Me permito tocar este tema de la juventud reuniendo algo de experiencia, algo de lo que se estudia, de lo que se lee, de lo que se siente; y dar esta charla, como todas que hacemos en Nueva Acrópolis, no en un intento de erudición, sino en un intento de comunicación, que eso también nos hace falta y es más fácil de realizar.
¿Por qué este tema de “definiciones para la juventud”? Entre las muchas paradojas que circulan en el mundo en el cual vivimos, cabe una más si es posible. Es la paradoja de pensar que la juventud es algo indefinido. Quiero afirmar todo lo contrario. Se considera a la juventud como una etapa de la vida en la cual todo cabe, pero a la vez nada importa. Nada está perfectamente catalogado, ni tampoco hace falta. Yo no pienso eso y es muy probable que muchos jóvenes piensen como yo, y que muchos adultos también piensen lo mismo acerca de la juventud.
Si vamos a hablar de definiciones para la juventud, no está de más que aclaremos con palabras muy simples lo que entendemos por una cosa que está definida. Todos entendemos que algo está “definido” cuando se acerca lo más posible a la verdad, cuando trata de ser lo más exacto posible. Entonces, hablamos de algo definido. Y, evidentemente, la juventud necesita cosas claras, cosas que sean lo más exactas posible. En una palabra, “definiciones”.
¿Qué es lo que necesitamos definir? Para ello hemos de recurrir, como primera medida, a tres condiciones. Para definir, necesitamos claridad, orden y capacidad de elección. ¿Qué entendemos por claridad? Claridad es ver objetivamente, o por lo menos lo más objetivamente que se pueda, sin alienaciones. Y, desgraciadamente, la juventud es una etapa de la vida que se presta muchísimo a las alienaciones. ¿Por qué? Porque la juventud es fresca, es dúctil, es sensible, no está del todo conformada y por ello resulta muy sencillo llevarla de una parte a otra.
Se aprovecha a la juventud para utilizarla como ariete. Se la aprovecha para valerse de estas alienaciones y lanzarla hacia adelante, allí donde nadie se atreve a lanzarse adelante. Por eso considero tan importante que la juventud aprenda a ver claro, objetivamente, aunque sea difícil, pero se hace indispensable.
En cuanto a orden, el orden es el sano equilibrio que surge cuando cada cosa está puesta en su sitio. Entonces hay orden. Pero nuevamente nos encontramos con que a la juventud le resulta muy difícil buscar el orden; precisamente porque rondan cantidades de ideas acerca del desorden, de las ventajas del desorden, acerca de la anarquía y de los beneficios de esta. Esto en parte tiene su razón de ser.
Quienes nos hablan del desorden es porque no están satisfechos con el orden actual de las cosas, lo que en cierta forma nos pasa un poco a todos. Pero el “des-orden” no es una solución, sino que es una falta de equilibrio que, por necesidad, nos va a llevar a buscar otra vez el equilibrio, o sea, el orden; a veces mejor, a veces peor, pero nuevamente orden. Cuando al caminar apoyamos sucesivamente un pie tras otro, no hay peor situación que la que tenemos cuando aún no hemos apoyado el pie, y nos encontramos como en el aire, en desequilibrio, en desorden, cuando el cuerpo tiende a caer, y no se siente seguro. Luego, este no es un estado que pueda ser mantenido mucho tiempo, puesto que no se resiste.
Hemos hablado también de capacidad de elección. Esta es una rara virtud que los sabios han apreciado en todos los tiempos. Prácticamente no encontramos, hasta ahora, un solo filósofo que no hable de esa maravilla humana que es la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo, y poder entresacarlo. Y lo que se intenta para la juventud es poder entresacar de entre el cúmulo de cosas que nos rodean, las mejores definiciones, aquellas que permitan su realización, la plasmación de sus mejores posibilidades.
¿Por qué necesita definirse la juventud? Se parte de la base de que se la considera un estado intermedio. Ser joven no es ser niño, tampoco es ser adulto. Es esa dificultosa edad en que ya no podemos estar prendidos de los padres para que nos ayuden en cada uno de nuestros movimientos; pero tampoco nos sentimos tan seguros como para saber qué queremos hacer y cómo lo podemos hacer.
