En el año que ahora termina[1], la prensa mundial, a raíz del recordatorio del primer centenario del nacimiento de Martin Heidegger, ha puesto el acento no sólo en este filósofo, sino en toda una forma de encarar la realidad, a la que en general se llama existencialismo.
Esta modalidad filosófica, aunque muy propia del siglo XX –especialmente de sus primeros tres cuartos– es, sin embargo, mucho más antigua y sus orígenes se difuminan con nuestros conocimientos de la historia.
Es el hombre… y aún más, el hombre singular frente a su entorno, al universo, el que se hace la pregunta fundamental de la realidad y perennidad de su existencia.
Olvidada, más allá de la prehistoria, la Edad de Oro en que los dioses convivían con los hombres tal como estos con sus animales domésticos, el humano virginal en su circunstancia de la Edad de Piedra se habrá preguntado, inevitablemente: ¿De dónde vengo?, ¿adónde voy? ¿Qué hago aquí y quién me puso en esta tierra? ¿Es que nací del acto sexual de mis padres o he preexistido y ellos sólo me proporcionaron un cuerpo carnal? ¿Sobreviviré a la muerte de mi cuerpo? ¿Es posible que no muera jamás, que yo sea una excepción? Habrá pensado nuestro hipotético homo sapiens: Cuando no me mata una bestia o un enemigo, ¿quién me mata?
Evidentemente, todo esbozo de respuesta pasa por la relación entre el ser, el existir y el tiempo. Y estos tres elementos primarios conforman el corazón mismo de toda filosofía existencialista, filosofía que no es sólo del pensamiento, sino del sentimiento. Por eso siempre conlleva una más o menos oscura sombra de duda, de angustia y una vocación hacia la nadidad[2], en lo que respecta al común concepto del vivir y el existir.
Esta inquietud, si queremos referirnos a hechos concretos, se plasmará de manera orgánica en las obras de Sören Kierkegaard (1813-1855) como una oposición al “panlogismo” de Hegel. La fría dialéctica de la relación causa-efecto se enfrenta con el “Existente” de aquel pensador danés, solitario y bastante insolidario a las corrientes y sistemas de su tiempo. Es la reaparición del hombre como individuo, como hombre-en-sí que contempla el no-yo de su entorno.
Sus continuadores van a acentuar el papel del ser humano frente al universo y esto supone una nueva antropología en donde el “factum” es considerado en sí, y no como una mera consecuencia del Ser-Existencia aristotélico. Con Jaspers, la comunicación, el lenguaje, van a adquirir una mayor importancia, y tanto, que va a tratar de definir la categoría de la existencia. Pero esta categoría no será tan sólo intimista, sino que se logrará realmente por el diálogo, una dialéctica en libertad.
Hume, Bergson y Dilthey dieron antecedentes a Gabriel Marcel para relacionar el fenomenismo existencial con el substancialismo clásico. El fenomenismo niega la existencia de un núcleo central del individuo (en su vocabulario equívoco, persona) para desplazarlo según el acontecer. Lo trascendente se funde con la conciencia mental. El substancialismo, en esta aserción, propone una realidad metahistórica, inherente al propio ser.
El existencialismo, en general, se extenderá sobre una “metafísica antropológica” que, en Heidegger, le hará tomar un contacto estrecho con los Presocráticos en general y un apoyo en Anaxágoras, en cuanto a que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Pero el ser humano es inacabado y lo mismo que para Ortega y Gasset, “la vida no nos ha sido dada hecha”. La vida hay que hacerla, hay que ganarla, cosa que desemboca en formas de vitalismo existencial en contra de cualquier otro determinismo, y esto nos lleva otra vez al problema de la libertad, de la elección constante, de la incesante responsabilidad ante la finitud, que engendra la contingencia y también -¿por qué no decirlo?- la angustia existencial.
