El vino está asociado simbólicamente a la sangre, al sacrificio, a la liberación de las almas y a la sabiduría. Es muy conocido el proverbio latino “in vino veritas”: en el vino está la verdad. Curiosamente, en hebreo, las palabras “vino” y “misterio” tienen el mismo valor numérico y son casi sinónimas, tal vez porque el misterio que guarda el vino es su capacidad para “desvelar” los secretos del alma, para descubrir la verdad de nuestra más íntima realidad.
En Grecia el dios del vino, del entusiasmo, de la alegría desmesurada e inspiradora provocada por la embriaguez era Dionisos, y el vino fue el regalo que el dios otorgó a la humanidad. Durante sus fiestas se realizaban procesiones en las que se llevaban grandes vasijas de vino coronadas con pámpanos y hojas de vid. En la celebración de los Misterios de Eleusis, Dionisos, que era considerado también como aquel que libera a las almas de su prisión carnal, participaba junto a Deméter –la diosa Madre, representada por las espigas de trigo–, simbolizando ambos la regeneración de la vida por medio del conocimiento de lo sagrado, de la sabiduría. En esta ceremonia, los candidatos a la iniciación tomaban el pan y el vino como símbolos del cuerpo y la sangre de los dioses, de la materia y el espíritu, y el vino representaba también la bebida de la inmortalidad.
Los romanos llamaban Baco a Dionisos (de ahí las famosas bacanales donde el vino corría a raudales), y fue en Roma donde Jano, el dios de los inicios y dios romano por excelencia, introdujo en los templos el ritual del “sacrificio” del pan y el vino para simbolizar la caída de lo divino en la materia. En otras culturas, Baco, –o Dionisos–, está íntimamente relacionado con dioses como Osiris, Adonis, Tammuz, Atis, e incluso Jesucristo, por ser todos ellos muertos (sacrificados), llorados y luego vueltos a la vida.
Particularmente –pero no exclusivamente–, en las tradiciones de origen semítico, el vino es el símbolo del conocimiento y de la iniciación, debido a la embriaguez que provoca y que hace aflorar todo lo que llevamos en nuestro interior. Y en el taoísmo, la virtud del vino no se distingue del poder de la embriaguez.
En las sociedades secretas chinas, el vino (de arroz) se mezcla con la sangre en el juramento y, como bebida de comunión, permite alcanzar la edad de ciento noventa y nueve años, equivalente a la inmortalidad.
Entre los brahmanes, existía una bebida llamada Soma, una especie de vino o néctar, a la que atribuían el poder de transubstanciarse en el mismo dios Brahmâ y de hacer que el que lo bebía experimentase una suerte de transmutación interna, pasando a ser un hombre nuevo, renacido. Durante los rituales, los sacerdotes y el resto de los invitados a la celebración, además del Soma, tomaban también una especie de hostia realizada con harina y manteca, tras lo cual se consideraban todos como hermanos en la carne y el espíritu.
Posteriormente, estas tradiciones antiguas fueron asumidas por los cristianos en su celebración de la Eucaristía, en la que el pan y el vino, tras su consagración por el oficiante, se transforman en el cuerpo y la sangre redentora de Cristo, capaces de dar una nueva vida, de “resucitar” a los hombres a lo espiritual, simbolizando el renacimiento y la vida eterna.
Poetas, escritores y artistas de todos los tiempos dedicaron al vino sus alabanzas, legándonos las más bellas obras como fruto de su divina inspiración.
Créditos de las imágenes: Kym Ellis
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