Pero un estado intermedio no es un estado nefasto. Prácticamente todos los estados de la vida son intermedios, puesto que todos tienen un estado que le antecede y otro que le sucede. La juventud podrá ser un estado intermedio, sí, pero eso no significa que sea indefinido. Tiene sus características, sus definiciones, sus posibilidades, sus necesidades. Y, claro está, tenemos que atender a las mismas.
Hemos repetido muchas veces que ser joven no es simplemente cuestión de células jóvenes, de cuerpos jóvenes. En muchas oportunidades hemos hablado de las ventajas que representa tener el alma joven, la inquietud siempre despierta, la capacidad de soñar siempre activa. Y los jóvenes a los que hoy nos referimos son aquellos que reúnen estas dos condiciones al mismo tiempo: la juventud de vida física y, fundamentalmente, la juventud de alma. Que no siempre con veinte años se es joven y no siempre con sesenta se es viejo; eso depende de cómo se encare la vida.
A esta juventud a la que hoy nos dedicamos, a esta que es joven de cuerpo y de alma, le son propias una serie de características. La juventud tiene la cualidad de poseer una enorme energía vital que derrocha a manos llenas. También tiene una enorme capacidad de sentimiento. Estas dos características pueden ser denominadas la característica de la “acción” y la de la “pasión”; la necesidad de actuar y la necesidad de sentir. Acción y pasión, en la juventud, están aderezadas siempre por una gran necesidad de libertad. Acción, pasión, libertad, son características que definen siempre a un joven.
¿Qué es acción para un joven? El joven no se satisface solamente con su trabajo, con su estudio, con las circunstancias de su vida diaria, con los problemas cotidianos. Eso le parece muy poco, pues tiene exceso de energía. Advierte que en el mundo hay cantidad de problemas y con su exceso de energía se lanza a resolverlos. No entiende el quedarse sentado y dejar que las cosas transcurran porque sí. Quiere participar. Ese sano impulso, generalmente, se aprovecha mal, puesto que trata de dirigirse, de manejarse, de explotarse por todos los medios; ya sea por modas, por propagandas, por una cultura ya más que manipulada, fatalmente dirigida hacia la exclusividad de la materia.
Así pues, a todo joven hay que entregar una fórmula de acción. Todo aquel que se siente joven sabe, siente que necesita actuar; necesita hacer algo. Y cuando esta acción no es bien canalizada, se convierte en alguno de los dos polos: o en una gran apatía, o en una tremenda agresividad. Ejemplo de la apatía es la cantidad de movimientos de protesta, el sentarse simplemente a protestar. Esto es apatía, esto no es acción; ni siquiera se parece a la acción. Es más, la apatía ni logra los resultados que pretende, y aun denigra a aquel que protesta porque lo va insensibilizando para toda capacidad, para toda producción.
Y tenemos también el otro extremo, el de la agresión, el de la violencia. Esto es acción exagerada; exceso de acción dirigida por pasiones que ya no pueden controlar. Y por la violencia, obviamente, tampoco conseguimos nada. No se puede hacer feliz ni a uno mismo ni a los demás por medio de esta. Si pretendiésemos hacernos felices a nosotros mismos con violencia, tendríamos que cortar partes de nosotros mismos, porque hay partes que no combinan con otras. Si pretendiésemos hacer felices a los demás por medio de la violencia, tendríamos que matar a media humanidad para que la otra media sea feliz. Esto no es, evidentemente, el sistema.
Así pues, probablemente lo que deberíamos hacer los jóvenes es aplicar la protesta y la violencia para con uno mismo. Es muy raro encontrar quien proteste diariamente por todas aquellas cosas que no ha realizado bien. Es muy raro encontrar quien sea violento consigo mismo, cuando comete el mismo error repetidas veces. Hay que comenzar “por casa” a protestarse y a violentarse, hasta conseguir un cauce para poder crecer y desarrollarse.
Hay que descubrir el valor de la acción, de la justa acción, aquello que sabios de la antigüedad –con muy buen criterio y desde hace miles de años– llamaron la “Recta Acción”, aquella acción que se realiza con toda el alma, pero por deber, no por afán de recompensa; aquella acción que se realiza porque nuestra conciencia nos lo indica como indispensable, necesaria y buena.
