El estado de carencia absoluta de alimentos para muchos seres humanos es uno de los mayores males de nuestro mundo. Pero existen otros tipos de carencias más sutiles, que no aparecen en las estadísticas, pero que van minando a aquellos que las sufren.
Los medios de comunicación nos tienen acostumbrados a las más macabras imágenes que reflejan el estado de carencia absoluta en que se encuentran muchos seres humanos. El hambre es como una garra feroz que supera en mucho a las más crueles de las enfermedades y, al igual que con esos males incurables, no se encuentra un remedio rápido y práctico para detenerla.
Pero creemos que la cosa va más allá todavía y que el hambre no hace presa solamente de los cuerpos, sino que va minando paulatinamente cuanto caracteriza a la humanidad. Por eso especificaremos algunos de los ámbitos en que la miseria se deja notar con más potencia.
Son muchos, millones, los que no tienen nada para comer. Sólo en África, y a tenor de las estadísticas, han muerto de hambre más de treinta millones de personas en los últimos años…
Se podría creer que el hambre afecta a quienes viven en tierras pobres, desérticas, y en parte es verdad. Pero también mueren de inanición quienes tienen tierras fértiles a su disposición, aunque sin medios ni capacidad para explotarlas y aprovecharlas. Hoy por hoy se puede perecer por igual en medio de zonas estériles o en otras fértiles que sus pobladores no saben o no pueden utilizar.
El hambre física está regida por un conjunto de intereses –que existen, obviamente, si bien no se muestran claramente– que favorecen el desarrollo de unas regiones del planeta en detrimento de otras. Y las regiones más favorecidas tampoco pueden actuar libremente produciendo lo que les falta a otras: la producción tiene el límite que marcan los mercados internacionales, esas nuevas entelequias que rigen nuestros destinos poniendo precios a las cosas y moviendo invisibles hilos para que esos precios no bajen jamás. Sobran alimentos que no llegan a ninguna parte porque no interesa, porque no hay vehículos para fletarlos, porque su distribución podría provocar matanzas entre los hambrientos; así, es preferible destruirlos o arrojarlos al mar. Sobran donativos que se diversifican en cientos de trámites burocráticos sin alcanzar casi nunca las manos de los necesitados. Sin descartar las nobles excepciones, ha nacido la nueva industria de la beneficencia, que tampoco consigue mitigar el hambre.
Quedan los idealistas, los locos de alma que luchan denodadamente por ayudar a los pobres, a los enfermos, a los miserables, y que generalmente pagan con sus vidas ese intento altruista, intento que muere con la persona ya que no hay ninguna fórmula organizada capaz de canalizar inteligentemente esos esfuerzos.
¿Tal vez porque no cotizan en los mercados?
Mientras tanto, otra parte de la humanidad pasa hambre voluntariamente para adherirse a la moda de las figuras estilizadas; son personas que no saben alimentarse correctamente por mucho dinero que tengan, o que se ven obligadas a comidas de compromiso social, o que desahogan sus penas consumistas con un apetito compulsivo. Este es un atentado contra la salud. El otro, el de la miseria real, es un atentado contra la vida.
Cada tanto recibimos una llamada a la conciencia con fotografías tétricas -y desgraciadamente bien reales- de niños esqueléticos, de madres descarnadas incapaces de alimentar a sus bebés, de hombres que no pueden tenerse en pie y mucho menos hacer un trabajo físico. Esas imágenes nos llegan desde los restos históricos de las tan odiadas colonias y de los hoy dignamente considerados países independientes. ¿Independientes de qué o de quién? ¿Quién los sigue sojuzgando a la sombra, dejando que se maten entre ellos en luchas tribales, étnicas, religiosas?
No es que existan vampiros que chupen la sangre a la gente y la dejen sin energía. Hay otras formas de dejar exhausto al ser humano.
El dinero es una forma de energía; es el resultado del trabajo de millones de personas que apenas manejan en parte ese dinero y lo que pueden adquirir con él. Hay una maquinaria que absorbe trabajo y dinero y, por lo tanto, la energía humana, produciendo esta otra forma de hambre.
Hay poderosos grupos –de los que poco y nada sabemos– que manipulan el dinero. Hay impuestos elevados que agobian a los que trabajan, sin que los resultados de la aplicación impositiva sean siempre evidentes para los afectados.
La energía humana está pobre, muy pobre. Otra vez hay esclavos, si es que en algún momento dejaron de existir. Los nuevos esclavos son los que no pueden parar de trabajar cada vez más horas para tener las mismas o menos cosas que cubran sus necesidades; sus amos no se dejan ver pero no por ello son menos crueles que aquellos de las novelas que todavía circulan en kioscos y librerías. Los nuevos esclavos son los jóvenes sin experiencia, son los mayores que mendigan trabajo porque no hay sitio para ellos, a menos que el sitio sea una bien disimulada explotación; son los que deben soportar todo tipo de humillaciones para mantener un puesto que les permita ganarse la vida o mantener un estatus que es la exigencia de valorización en determinadas sociedades.
