones. Entonces era un concepto de transformación del espacio; se concebía una revolución, un cambio profundo, como una transformación del espacio, un espacio que puede ser arquitectónico, político o social.

A medida que el mundo cambia, este concepto también va a variar poco a poco. Y vamos a ver que muchas veces hemos llamado revoluciones a procesos que no lo son realmente, que no implican cambios en un sentido profundo. Se habla, por ejemplo, de la revolución de Espartaco; este, contrariamente a lo que cree la opinión pública, no era un esclavo, sino un príncipe frigio prisionero de guerra de los romanos. Lo que él intentó hacer mediante su cambio violento fue simplemente la liberación de un grupo de personas de un sistema que les estaba oprimiendo. Su búsqueda era la transformación del espacio. Tal vez, si hubiese tenido éxito –que no lo tuvo–, hubiese llevado a su grupo y a su propia persona a otro espacio político-social, donde se hubiesen dado otras características. Luego aquella transformación habría tocado solamente a ese entorno.

Más adelante se concibe la revolución como un cambio que no solo afecta al espacio, sino también al tiempo. Y vamos a llegar, al fin, hasta los conceptos más modernos de la revolución, la llamada «revolución sin tiempo» –de la cual ha esbozado algunos elementos Mao Tse-Tung, y los ha expresado mejor Ho Chi-Minh– en la que no basta lograr un lugar, sino que hace falta un tiempo permanente y una proyección hacia todos los lugares.

Pero estas revoluciones, que son evidentemente político-social-militares, por desgracia se han trasvasado a toda convicción, y hoy nos sentimos obligados, de alguna manera, a ser revolucionarios. Tanto es así que en la actualidad hay un partido político en Iberoamérica que se hace llamar Partido de la Revolución Institucional, es decir, una revolución continua, siempre cambiante.

Esto cae casi en lo cómico, porque a fuerza de cambio constante y cuando se agotase la imaginación, podríamos volver a una de las anteriores propuestas ya abandonadas.

Este sentido de la revolución permanente, del cambio constante, si no hay una mira, un verdadero objetivo, nos lleva evidentemente –y lo vemos hoy– a la violencia, al enfrentamiento entre las personas.

¿A qué conducen estos derramamientos de sangre, estos enormes gastos en armas supersofisticadas, este enfrentamiento entre los hombres y las naciones, si ninguno de los bandos en lucha nos propone una finalidad real, sino solo imaginar alternativas que en el fondo son exactamente las mismas?

Recordemos cuando Lenin proponía una serie de cambios en la estructura social y política de su entorno. Estos no eran cambios reales, sino simplemente otras alternativas. Cambiar una tiranía por otra es absolutamente antifilosófico. La lucha de clases no se concibe en una verdadera revolución interior filosófica. Pero sí se concibe en una revolución permanente, que cuando no hay clases las inventa, ya que es obvio que las clases sociales que pudieron establecerse en una alta Edad Media o en un Renacimiento o en siglos anteriores, hoy ya no existen. En otro tiempo, el hijo del banquero era banquero y el del campesino era campesino.

En la actualidad venimos arrastrando esos ecos del pasado hasta una sociedad que ya no se rige de acuerdo con aquellos postulados. Hoy el hijo de un albañil puede ser abogado, y el hijo de un abogado puede ser albañil. El mundo ha cambiado completamente, pero ha cambiado también artificialmente. Nos encontramos ante la alienación por un cambio permanente.

Me he preocupado por seguir la trayectoria de algunas de las personas que participaron en la Revolución del 68 en París. Fue una revuelta muy curiosa, que mantuvo unas afirmaciones bastante sabias, otras bastante tontas, y otras que no tenían una finalidad en sí mismas, sino, más bien, un grito desesperado («prohibido prohibir») de unas personas que se sentían marginadas, no solo de los demás, sino de sí mismas y de toda realidad. Hoy, personajes tan famosos como lo fueron «Erik el Rojo» y muchos otros, se han dedicado a una vida burguesa y tranquila. Y en España, hace unos años, se pudo ver en televisión al filósofo Henri-Levy, que hablaba de unos principios de tipo tradicional, cuando en su tiempo fue uno de los grandes antitradicionalistas, en aquel famoso movimiento del 68.