Otra fundamental característica de la juventud es la pasión, el sentimiento. Hay en la juventud, sea la del cuerpo o la del alma, una búsqueda de felicidad, el mayor de los sentimientos, la más grande de las pasiones, aquello que todos perseguimos: felicidad para uno mismo, y la generosa felicidad que se pretende para todos los demás. Pero ¿qué es la felicidad? ¿Podemos contentarnos con aquellos que nos definen la felicidad tan sólo como bienestar, como el sentirse bien, comer bien, dormir bien?
No. No nos contentamos. Porque ni aun aquellos que promueven el bienestar como felicidad, se conforman con el mismo. Los que lo promueven, buscan por su parte otras cosas. Obviamente, necesitamos otras cosas. Si no fuese así, todos aquellos que comen a diario serían felices. Pero preguntemos a todos los que encontramos en un restaurante comiendo bien, y con aspecto de haber dormido, si son felices. Lo más probable es que nos contesten que no. Hay otra índole de problemas, hay otra serie de necesidades.
Tal vez, por repetir palabras que le he escuchado en múltiples oportunidades al Profesor Livraga, recuerdo que cuando le preguntaba qué debe buscar el Hombre para sentirse bien, me contestaba: “Un poco de amor, un poco de sabiduría, un poco de gloria”. Todos necesitamos, en alguna medida, ese sentimiento, ese amor; esa posibilidad de conocer algunas cosas y esa pequeña parcela de gloria que nos corresponde por aquello que hemos hecho bien en la vida. Y también hay que reconocer que es casi un imposible buscar la felicidad perfecta, sobre todo en esta tierra y en este mundo de humanos que no es perfecto.
Para reconocer que esta felicidad perfecta no existe, el joven necesita una buena dosis de aquello que los antiguos apreciaban tanto en la filosofía de los estoicos: una dosis de estoicismo. Estoicismo no es aplastarse, no es darse con la cabeza contra la pared; estoicismo no es llorar. Nosotros, que tan bien deberíamos conocer a Séneca, deberíamos saber cómo nos plantea este estoicismo. Para él estoicismo es paciencia, sí, ante las dificultades, pero también es fe y es laboriosidad. El estoicismo no es quieto; es sencillamente una actitud de paciencia ante las dificultades nuestras y ante las dificultades de la vida.
Hallamos también, entre las características de la juventud –cuando nos referimos a la acción y a la pasión– la libertad que la aliena para poder bañar su acción y su sentimiento. Esta libertad, sentimiento maravilloso y extraordinario que surge desde el fondo del alma, se ha mal interpretado como tantas otras cosas… Hoy, cuando el joven habla de libertad –aunque por suerte, no en todos los casos–, se oye aquella frasecilla de: “¡Yo quiero vivir la vida!”
Hoy, ese “vivir la vida” se ha transformado en falsa libertad y sustituye, cómoda pero infructuosamente, al intento de definir la vida. “Vivir la vida” es tan solo dejar que se definan los instintos, porque cuando se pregunta qué se entiende por “vivir la vida” nos dicen: “Pues, hacer lo que quiero. Si quiero comer, como; si dormir, duermo; si caminar, camino. Y en cuanto a los demás y al respeto que me merecen, ¡no me importan! Cada cual que se arregle como pueda.”
Es una actitud de total egoísmo, donde nada se piensa, en la que creemos ser capaces de hacer lo que queremos, pero en el fondo, no sabemos lo que queremos. Este “vivir la vida”, lleva a una desgraciada situación de intentar prolongar una juventud que no tiene nada más que –en lo que a lo físico se refiere– un período, un tiempo. Nos encontramos, pues, que ya no sólo habla de vivir la vida el joven de quince, veinte o veinticinco años, sino que a veces vemos a señores y señoras de muchos años, que visten con los mismos pantalones vaqueros, previamente desflecados para que parezcan viejos, porque si no, no sirven; la camisa hay que llevarla arrugada porque planchada es muy “retro”; el cabello, un poco desordenado y actitudes lánguidas. Y así se sigue “viviendo la vida” … y se sigue escapando la vida, en realidad.