Y también siguen existiendo los otros esclavos, los de siempre, los seres humanos que se venden y se compran, los que pasan por las manos de unos y otros amos, los que son engañados con paraísos ficticios para acabar encadenados en ciénagas inmundas en medio de las más sofisticadas capitales del mundo. Son los que viven peor que los animales y a los que se mata sin piedad cuando ya no sirven para nada.
El aire es energía y tenemos hambre de aire puro. Cada vez respiramos más porquerías y estropeamos alegremente la atmósfera, bien porque así se obtiene más dinero o porque así lo requieren las pruebas físicas, químicas o atómicas que desembocarán, por lógica, en más dinero.
Hay una auténtica peste de hambre energética, enfocada ya sea en el aire que respiramos o en el dinero que no tenemos, que se traduce en cansancio, desánimo, fatiga, en un arrastrarse día a día en medio de un presente poco alentador o ante el fantasma de un futuro sin muchas esperanzas.
Hace tiempo que los sentimientos –al menos en los países más civilizados– han sido reemplazados por los instintos. Al no ser los instintos el alimento adecuado de la psiquis, el hombre muere de hambre también en este plano.
Todos sueñan con amar y ser amados, aun aquellos que más lo niegan, y lo niegan por dolor y desesperación, no porque renieguen de ese sentimiento vital e indispensable. Pero todos sueñan con un amor que dure algo más de cuatro días, con un amor que no se disuelva tras una fiesta, unas vacaciones, una copa de alcohol o un ensueño de drogas.
Desgraciadamente no son muchos los que llegan a vivir sentimientos serios y poderosos como el amor, como la vibración que produce la belleza, la bondad o la justicia. La gran mayoría deambula por la vida como mendigos hambrientos, hábilmente disfrazados para disimular una riqueza de sentimientos que no poseen ni saben cómo alcanzar.
El hambre sentimental se llama soledad. No es la soledad física, sino aquella otra interior que hace morir al hombre de sed sin que sepa dónde se halla la fuente prodigiosa para poder beber. ¡Cuántos seres solos hay en este mundo!
Mientras tanto, el mercado internacional que todo lo abarca, nos vende mil simulacros y espejismos de compañía que, una vez disipados, nos dejan más solos, más defraudados y más anestesiados para salir de esta miseria. Pero, ¿cómo salir si no llegamos a verla ni entenderla? Se siente, se acepta a veces, se niega otras, pero no se sabe de dónde viene ni cómo combatirla.
También en el ámbito de los sentimientos hay tristes esqueletos de solitarios: los niños abandonados y maltratados, los ancianos que nadie quiere tener en su casa, los enfermos insoportables… Y mientras tanto proliferan los “gordos” de emociones ficticias y burdas, de vicios y violencia que, lejos de alimentar el alma, más la brutalizan y la entorpecen hasta dejarla en los huesos.
En este terreno faltan igualmente los buenos sentimientos. Hace mucho que no existen ideas, ideas puras, sanas, eternas, dirigidas al desarrollo de la mente. No, el mercado sólo ofrece planes y proyectos, sofismas baratos y vulgares entretenimientos.
Existen excepciones, lo sé, pero son tan pocas….
La literatura debe contener carroña para estar a tono; la poesía debe eliminar la rima y el ritmo para ser libre, el teatro debe mostrar las miserias de la vida, la locura o la risa fácil que nada resuelve; el cine se complace en imágenes que nos distorsionan sin darnos respuestas; el que pinta, embadurna y el que esculpe, escupe en nuestro ya degradado criterio estético. La Filosofía desaparece de los programas de estudios y la Historia ha llegado a su fin…
Entonces, ¿quién piensa en qué?
El hambre que padecemos, más que intelectual, es mental, racional, moral, espiritual. La tan mentada diferencia entre el hombre y el animal –¿raciocinio?– se advierte cada vez menos; al contrario, son los animales los que se toman como ejemplo de fidelidad, habilidad, supervivencia y concordia con la Naturaleza.
Si pensáramos de verdad, no pasaríamos tanta hambre.
Creo sinceramente que hay momentos difíciles en la historia de la humanidad, que hemos hecho daño a nuestro planeta y que no debe extrañarnos la reacción negativa con que nos encontramos, que no siempre son buenas las cosechas y que muchas veces falta el agua, que llueve poco o demasiado, y que los seísmos nos sacuden sin piedad. Pero el hombre, siempre que ha salido adelante, ha comenzado por pensar. Salió de las cuevas pensando y construyó las ciudades pensando. Se hizo adulto pensando y se acercó a los dioses con la mente y la intuición. Pensando encontró sus mejores sentimientos y les dio expresión. Pensando recuperó la energía cuando se sintió oprimido y pensando supo sembrar y recoger frutos del suelo.
El mundo tiene hambre porque está dormido. Nadie puede producir ni comer mientras duerme. Nos corresponde abrir los ojos, allí, alto, donde está nuestra cabeza, abrir el corazón y las manos y la abundancia vendrá hacia abajo. Pensar, sentir y actuar para que desaparezca el hambre.
Delia Steinberg Guzmán.
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