Esta última es lo que destila la obra de Sartre, en esa finitud que acaece en la nada, como reemplazo del concepto del Ser. En esta tentación cayó el mismo Heidegger aunque, en su caso, es más un problema de lenguaje, de comunicación, que de realidad contingente. Sartre en su famoso libro “El ser y la nada” llega a proclamar la esencialización de la nada y la necesidad de una “angustia-filosofía” para existir en la verdad auténtica, sin credos. Jaspers la va a llamar “la filosofía del fracaso”.
El existencialismo va a dar cabida a muchas ramas y formas distintas, desde las “bíblicas” del ruso Chestov, hasta el ateísmo positivista del italiano Abbagnano. Asimismo, da origen al existencialismo psicológico, terapéutico, analítico, moral, etc.
Lo que hemos de llamar «el otro existencialismo» es el referente, de manera directa, al de Martin Heidegger. Desgraciadamente, la alta politización partidista del presente siglo impide apreciarlo en sus aciertos y en sus equivocaciones de una manera estrictamente filosófica, dejando abiertas tantas puertas como analistas se acerquen a su pensamiento.
El autor de este trabajo considera injusta la denigración o la exaltación de un hombre notable por no ajustarse a la moda actual maniqueísta de calificar a priori determinados elementos como “buenos” y otros como “malos”. Si no se le pide ni al Jesucristo bíblico que se manifieste en contra de la esclavitud, ni a Miguel Ángel en contra del Papa que le encargó la Capilla Sixtina, ni a Mozart que criticase a su emperador, ¿por qué reclamar de Heidegger una postura contraria a la que se tenía como buena en su época, en el lugar y momento en que nació?…
Si la Iglesia Católica firmó un concordato con el “Nazismo” y el mismo Pío XII mantenía excelentes relaciones con Hitler, no podemos culpar al filósofo, mucho menos poderoso e independiente, por haber hecho lo mismo, y después de la 2ª Guerra Mundial seguir en lo suyo, que era la filosofía, según él la veía y entendía. Otros filósofos, como el mismo Sartre, fueron honrados por Stalin y aplaudieron toda su vida el régimen que –hoy se sabe- ocasionó el más grande holocausto del mundo, desde Polonia a Rusia, desde Hungría al Tíbet. De tal manera, rechazamos toda marginación de un intelectual, artista o quien sea, por motivos de efímeros partidismos nunca libres de haber causado dolor, opresión y miedo. Liberados de este pesado lastre, proseguimos.
Martin Heidegger nació en Messkirch (Baden), Alemania, el 26 de septiembre de 1889, hijo del maestro barrilero Federico y su mujer, Juana. Dice el filósofo en su propio currículum inserto en su disertación doctoral, “Die Lehre vom Urteil im Psychologismus” (La doctrina del juicio en el psicologismo) que ambos eran de fe católica e instrucción básica. En su propio pueblo hizo sus estudios básicos y medios. En Constanza realiza estudios superiores. Ingresó en la Compañía de Jesús como estudiante de Aristóteles y de Escolástica. En 1915 es habilitado como profesor en Tubinga. Declarado inútil para la guerra, pasado 1918 ingresa como ayudante de Husserl, aunque jamás se declaró su discípulo por diferencias ideológicas y metodológicas. En 1928 le sucede en la Cátedra y en 1933 llega a ser Rector de dicha Universidad, en el mismo año en que K. Jaspers se jubila. Al finalizar la 2ª Guerra Mundial, los invasores de Alemania lo deponen de su cargo, pero logra conservar una pensión que le permite subsistir. Por paradoja, es desde entonces cuando se vuelve más famoso y reclamado. Aunque su “Ser y tiempo” le había llevado a la fama un decenio antes, es con su alejamiento de un trabajo fijo cuando logra impactar más en el pensamiento del siglo XX, cosechando gran cantidad de loas y de críticas, al punto que se le ha llamado a esta época “el segundo Heidegger”.
En verdad, sus ideas habían evolucionado grandemente. Su pensamiento se hace más metafísico y hasta poético. Se dedica a estudiar a fondo los filósofos griegos; el Logos de Heráclito y el Noein de Parménides. Se convierte en admirador de Platón, y desarrolla la Aletheia como el “desocultamiento”. Su pensamiento es tan rico que, como ya mostrase en “Ser y tiempo”, debe inventar palabras para expresarlo. Trabaja sobre la verticalidad del Hombre en contra de lo que hoy suele llamarse la “horizontalidad del Ser”.