Yo creo que lo que hay que vivir no es esta vida, sino la Vida con mayúscula, es decir, vivir la Gran Vida; dejar que surja de dentro aquello que de noble y bueno tenemos todos. A mí, que hace muchos años llevo trabajando con jóvenes, no me asustan las sonrisas irónicas de los que, siendo jóvenes, me escuchan hablar de esta manera. Sé que la sonrisa irónica, en el fondo, encierra mucho dolor. Encierra también un pedido de auxilio, como queriendo decir: “Yo quiero expresar otra cosa, pero no puedo. Nadie me entiende, nadie me escucha. Por eso me guardo y me escondo, y soy como son todos los demás”.
Vivir la Vida no es seguir la moda, no es ponerse de acuerdo con las corrientes de opinión. Eso no es libertad eso es caer dentro de la corriente. Libertad es algo mucho más profundo: es saber discernir, separar, y habiendo discernido y separado, poder elegir. Y habiendo elegido, hacerse responsable de la elección, sentir que la elección es de uno. ¡Basta de echar la culpa a los demás de las cosas que nos pasan!
Si pretendemos ser libres tenemos que ser responsables y aceptar todo lo que nos duele, todo lo que nos sucede; y aceptar aun nuestros fracasos sin echar la culpa ni a los padres ni a los hermanos ni a los maestros ni a la sociedad, que pueden tenerla, pero al menos aceptando la parte que a uno le corresponde, que no es menos pequeña, por cierto.
En base a estas consideraciones, me permito ofrecer algunas definiciones, algunas particularidades y fórmulas que permitan al joven vivir su vida, –su Gran Vida– vivirla bien, vivirla seguro; definiciones que he separado, para mayor claridad, en unas que valen para el cuerpo, otras para la psiquis y otras para la mente.
Para el cuerpo, me permitiría sugerir algo así como el buen gusto, dado que es difícil hablar de la belleza; pero el buen gusto es casi como un hermano de la belleza. Y que conste que considero que la belleza no es cuestión de formas simplemente, sino que va mucho más allá de la forma. Aparece en la forma, pero viene desde lo profundo. Por eso hablamos de buen gusto, de poder escoger para el cuerpo aquellas cosas que son propias para cada momento.
Nos parece perfectamente natural que si un deportista está practicando un deporte, use ropas apropiadas para ello. Pero nos parece totalmente ridículo que un deportista se presente en un templo, un teatro vestido con ropas de jugar al tenis, por ejemplo, porque ni es el momento ni es el lugar. Nos parece igualmente bien que si nos vamos a bañar en el mar, usemos un bañador, es lógico; pero el bañador en la calle es ridículo.
Es decir, que el buen gusto es nada más que el saber escoger cómo vamos a adecuar el cuerpo según el momento y la necesidad. Y no estoy hablando tampoco de tener mucho dinero ni un extraordinario vestuario con veinticinco mil cosas para elegir. Hablo nada más que de eso que también puede educarse, que es el buen gusto. Con unas pocas cosas que se combinan de diferentes maneras se obtiene siempre un efecto agradable.
Sugiero para el cuerpo un poco de armonía en el movimiento; armonía que referida al cuerpo y a su ritmo, tal vez podríamos denominar con una palabra conocida por todos: elegancia. ¿Por qué para ser joven hay que caminar encorvado como si la vida nos hubiese matado a palos desde que nacimos? ¿Por qué hay que llevar los ojos perdidos en el vacío y saludar sin extender jamás una mano, sin apretar firmemente la mano del que tenemos enfrente?
¿Por qué? ¿Es que la elegancia también es “retro”? ¿Es que la armonía es propia de épocas pasadas? En el fondo, todos nosotros sabemos que lo armónico nos agrada mucho más que lo inarmónico. Lo que pasa es que no tenemos el coraje de decirlo porque no está de moda. Y como no está de moda, tenemos mucho miedo a la crítica. Nos falta el valor de sostener aquello que sentimos como bueno, en realidad.
Luego, la armonía y la elegancia son indispensables. No hace falta que seamos actores ni actrices de cine; pero, por lo menos, hace falta que se nos vea normalmente. Nada más que eso: normalmente, simples, sencillos, afables, naturales.
Y podríamos hablar, para el cuerpo, de higiene, ¿por qué no? Nunca he terminado de entender, y moriré sin entenderlo, qué tiene que ver la búsqueda de un mundo nuevo y mejor con la suciedad. Pienso que se puede buscar mejorar el mundo y pretender la cosa más noble y el ideal más alto, sin necesidad de estar sucios. Porque la suciedad en el cuerpo, después de todo, no revela nada más que suciedad interior, de la misma manera que la armonía en el cuerpo revela armonía interior, y de la misma manera que unos ojos brillantes y una voz agradable, revelan brillo y agrado interior. Por lo tanto, recomendaría eliminar la suciedad.