El problema de la alienación, de la falsa revolución permanente, lleva al hombre de una posición a otra, pero como lo lleva un impulso mecánico, una suerte de peso específico, psicológico, cuando pasa de A a B no puede detenerse, sino que dicho impulso le obliga a saltar a una nueva posición C, y así sucesivamente. El espacio es curvo, según sabíamos desde Pitágoras y demostró Einstein, y si pasamos de una posición a otra y a otra, llegaremos prácticamente a la situación de partida. Por tanto, no hay nada más inmovilista ni más antirrevolucionario que la revolución permanente. Es verdaderamente un síndrome, una irrealidad.

Esta irrealidad parte básicamente de un movimiento filosófico-político llamado «racionalismo», que apareció en Centroeuropa a principios de la Edad Moderna. Este movimiento situó la razón por encima de todas las cosas y, curiosamente, pretendió analizar con la razón, no solo a los entes físicos, sino a los entes racionales y espirituales. Pero lo estrictamente físico no siempre es razonable, sino que hacen falta instrumentos para su medición y definición. Si queremos pesar un objeto, hay que utilizar un instrumento de medida, no basta con razonar. Necesitaremos elementos que estén en la misma dimensión del objeto físico para poder pesarlo. La razón, en este sentido, está falseando la realidad material u objetiva.

En cuanto a la realidad espiritual, es conveniente recordar aquella frase que dice que «la religión es el opio de los pueblos». ¿Es que acaso podemos medir la religión desde un punto de vista puramente racional? ¿Es que podemos referirnos a la religión en términos generales, olvidando que, etimológicamente, según afirma Cicerón, la religión es aquello que nos lleva a re-ligarnos con nosotros mismos y con el misterio que nos ha engendrado y que nos hizo marchar? ¿Es que podemos, con la simple razón, deducir todo eso?

Nadie puede decir si Dios es grande o pequeño. Para saber si algo es grande o pequeño hace falta compararlo con las cosas circundantes, pues lo grande y lo pequeño no son características propias, sino que nacen del juego de las comparaciones.

Este movimiento racionalista no logró definir exactamente las realidades físicas; de ahí los grandes fracasos de la economía basada en dicho movimiento; y tampoco pudo definir las realidades espirituales, que están por encima de lo que nosotros podemos concebir con la razón.

Estos fracasos los podemos ver y sentir aquí y ahora. Cada sistema político que asciende al poder en cualquier parte del mundo ofrece unas promesas que luego no cumple. Esto no es debido a que se valgan de gente mala, sino que simplemente están viviendo una utopía. Por un sistema de razón, tratan de poner orden en otro sistema que no es puramente racional, sino más bien material y fáctico.

Si se consume más de lo que se produce, vamos a la miseria. Es inútil que hablemos, y son inútiles las palabras que digamos y todas las páginas que se puedan escribir al respecto. Es algo completamente utópico, alejado de una realidad fáctica.

Hoy, en algunos países en los que la religión está prácticamente prohibida, los mineros esculpen cruces u otros símbolos sagrados a escondidas, dentro de sus minas, a la luz de un candil; porque serán mineros oprimidos, con circunstancias que los convierten en esclavos, pero mantienen ardiendo en su corazón una llama religiosa; pervive en ellos una necesidad de comunicación con aquello que está más allá de este mundo y que ultérrimamente lo justifica. Solamente un tonto puede pensar que este mundo está justificado por lo bien que comamos o vistamos. Ni ropa ni comida bastan. Tal vez el que no lo tiene pueda pensar que eso basta; pero es una forma de ilusión. Con ello estamos haciendo depender la felicidad de cosas que son impermanentes, que están en cambio continuo.

Este es el «síndrome», la ilusión. Es el pensar que todo lo que pasó es malo, que todo lo que va a venir ha de ser mejor. Esa es una esperanza natural que todos tenemos; pero no es cierto que todo lo pasado haya sido malo.