Su existencialismo se torna un estudio de la existencia como expresión del Ser y no como negación de este. Sus referencias a lo Absoluto desbordan toda su previa formación religiosa. Por ello, muchos le han acusado de “ateo”, sin que en realidad lo fuese, por lo menos desde un punto de vista filosófico. Pero una actitud tradicional de Heidegger es la de evitar toda controversia. Simplemente señala que, luego de Platón con el advenimiento del cristianismo, el pensamiento humano ha roto la armonía entre Mundo (Welt) y Supra-mundo (Ueberwelt) y asimismo descalifica la noción y concepto de creación “ex nihilo” (surgir de la nada).
Muchas veces, en su vejez, fue acuciado para que hablara de su pasado como rector de universidad, pero evitaba el tema, contraponiendo generalmente a las preguntas, otras igualmente embarazosas, como en 1948 lo comprobó Marcuse. Esa fue la tónica que siguió toda su vida y especialmente a partir de entonces. En cierta medida, podríamos decir de Heidegger que fue un iconoclasta, salvo en lo referente a sus filósofos griegos preferidos. Para él, las personas son simples referencias a poderes latentes en el ser y en el existir. Sus referencias son siempre circunstanciales, jamás definitivas.
Por eso, con los años, va alejándose de los conceptos antropológicos que niegan la participación abierta del Hombre en el Todo, como universalidad. Él se opone a un concepto de realidad “clausurada” en sus propias definiciones y concibe que el Hombre está en marcha, pero más allá de la angustia; está en marcha como todo el universo manifestado lo está, coincidiendo con el concepto del Samsara hindú. Él no niega a Dios, simplemente evita otorgarle atributos típicamente humanos que lo convierten simplemente en un hombre más grande y más fuerte. Cree que cierto grado de incertidumbre es favorable al filósofo, pues le hace seguir buscando con humildad, como en una peregrinación existencial.
El autor de este artículo sabe que, hoy por hoy, está de moda hablar mal de Heidegger. Pero, francamente, no le importan las modas, pues quien se ha familiarizado, aunque sea superficialmente con la historia, sabe que las modas pasan; como se aventa la paja del trigo, lo circunstancial se va dejando de lado a medida que transcurre el tiempo. Nuestro filósofo tuvo aciertos y tuvo errores, lo repetimos, como todo ser humano, pero no se puede negar la fuerza y profundidad singular de su pensamiento. Y eso es lo que importó, importa e importará.
Como Nietzsche, creía en el Ser-luz, pero también en el Ser-poder y en el Ser-deseo. Agobiado, al final, manifiesta que tras el fracaso de tantos sistemas, sólo un Dios podrá salvarnos y que debemos despertar a ese Dios. En eso es a la vez nostálgico y confuso. O tal vez crea que cada uno debe dar su propio paso al frente, sin tantas recetas de los eruditos.
El 26 de mayo de 1976 fallece en su aldea natal, a los 86 años, tras vivir los últimos tiempos en su cabaña de troncos que él mismo se había construido y que constantemente frecuentaban los jóvenes de toda Europa para escuchar su lenguaje ameno y desapasionado. Una de sus últimas afirmaciones ha sido la de que la filosofía es una superación del olvido del Ser.
Tratemos de recordarlo.
Notas
[1] 1989.
[2] Concepto traducido del alemán “Nichtigkeit” que originariamente significa “nulidad”, “futilidad”, “inanidad” pero ha sido utilizado por Heidegger para expresar “ser nada”. Se han utilizado diversas traducciones para expresar esta idea: “nihilidad” (del latín, “nihil”, “nada”), “nulidad”, “negatividad”, “no-ser”. Fuente: “Ser y Tiempo” de M. Heidegger, con traducción y notas de Jorge Eduardo Rivera.
Créditos de las imágenes: Landesarchiv Baden-Württenberg
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