Y ya que del cuerpo hablamos, he de recomendar también cuidar la salud. Un viejo proverbio dice que la salud es un tesoro que se advierte tan sólo cuando se pierde. Nada más verdadero. Pero ¿por qué nos dejamos robar ese tesoro antes de tiempo? ¿Por qué perderlo a sabiendas, estúpidamente? Perderlo porque está de moda trasnochar, comer mal, drogarse y abusar del cuerpo de tal forma que a los treinta años nos pregunten: “Abuelito, ¿cómo se ha conservado usted tan bien?” Porque si la salud es un tesoro precioso y es lo que nos permite actuar, desenvolvernos, pensar, leer, decidir, soñar, ¿qué mejor que conservar esta salud?
Y si de la psiquis hablamos, recomiendo como buena definición el entender que los sentimientos no son instintos. Los instintos son los instintos y los sentimientos son los sentimientos. Recomiendo tener el valor de no avergonzarse de los sentimientos. No hay nada más hermoso en un ser humano que un noble sentimiento. ¿Por qué esconderlo? ¿Por qué alardear de falsa frialdad? ¿Por qué parecer cruel cuando no se es? ¿Por qué intentar ser malo cuando no se siente maldad? ¿Qué tiene de horrendo un sentimiento noble y puro? Por eso cabe el desarrollo de los grandes, de los nobles, de los puros sentimientos, de estos que nos convierten, verdaderamente, en seres humanos.
Recomiendo, tal cual lo enseñaron los viejos filósofos, el dominio de las pasiones; no ya de estos sentimientos grandes y buenos de los que hablábamos, sino de las pasiones que nos carcomen: el odio, la ira, la envidia, el rencor… Estas pasiones hay que manejarlas tal y como alguna vez en la vida hemos aprendido a manejar el cuerpo. ¿Por qué no nos es natural que cuando estamos aquejados de una fea pasión, la tengamos que esconder y, en cambio, la lanzamos al rostro del que tenemos enfrente? ¿Por qué? ¿Qué tiene de mejor una pasión? ¿En qué nos beneficia? ¿En qué nos ensalza un rostro cubierto de ira?
Es decir, que el dominio de las pasiones, aunque sólo sea por practicidad, nos ahorra un tiempo notable. ¿Alguien probó alguna vez estudiar con un ataque de ira? Imposible totalmente; podremos fijar los ojos en un libro, pero las letras bailan. ¿Alguien probó alguna vez tomar una determinación cuando está muy enojado? Fatal, porque si la tomamos en tal estado de ánimo, al poco rato estaremos profundamente arrepentidos, porque habremos elegido exactamente lo que no teníamos que haber elegido. Luego, es un ahorro de tiempo dominarlas, apaciguarlas, trabajarnos un poco. No es nada más que un eficaz ahorro de energía.
Recomiendo también, en cuanto a la psiquicidad, quitar la variabilidad, quitar esa fea muletilla de que la juventud cambia, de que es cambiante. Hoy siente una cosa y mañana siente otra; hoy le gusta una cosa y mañana otra. Es posible que este cambio lleve dentro de sí una búsqueda, una necesidad de experiencia. ¿Pero cuánto tiempo nos vamos a pasar buscando? ¿Es que nos vamos a pasar buscando toda la vida entera? Cambiar a los quince años está bien, cambiar a los dieciocho también vale; a los veinte ya es un poco raro. Pero seguir a los treinta cambiando, equivale a declarar públicamente que todas las experiencias que hemos tenido no sirvieron para nada, porque seguimos repitiendo las mismas cosas de la misma manera. Y si lloramos a los cincuenta por lo que nos hizo llorar a los quince, eso equivale a decir que se es incapaz de asimilar experiencia.
