[1]Para comprender el fenómeno social, económico y político de los EE. UU. hace falta recordar sus orígenes.
Este coloso, enfrentado hoy con un dilema esencial y existencial, presenta un caso muy curioso en su constitución como país. Tal vez, un caso único que encierra en sí muchas contradicciones.
Nace en la segunda mitad del siglo XVIII, en la costa oriental, como un fuerte impulso antiimperialista de un grupo humano, que se despega –el primero del continente americano– de la tutela de una potencia europea, Inglaterra, con el apoyo de elementos liberales franceses. Estos elementos humanos, como Lafayette, reciben en su primera hora y debido a un forcejeo entre potencias enemigas de Inglaterra, el apoyo más o menos velado de Francia y España. Con el correr de los años, mediante adquisiciones y guerras, se anexan importantes territorios del centro, del centro-oeste y del sur de su actual vasta geografía. Así, compran a Francia su zona central, invaden zonas dominadas por España primero y por México luego, sin desdeñar Alaska, que cambian por unos pocos dólares al imperio ruso. El gran coloso capitalista se conquista a sí mismo antes de lanzarse a la conquista del mundo. Pero, luego de la guerra de Cuba y de Manila, este naciente paladín de la libertad se encuentra tomando una forma imperialista, pese a haberla combatido en sus orígenes.
Teniendo la constitución más estable y antigua de Occidente, en la cual se reafirman los derechos humanos y el combate a la esclavitud, no se libera de ella fácilmente. Hará falta la terrible Guerra de Secesión para desterrarla, ya que antes, en la práctica, era optativa en sus diferentes estados constitutivos. En 1865, tres días después de la victoria del norte liberal, muere su presidente, Lincoln, de un disparo en la nuca, en su palco presidencial de un teatro. Jamás se supo quién le mandó matar en realidad. En el gozne entre el siglo XIX y el XX muere otro de sus presidentes, McKinley, de la misma misteriosa manera. Su crimen tampoco fue debidamente aclarado. Y en los años 60 matan también de uno o dos tiros en la nuca a su presidente Kennedy; su matador muere a la vista de las cámaras de la televisión, ante millones de espectadores, a manos de un oscuro personaje que morirá a su vez, en un hospital, sin aportar declaraciones creíbles.
Estos son hechos aislados, pautas o puntos de reflexión. No pretendemos enseñar nada al lector, pues cualquier libro de historia contemporánea le informa sobradamente. Pero lo importante para la posición filosófica es pensar… no memorizar datos simplemente. El proceso someramente descrito ya nos señala contradicciones no fácilmente comprensibles.
Los EE. UU. crecen y crecen con el correr del siglo XX y, aparte de recibir casi 50 millones de inmigrantes, en su mayoría europeos, revelan una pujanza económica enorme y una agresividad siempre despierta.
En su seno nacen diversas corrientes filosóficas, pero la que se impone es la “antimetafísica del positivismo lógico”. Aquello que en la Europa de fines del siglo XVIII no pudo surgir, absorbido por las fuertes corrientes tradicionales, se lanza en los EE. UU. como una piedra hacia los aires. Pero como toda piedra, luego del vuelo que le otorga su impulso, tiende a caer sobre la tierra desde donde salió. La política agresiva de los EE. UU. se va volviendo en su propia contra, con el correr del tiempo.
Con una excusa más o menos válida entra en la Primera Gran Guerra enviando sus tropas, y sobre todo sus máquinas, sobre una Europa martirizada. El eslogan es el de siempre: “la defensa de la libertad y los derechos humanos”… Aunque la “doctrina Monroe” haya afirmado que “América es para los americanos”, por una extraña contradicción psicológica y unida a su antigua opresora, Inglaterra, a la que toma como trampolín de lanzamiento, sus hombres mueren y matan en el corazón mismo de Europa, sin desdeñar aumentar su influencia en Asia y África. Ve con cierta indiferencia las obras de arte destruidas y las casas reales y las tradiciones derrumbadas. ¿Es que se presenta una nueva forma de vida?
Sí, en cierta forma, EE. UU. promueve en todo el mundo el producir muy rápidamente y el incentivar un más rápido consumo, para que la producción crezca y crezca. Se sueña constantemente con el futuro… pero no se prevé nada concreto en su beneficio. El “positivismo lógico” se convierte en una robotización de los sueños que desemboca, en lo subliminal, en inventarle cantidades extra de vitaminas a las espinacas, a través del simpático y forzudo Popeye, y en lanzar personajes tipo Superman, que encierran, como ya potencialmente lo encerraba Popeye, una gran dicotomía de carácter: poderosos hasta la fantasía y tímidos hasta la estupidez. El mito europeo de “el hombre y la bestia” se transforma en el mito americano de “el superhombre y el tonto”. Pero, en el mito americano, el que maneja los hilos es el tonto.
Sólo ese carácter psicológico colectivo nos explica que, también luego del misterioso evento de Pearl Harbour, donde una enorme flota japonesa penetró miles de kilómetros en el área de defensa norteamericana del Pacífico, el dudoso presidente Roosevelt haya volcado más esfuerzo económico sobre la guerra europea que sobre la asiática. Sus continuas concesiones a Stalin nos dejaron el legado de una Europa partida en dos. Y, respecto al Japón, su sucesor no encontró mejor medio de rendir a los que ya no podían soportar dos meses de guerra, que recurrir al espanto ecológico, al genocidio de la bomba atómica, que nada más que en Hiroshima ha causado hasta ahora 200.000 muertos civiles, luego de 35 años de haber sido lanzada.
