La inercia histórica que todos arrastramos a través de nuestra educación, más o menos enciclopedista, extraída del siglo pasado, que se vanagloriaba de “positivismos”, ha cambiado las tornas a muchos conceptos fundamentales y, lo peor, ha deformado nuestra capacidad de pensar y discernir.
Es curioso que muchos hombres que manejan equipos técnicos electrónicos no hayan salido, mentalmente, de la era del engranaje de ocho dientes, que utilizaban nuestros molineros medievales. Para ellos, todo es explicable; todo tiene su cartelito nominativo y lo que no lo tiene, se le inventa uno y se lo pega… pues no hay horror más grande, para estos “racionales” amigos, que el que les produce lo desconocido. Y ante ello, o lo niegan o lo transforman hasta darle un aspecto familiar y tranquilizador para sus mentes burguesas.
Sin embargo, la mente racional simplista no nos llevó siempre, de la mano de la ciencia de carril, ante la verdad. Hemos sido engañados repetidas veces.
El espacio disponible en una revista nos restringe los ejemplos, pero algunos podemos citar. Las universidades del siglo XIX negaban toda posibilidad de vuelo a los aparatos más pesados que el aire, aunque los pájaros volasen frente a sus ventanas. También afirmaban que, calculando presiones, el agua del fondo de los océanos debería ser tan sólida y pesada como el hierro, por comprensión de las capas superiores. Los impulsos eléctricos no podían transmitirse sin cable que les portase. Las tradiciones homéricas eran simples cuentos antiguos. La televisión era imposible; también la hipnosis no magnética. Asimismo el cañón sin retroceso, etc., etc.
La mente simplista nos venía engañando hace siglos, cuando nos convenció de que la Tierra era el centro del universo y que debía ser plana. Que América era una quimera aunque Colón mostrase hombres y frutos evidentemente no asiáticos. Que lo que veía Galileo a través de sus telescopios eran reflejos ópticos y no estrellas, ya que a ojo desnudo no se veían. Que la imprenta de caracteres móviles era lenta e incapaz de dar colores a la manera de los miniados. El siglo XIX no hizo otra cosa que entronizar el tótem de la “realidad científica” y reforzar el tabú hacia todo lo no previamente rotulado oficialmente. Así, con una edificación de la razón se quería combatir el pensamiento tomístico de la dación de ropajes racionales a la fe.
Pero esta forma de sacralizar la razón aparente por la razón aparente en sí era una gran mentira, pues los hombres volaron en máquinas más pesadas que el aire; transportaron imágenes por vías inmateriales; descubrieron Troya; constataron la existencia de miles de estrellas invisibles al ojo humano; crearon el cañón sin retroceso; descendieron al fondo del mar con sus batiscafos y hallaron agua líquida. La técnica experimental superó vivencialmente los conciliábulos de las academias y las “sesudas” demostraciones escritas en miles de volúmenes encadenados por una pseudológica que hoy sabemos que fue sofisma, sin tener de silogismo más que la forma bruta.
Mas, aunque sepamos todas estas cosas, seguimos repitiendo el error en otros campos, pues nuestro orgullo nos impide decir “no sé”, y se confunde la inteligencia con ilustración, y cultura con lectura.
Además, una suerte de “democracia del conocimiento” hace que casi todos los hombres se acerquen y confirmen a priori lo que los más afirman, sin saber a ciencia cierta si los más se basan en un juicio real o en una opinión de moda, impulsada por la propaganda.
El arte de vivir en la realidad necesita, previamente, la descontaminación de los apriorismos y la liberación del errado concepto de que la razón abarca la totalidad de la realidad.
Es imprescindible retornar a un naturalismo filosófico en donde se eliminen los intermediarios entre la realidad y el concepto. Hace falta observar más y pensar menos. Hace falta erradicar la mentira que identifica la imaginación creadora con la fantasía deformante, que otorga cualidades inexistentes y las proclama como cualidades axiomáticas, sagradas para el rebaño monocolor de patas cortas.
En definitiva, la proposición de nuestra filosofía es la de buscar la realidad y no desvirtuar la “Seidad” del Ser ni la “Cosidad” de la Cosa. La verdad, cuanto más desnuda, más bella… y más verdadera.
Es triste, si no fuese ridículo, que el llamado vulgarmente “destape” haya llegado tan solo a los cuerpos humanos, para solazarse en desviaciones especulares del deseo y no a la percepción de la verdad.
Cuando hoy no se conoce suficientemente algo, se le inventan atributos antes de haberlo definido. El mencionado “arte de vivir en la realidad” es un imperativo de nuestro tiempo, si no queremos perecer aplastados por el peso de nuestras propias mentiras.
Como dice el refrán popular: “Al pan, pan; y al vino, vino”.
Seamos simples, seamos veraces, seamos naturales; y el filósofo que duerme dentro de cada ser humano despertará inexorablemente y nos hará vivir realidades, de potencia ética y pragmática. Ser filósofo no es tan difícil; basta con encontrarse a sí mismo y atreverse a decir “no sé” cuando se ignora… Y todo lo demás, como reza el refrán bíblico, se nos dará por añadidura. En la dinámica de este proceso están las semillas del recto conocimiento y del recto vivir.
Créditos de las imágenes: Lubomirkin
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