Como galardón, cabe recordar que las cosas que más valen son las que más duran, no las que cambian a las 24 horas. Lo que dura, lo que permanece y es estable, eso es lo valedero. Hasta el día de hoy, nosotros, seres humanos, aunque inconscientemente, buscamos las cosas duraderas. A veces cuando entramos en un viejo templo y nos dicen: “Estas piedras están aquí desde hace mil años”, las miramos con otros ojos y nos decimos para adentro: “¡Hace mil años que están colocados unas sobre otras!” Y miramos con un poco de nostalgia, tal vez por no haber podido durar, por no saber hacer durar nuestras propias cosas tanto tiempo…
Recomiendo una gran capacidad para soñar. Soñar es bueno. Es tal vez lo que mejor adereza la vida. Pero soñar y plasmar; que cuando se sueña mucho y se hace poco, los sueños se pudren como agua estancada. Soñar y hacer. Soñar con cosas grandes y hacerlas, aunque no queden tan grandes, pero hay que esforzarse en hacerlas. Soñar con cosas imposibles y empezar a realizarlas ya que, como bien dijo alguien, no hay imposibles sino imposibilitados.
Soñar y hacer, y reconocer siempre que desde la más remota antigüedad, cuando del sentimiento se hablaba, se reconocía –por emplear términos que emplearon los griegos– que Eros y Pteros no son la misma cosa. Eros es el amor, sí, el amor que nos encontramos a diario, al alcance de la mano. Pteros es el Gran Amor con alas, el que vuela, el que tiene la capacidad de levantarse, el que se puede verticalizar. Y todo ser humano tiene que poder plasmar dentro de sí su Eros y su Pteros, su amor sin alas, pero también su Amor con alas.
Aun a riesgo de tornarme antipática, querría dedicar dos palabras –hablando del Amor con alas– a un eslogan que se ha apoderado durante varios años de toda la juventud: “Paz y amor”. Y en nombre de paz y amor, he visto a miles de jóvenes sentados al borde del camino de la vida sin hacer nada, porque paz es eso, y amor es llamar a todos hermano, no importa si lo sentimos o no. Sé que la intención es buena cuando se habla de paz y amor. Pero estas dos palabras así unidas han creado seres blandos. Y nuestra historia y nuestro mundo no necesitan seres blandos; los necesita fuertes, tensos, duros, activos.
¿Qué tal si lo reemplazásemos –como dice el Profesor Livraga– por “guerra y castidad”? ¿Parecen muy diferentes? No lo son en absoluto. Reflexionemos un poco. Para lograr paz, para estar tranquilo por dentro uno mismo y poder transmitir hacia afuera esa misma tranquilidad, hay que comenzar por la guerra; esto es indefectible. La guerra se va a librar dentro. Una guerra, como decíamos, de dominio de las pasiones, de limar todas nuestras imperfecciones; pero es guerra. Guerra no es simplemente cargar un fusil al hombro. La guerra es una actitud de lucha contra todas aquellas cosas que nos destrozan, que nos hacen mal, que nos matan.
La guerra, en última instancia, es una búsqueda de vida. Y se guerrea porque se busca la vida. Cuando decimos que entre paz y guerra hay mucha similitud, es porque sin guerra no logramos nuestra paz interior. Y sin lograr nuestra paz interior, jamás lograremos transmitir una mísera gota de paz. Es muy fácil hablar de paz y decir: “Hermano, esté usted en paz”, y acto seguido, nos volvemos y le gritamos al que está atrás: “Tú, cállate y vete; haz lo que te dije y no me repliques; y fuera”. Así no se puede recomendar paz.
Y en cuanto al “amor” de nuestro eslogan, yo creo que si paz y amor son dos cosas grandes, así como con la paz he relacionado la guerra, con el amor voy a relacionar la castidad.
Sé que el mundo ha cambiado mucho, pero si siguiendo la moda, como decíamos antes, vendemos todo lo mejor que tenemos, y a nuestro Amor con alas, al Pteros, lo entregamos al primer postor en la primera esquina del camino, sean hombres o mujeres, ¡qué importa!, ¿cómo vamos a hablar de Amor? De lo que podemos hablar es de algo muy natural, de un comercio, de cualquier cosa, de una satisfacción. Es lo mismo tomarse un vaso de agua que amar. No. No puede ser igual.
Cuando se valora lo que es castidad, se valora también lo que es amor. Cuando se sabe decir que no, el decir que sí tiene inmediatamente otro sentido, porque nosotros nos movemos por polaridades. Y por eso he pretendido recomendar a la juventud –aunque sé que es difícil de entender– cambiar aquello de “paz y amor” por “guerra y castidad”; dignidad, tensión interior, fortaleza y ojos que se levantan hacia arriba.