Otra vez nos enfrentamos con esa mezcla infantil de un mundo utópico de paz y libertad y el gendarme mundial que trata de imponer su “American life” a quien lo quiera y a quien no.
Tal vez la opinión pública de los EE. UU. no pueda entender las 90 revoluciones de Bolivia… Pero no sospecha que tampoco la opinión pública de Bolivia pueda entender que un país tan poderoso como los EE. UU. haya perdido la guerra de Vietnam, o que no hayan sabido montar el rescate de los “rehenes” en Irán, chocando, simplemente, un helicóptero con otro.
Y en Europa no entendemos ni lo uno ni lo otro.
Si los EE. UU. pudiesen aceptar que son tan incomprendidos como Bolivia, como la URSS o como Cuba, darían un gran paso adelante. Y no nos referimos al pueblo norteamericano al que conocemos bondadoso y tendiente a comprenderlo todo, sino al pequeño círculo que los gobierna, pues los EE. UU. hace mucho tiempo que han dejado de ser una “democracia” aun en el sentido corrupto actual de la palabra, para convertirse en una “plutocracia” con un par de grupos de poder que se disputan el gobierno de millones de personas.
El presidente Carter, con su mesianismo individualista, a la manera luterana, ha llevado las cosas a un extremo tal, que los analistas no comprometidos llegan a preguntarse si no estamos presenciando el fin del imperio norteamericano. Este moralista ha resultado mezclado con las andanzas de su hermano Billy, que hasta llegó a utilizar su nombre en botes de cerveza, aparte del tortuoso asunto de los millones de dólares negociados con Libia, de los cuales, la Casa Blanca, no sabe nada oficialmente, según nos informa el prestigioso New York Times.
Por otra parte, en ese aparente paraíso de las libertades humanas que son los EE. UU. se ha dado la paradoja de que, aparte de sus incongruencias internas, se han planteado las fórmulas que llevaron en la posguerra a millones de hombres a la esclavitud comunista en muchas partes del mundo; desde Hungría hasta Angola. Los EE. UU. no supieron ser amigos de sus amigos (como en el caso de Taiwán) ni enemigos de sus enemigos (como en el caso de Cuba). Todo lo hicieron a medias, tibiamente… y perdieron siempre. Hoy la URSS domina 10 millones de kilómetros cuadrados más que al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
En la inminencia de las elecciones vemos los esfuerzos de los “clanes” plutocráticos para esclavizar las conciencias de los pobladores de los EE. UU. El último Kennedy trató de ver si Anderson podría colaborar con él. El propio J. Carter trata de ser reelegido (cosa que nos parece inconcebible). Kissinger ha tratado de acercarse a Reagan como también lo intentó Ford, pero este otro paradojal candidato es lo suficientemente astuto como para darse cuenta de que el mundo ha cambiado mucho en los últimos años. De otra manera M. Thatcher no gobernaría Inglaterra. Las gentes claman por definiciones. Y para estas definiciones Reagan, el candidato con mejores perspectivas de triunfo, ha elegido como segundo, al parecer, a un ex Jefe de la CIA, G. Bush.
¿Los EE. UU. podrán superar su complejo de “gendarme mundial”? ¿Vivirán y dejarán vivir? ¿Entenderán sus cuadros dirigentes que la URSS se está comiendo al mundo en rebanadas mientras ellos se preocupan de los “derechos humanos” en Paraguay? ¿Y los “derechos humanos” en Afganistán, en Cuba, en Alemania del Este? ¿Entenderán que Europa ha quedado destrozada por su culpa y que sus manejos en el cercano Oriente pueden reducirla a la próxima víctima del comunismo, sin patria y sin Dios? ¿Comprenderán que las “tecnotrónicas” teorías sobre un año 2000 a lo “Flash Gordon” son ya imposibles y que tenemos por delante problemas terribles de desaceleración de todo el proceso histórico de la civilización occidental?
Estas preguntas necesitan respuestas adecuadas y concretas.
No es cuestión de frenar a Japón por su auge industrial, sino de potenciar un mercado desalentado por las continuas fallas del coloso americano. EE. UU. debe volver a beber en sus fuentes que le hicieron grande, pero evitando cuidadosamente los errores de antaño, pues nada ganamos desmontando imperios europeos para reemplazarlos por imperios capitalistas o comunistas. Debemos “humanizar” el proceso. Nos importan más, hoy, los “derechos humanos” que esos pseudo “derechos humanos”, o morir en el nombre de las utopías “cinematográficas” de los años 30 que EE. UU. se empeña en eternizar. Y lo hace en contra de la voluntad de su propio pueblo, obnubilado por los “montajes” carnavalescos de cada elección presidencial.
Lo que es esencial salvar no es una forma infantil de vivir el hoy, sin importar el futuro y negando el pasado. Lo que importa es salvar los valores humanos; las esencias de la cultura y de la civilización; es no seguir envenenando la Tierra y las conciencias de los hombres.
Ya no podemos pensar en salvar una forma de vida… sino la vida misma.
Esto es, al menos, lo que opina un filósofo.
Jorge Ángel Livraga
NOTAS
[1] N.E. Creemos que este artículo, pese a ser escrito nueve años antes de la caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento de la URSS, o del declive de Japón como potencia industrial, dejando su lugar a China, da una explicación clara de su momento histórico. Aporta además una propuesta humanista de la sociedad y la política.
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