La Historia la escriben los que ganan, y si César no hubiese tomado las Galias, tal vez hubiesen sido los galos los que hubiesen escrito sobre esta guerra, y lo hubiesen hecho de forma muy diferente al interés romano. Depende de quién gane, de quién tenga la fuerza fáctica, para que la Historia se escriba de una u otra forma.

Desgraciadamente, nuestros jóvenes, alimentados por una falsa Historia, van haciéndose a la idea de que todo lo pasado fue malo y que debemos cambiar y cambiar. Es lo que Sartre llamaba «la huida hacia adelante», una forma de escapar. Incluso en aquel movimiento del 68, en París, se decía: «Corre, apresúrate, el pasado te persigue». Pero el pasado no siempre es tan terrible. Tuvo elementos malos, sangrientos, pero hoy también existen estos elementos, juntamente con grandes injusticias, explotación y farsa con todas las apariencias de un mundo humanista y respetuoso.

El problema de este deseo de cambio constante es que la gente piensa que la verdad no está en su posición, en el lugar en el que debe estar, ni en su momento ni en su forma.

El mito del cambio hace que la gente rechace lo que tiene al lado y marche. Y así nos han convertido en ganado, en una masa de ovejas que camina y camina, a la que se le da la libertad de hablar, como las ovejas van balando cuando caminan, para llegar a ninguna parte, o sea, a otro sitio igual al punto de partida. ¿Cómo podemos escapar de esta red, de esta mentira, de esta falsa necesidad de marcha y de cambio? Tal vez encontrándonos otra vez a nosotros mismos, meditando un poco en lo que queremos ser, en lo que somos realmente.

Esa es una buena pregunta para hacernos. ¿Qué soy yo en conjunto? ¿Por qué una parte de mí ha de excluir a la otra? ¿Por qué hemos de aferrarnos a una sola cara de la realidad? ¿Por qué no vivir de una manera más plena, más armónica, más en conjunción con la Naturaleza?

A lo largo de la vida cambiamos muchas veces. Nuestras ideas cambian aunque sea solo, si hay suerte, en lo circunstancial y no en lo fundamental. Si nosotros fuésemos ese pensamiento que ha cambiado (y todo aquello que cambia, nace, se desarrolla y muere), no seríamos seres, sino entes mortales, y hemos de observar que somos algo mucho más profundo, que estamos detrás de todas las cosas, y que hemos de ver nuestra propia vida y la de los demás como meras circunstancias.

Cuando un hombre sube a una montaña, si continúa caminando después de llegar a la cima, no puede seguir subiendo sino que ha de bajar. Esto del cambio, de la revolución permanente, es una gran mentira, porque sería igual que la ascensión permanente. Un hombre que sube una montaña, si no sabe detenerse a tiempo, si no se detiene a beber en las fuentes de agua y de vida, comenzará a bajar, y todas las cosas que pudo lograr comenzarán a desintegrarse.

Por eso nos encontramos con que hoy, en un mundo que tiene tantas posibilidades técnicas y científicas, hay dos mil millones de personas sumidas en el hambre, en la miseria, en la desesperación. Hoy, en un mundo en el cual aparentemente tenemos todas las medidas de seguridad a nuestro alcance, muere constantemente gente asesinada. ¿Dónde están entonces esos servicios de seguridad y para qué nos sirven? A todas horas hay violencia. ¿Qué es lo que pasa? ¿Es que estamos todos locos? ¿Por qué esta necesidad de lucha general?

No creemos que el mundo se pueda arreglar con la violencia; si fuese así, ya estaría arreglado con todas las guerras que ha habido. No creemos tampoco que la felicidad esté en tener más zapatos o más dinero, ya que en países ricos hay hombres muy desgraciados, y otros hombres pobres son felices. La clave, pues, debe de estar en algo más allá de todo este entorno.