Y en lo que a la mente se refiere, quiero recomendar una búsqueda constante de conocimientos variados, eclécticos, en lo posible descontaminados. Sé que estoy diciendo una paradoja pues, hoy por hoy, cualquier libro que uno coja, ya está contaminado por una cosa o por otra. Sin embargo, hay que intentar crear el criterio que nos permita descubrir el foco de contaminación, extraer el buen conocimiento y dejar lo malo de lado.
Y, citando una vez más a Platón, al que tanto admiro, recomiendo la transmutación de la “opinión” en sabiduría. Él nos habla de la existencia de dos extremos, dos posibilidades: una, la ignorancia, no saber; la otra, sabiduría, saber. Y en el medio está la opinión. La opinión no es ignorante, tampoco es sabia; no desconoce, pero tampoco conoce del todo. Y tiene un inconveniente: le gusta meterse en cualquier cosa.
Nuestra cultura está enferma de opinión; casi sería preferible que fuésemos todos ignorantes y que esa ignorancia nos llevase a buscar una sola palabra de sabiduría en un solo tema, en un solo aspecto, pero que nos evitase esa maldición de la opinión, del querer decir sobre cada cosa una palabra, no importa si sabemos o no. ¡Qué más da! ¿Quién nos juzga si todos olvidan?
Decimos que estamos todos enfermos de opinión; hagamos un repaso brevísimo para ver si no es así. Está la enfermedad de la opinión de la política, y hablo en este caso de los jóvenes. Esta es una enfermedad tan nefasta que termina por incapacitar y atrofiar toda posibilidad de discernimiento entre lo bueno y lo malo. A fuerza de opinar, ya no podemos distinguir, simplemente opinamos.
La opinión, en cuestiones de política, nos ha creado un mil veces falso sentido del poder. El poder es algo que nos da derechos. De los deberes no se acuerda nadie. El deber, que lo tengan los demás; uno quiere los derechos, y así estamos todos en paz. Nos ha creado también una muy falsa conceptuación de lo que es “pueblo”. Hoy se habla de “masa”, no se habla de pueblo. La masa es eso, lo que indica la palabra: un conjunto informe. El pueblo es una suma de individualidades armónicas. Y, desgraciadamente, a fuerza de opinar ya no sabemos ni lo que es poder, ni lo que es bueno o lo que es malo. Simplemente opinamos.
¿Y la enfermedad de la opinión en el Arte? Esto parece ser un culto a la fealdad, al “no-arte”. Porque, ¡pobres de nosotros si asistimos a cualquier manifestación artística y no emitimos una opinión! Y opinando, lo único que hacemos es favorecer no a los artistas, sino a los malos artistas, a los que viven de la opinión. Los buenos artistas sólo necesitan de la sabiduría.
Gracias a la opinión en el arte nos hemos quedado con un arte sin mensaje. Y cuando preguntamos por el mensaje nos dicen: “¿Mensaje para qué?” Ya no hace falta mensaje. Sin embargo, nada mejor que una disciplina artística, que educa el cuerpo y el alma. Y ya no hablamos tan solo de grandes artistas, sino de lo pequeño, de lo bonito, de la artesanía, de lo que podemos trabajar con nuestras manos, de eso armónico que surge de nuestro propio trabajo. Nada mejor que una buena disciplina en este sentido.
¿Y nuestra opinión sobre la ciencia? También la hemos enfermado, claro está. La ciencia ahora es algo que sirve para destruir, en la cual nadie quiere estudiar, y donde se ha intentado que la ciencia-ficción termine reemplazando a la investigación. Generalmente, cuando estamos ante un fenómeno que no entendemos, en vez de estudiar y trabajar, recurrimos a la típica opinión de los OVNIS, y todo concluido. Ellos bajaron del planeta “alfa”, trajeron cosas que, como nunca las vamos a entender, se las deja así, tal cual están.
