Las mil bocas de celuloide, papel, plástico y metal de nuestro último cuarto del siglo XX claman contra la contaminación.
Para todos es evidente que la aberrante utilización de los recursos, en aras del consumo indefinido a que nos han precipitado los romanticismos políticos, sociales y económicos del siglo XVIII y XIX, nos han precipitado al abismo oscuro y maloliente de una polución contaminante en la cual la Humanidad se apretuja, mancillando la pureza de las aguas, la diafanidad del cielo, la fertilidad de la tierra; y trastornando el equilibrio ecológico que, tal vez demasiado tarde, hemos descubierto como imprescindible para nuestra vida. El sacrificio irracional de las zonas verdes, de los espejos de los lagos, de las manchas verdes de los bosques, merma la belleza del planeta y en procura del confort agoniza la vitalidad que permitió el desarrollo de las especies y la convivencia armónica de los seres.
Ya nadie ignora la gravedad de este fenómeno con características de catástrofe. Pero no se menciona otro aspecto mucho más importante para el ser humano: la contaminación ideológica.
Un subproducto del consumo materialista de las ideas y del degüello irracional de los principios espirituales es la politiquería. No la Política, que es el ejercicio del arte de gobernarse a sí mismo y gobernar a los pueblos, sino su contraparte negra que es la politiquería, está contaminando todas las expresiones de la cultura y carcomiendo las bases de la civilización. La educación ha sido desbordada, la ciencia manipulada, el arte deshecho, los medios de comunicación emporcados, y hasta en las relaciones humanas más simples y naturales aparecen las pústulas de esta peste universal. Sería imposible en este aspecto detallar sus innúmeras manifestaciones, pero recordemos algunas, que por comunidad de esencias sirven para el conjunto.
Las últimas Olimpíadas de Canadá[1] demostraron hasta dónde el deporte está contaminado con partidismos y racismos. El suceso tragicómico de la pretendida segregación de China Nacionalista y de algunos atletas sudafricanos, nos ha sorprendido dolorosamente. Y en nuestros más humildes estadios de fútbol se manifiestan corrientes de violencia “política” totalmente ajenas al deporte.
Las cátedras de colegios y universidades han sido invadidas por el mismo mal, y el profesor que quiera mantener su dignidad y dar su conocimiento se ve excluido por la horda de adolescentes y jóvenes enloquecidos por la carcoma de la politiquería. Las paredes y las pizarras rezuman frases hirientes y agresivas, símbolos nefastos garrapateados y frases obscenas y dibujos pornográficos. El “anticurso” y la “anticultura” son piojos enredados en las barbas hirsutas y pelambres desgreñadas de una parte importante de la juventud, que está beoda de politiquería, odio y resentimiento. Todo está sucio.
Las obras cinematográficas y teatrales rezuman la pus de esta enfermedad en sus expresiones groseras, pobladas de blasfemias.
La poesía, la música y las bellas artes están deformadas por los cánceres de la fealdad, de la lucha de clases, de generaciones, de todos contra todos.
Libros, revistas y periódicos compiten en mostrar lo peor de la vida y los delitos y los desastres, los horrores y los genocidios son encumbrados y enaltecidos, como la máxima atracción posible que ofrecerse pueda.
Aun el amor de los adolescentes ya no se alimenta de bellas imágenes y proyectos, sino que se envenena, inyectado artificialmente de “protestas” y actitudes negativas que huelen a desesperación. Entre las manos de los amantes pululan los gérmenes de la contaminación pseudopolítica. Ved como el jovencito ya no ofrece una flor a su amada, sino un panfleto de guerrillas.
Mirad cómo vacilan los reyes, titubean los presidentes, tiemblan los pueblos enfermos de esta malaria de la politiquería.
El arribismo y el ansia egoísta de la supervivencia individual son el mejor ejemplo y síntoma de una grave enfermedad, de la angustia fisiológica que precede a la muerte.
Urge una desinfección a fondo.
La descontaminación ideológica se ha hecho imprescindible.
Debemos volver a las formas naturales, a respetar y preservar la verticalidad del fuego espiritual, la horizontalidad serena de las aguas de la convivencia, la montuosa y florida militancia en los prados verdes de la esperanza y la generosidad. Debemos procurar con todas nuestras fuerzas que las aves del Ideal tengan de nuevo límpidos lagos en donde posarse; y que las ardillas de la alegría y los pájaros de las inocentes canciones habiten otra vez los bosques de nuestras relaciones humanas.
Debemos recrear las condiciones de una vida limpia, bella y benéfica.
El concepto acropolitano de un mundo bueno, fuerte y bello empieza por ti mismo.
Tú puedes comenzar de nuevo, como un Adán, como una Eva, a construirte un paraíso en esta Tierra. Entonces volverás a oír una voz divina y sabrás que la esperanza engendra todas las mañanas un futuro.
Nota del editor:
[1] Juegos Olímpicos de Montreal de 1976: 29 países rehusaron participar, la mayoría africanos que protestaban contra la ruptura del embargo deportivo a Sudáfrica por parte de Nueva Zelanda. La China de Pekín no pudo participar porque su Comité Olímpico Nacional no estaba aún reconocido por el COI, mientras que la China de Taiwán no pudo hacerlo por no mantener relaciones con Canadá. El gobierno de Quebec, incumpliendo sus compromisos olímpicos, negó la entrada en el país a los atletas de Formosa.
Créditos de las imágenes: Mihály Köles
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