Debemos tratar de reaccionar, pero no como conjunto o manada, sino individualmente. Volvamos a ser niños. Hagámonos de nuevo las preguntas fundamentales: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy? Ellas nos van a limpiar de aquellos elementos que nos están intoxicando. Porque el problema ecológico no está solo en que se pudran los ríos, las tierras o el aire. El problema es que también está podrida la Humanidad, el Hombre mismo está contaminado. No solamente llueven pájaros muertos, no solamente flotan peces muertos; también hay Hombres muertos que caminan en la vida. Cada vez es mayor a nivel mundial el suicidio en los niños. Cada vez es mayor el problema de las drogas y la violencia. Es evidente que estamos en un camino equivocado, en una ruta incorrecta.

Tenemos que volver a encontrarnos a nosotros mismos. Debemos tratar de hacer cosas que podamos terminar nosotros mismos, cosas simples. Hemos visto cómo las grandes fábricas, con esas enormes chimeneas que fueron la maravilla del siglo XIX, han emporcado el mundo, lo han destruido y ensuciado completamente. ¡Bendito sea el artesano! ¡Bendito sea el hombre que pone las manos en la tierra, y dándole forma, hace las vasijas para que la gente pueda beber el agua! ¡Benditos los que trabajan la madera o el metal! ¡Benditos los que hacen versos o escriben música! ¡Benditos los que pintan o esculpen! ¡Benditos los que pueden encontrarse cara a cara sin temor a armas o agresiones! ¡Benditos los que sueñan con un mundo mejor! ¡Benditos también aquellos, sobre todo, que tienen la fuerza de querer construir un mundo mejor!

Nos hace falta construir un Hombre Nuevo para dar a luz un mundo mejor. Decía don Quijote a Sancho que debemos convertir los gigantes del horizonte en nuevos molinos de viento, en nuevos molinos que muelan el nuevo trigo para hacer el nuevo pan que alimente al Hombre Nuevo. Tenemos que renovarnos a nosotros mismos, tenemos que marchar hacia el horizonte con los ojos abiertos; porque aquí y ahora nadie es tan joven, tan viejo o tan débil que no lo pueda hacer.

Hay un viento histórico, un sentido de marcha hacia el futuro. Debemos vivir de cara al futuro y no al pasado. Allí nos esperan las nuevas generaciones, las nuevas realizaciones; allí viven nuestros sueños.

Los poetas saben que no se puede construir un verso; el verso llega solo. A veces nos sentamos frente a un amanecer, la pluma en la mano, los ojos perdidos en la inmensidad, y no nos viene el verso ni el mensaje. Muchas veces, sin embargo, en el sitio más impensado, acude el poema. Esto quiere decir que no construimos los poemas, sino que vienen de alguna parte, que hay algún «banco de poesía» con el cual misteriosamente nos conectamos. Debe de haber un «banco» de donde nos vienen las formas puras; debe de haber un «banco» también de donde nos viene la bondad, la comprensión y el trabajo. ¿Por qué, en vez de esperar ese cambio a la manera del ganado, no buscamos las fuentes de inspiración de la poesía, de la bondad, del trabajo?

Esa es la actitud filosófica: buscar las fuentes de inspiración de la poesía, de la bondad, del trabajo, de la concordia; y concordia no es igualdad, porque los iguales se rechazan. Hace falta que los Hombres sean diferentes, que sean complementarios. No nos debemos rechazar los unos a los otros por nuestras diferencias; debemos aprovecharlas para conjugarlas en un todo activo que pueda marchar hacia el futuro. Dos ruedas lisas, cuando se ponen en contacto, resbalan. Hace falta que tengan dientes, engranajes, para que encajen los unos en los otros, y así poder marchar. Así el hombre y la mujer tienen hijos, el día y la noche dan atardeceres, la tierra y el agua dan árboles y la quietud de los nidos nos da pájaros. Sepamos comprender y aceptar nuestras desigualdades.

Debemos marchar hacia donde sale el Sol.

Créditos de las imágenes: Ehimetalor Akhere Unuabona

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Referencias del artículo

Conferencia pronunciada el 14 de junio de 1985 en la sede de Nueva Acrópolis, Madrid.

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