Es decir que hemos antepuesto el OVNI a la propia posibilidad de evolución humana. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza llegar a pensar que si no nos vienen del espacio exterior somos incapaces de construir una pirámide, o de levantar una “Puerta del Sol”[1]. ¿Qué nos pasa? Deberíamos sentirnos tremendamente acongojados…
¿Y la opinión sobre la religión? Está deformada también. Cuando se habla de religión nos dicen: “¿Creer? ¿Y para qué? ¿Qué se gana con eso?” Porque ahora todo se deposita en cuentas bancarias; la palabra “ganar” nunca ha sido mejor empleada.
Esa tremenda falta de fe es un producto artificial que nace de un principio de falta de fe en sí mismo. El que dice “¿creer para qué?”, se considera a sí mismo una basura. Es como si dijésemos de nosotros mismos: “¿Y yo quién soy? No sirvo para nada, no tengo origen, ni futuro, ni destino, y por lo tanto no creo en nada.”
Y al lado de esta gran falta de fe en sí mismo, hay una gran falta de conocimiento. Bastaría apenas con leer el más simple de los libros, que es el de la naturaleza, para darse cuenta de que no somos el tope de la evolución; que hay algo más por encima de nosotros, no importa cómo se le llame. Esta no es una cuestión teológica. Hay algo más.
Y, claro está, muchas veces la falta de fe es producto de las constantes mentiras que debemos enfrentar día a día, de los constantes engaños que se esgrimen en nombre de la fe y de la natural falta de experiencia de una juventud que dice: “Si este señor que predica la fe me engaña en A, B, C y D, luego la fe que predica no sirve para nada.” El razonamiento no es muy lógico, pero es natural y comprensible. El que no cree por estas circunstancias, más que un ateo, más que un descreído, es un desesperado; es precisamente quien más necesita de una mano tendida, de un poco de comprensión, de un poco de conocimiento.
Se trata de comenzar el camino inverso. Recuperar la fe en sí mismo, recuperar la fe en los demás, y, naturalmente, llegará la fe en algo superior.
Finalmente, daré mis últimas definiciones y recomendaciones. La juventud necesita una gran dosis de valor, mucho valor. Hace falta valor para definirse. Y ahora viene el valor más necesario: el de sostener aquello en lo cual nos hemos definido, mantenerlo, defenderlo. Si tenemos muchos argumentos, mejor. Y si no los tenemos, trataremos de buscarlos. Y sin necesidad de herir, mantendremos aquello que hemos considerado justo y noble.
Algunas de las cosas que hoy existen, consideradas con un sentido de practicidad, nos van a ser muy útiles mañana. Destruir es muy fácil y algún día nos vamos a encontrar con la enorme dificultad de que tendremos –para cumplir con nuestra palabra– que volver a construir, porque deberemos demostrar que aquello que criticamos y marcamos como malo, era porque lo podíamos hacer mejor. Si no lo podemos hacer mejor, hemos de guardar silencio.
Recomiendo a la juventud no pensar que estas son cosas de viejos y de viejas. Hay cosas que son buenas, que son duraderas, las hayan o no aceptado nuestros abuelos. No es la aceptación de nuestros abuelos lo que transforma una cosa en buena o mala. Hay cosas que perduran más allá de nosotros mismos y que vienen desde mucho más lejos que nosotros mismos. Y son estas cosas las que intentamos atesorar para conformar buenas definiciones.
El saber VIVIR, con mayúscula, es casi como decir “saber ser siempre joven”. Es tener la capacidad de hacer perdurar la juventud; aquello que los griegos llamaban “Afrodita de Oro” y que está dentro, en el interior del corazón. El saber Vivir, el saber ser siempre joven, es poder engarzar en el hilo de nuestra Vida todas aquellas cosas buenas, válidas, duraderas que hemos recogido a lo largo de todos los tiempos. Entonces hemos aprendido a VIVIR y entonces somos JÓVENES . Que vivir la vida simplemente es el más grande de los egoísmos.
Pero vivir esta Vida, con mayúscula, vivir esta Eterna Juventud a la que ahora nos referimos es la más noble, la más grande, la más exacta definición de la generosidad que caracteriza a todos aquellos que conmigo, hoy, estoy segura, nos sentimos POR SIEMPRE JÓVENES.
Notas:
[1] Se refiere a la «Puerta del Sol» de Tiahuanaco. Es una puerta monolítica en forma de arco, la construcción más característica del extraordinario conjunto monumental de la civilización tiahuanacota en Bolivia.
Créditos de las imágenes: Eliott Reyna
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