Vivimos en el mundo del láser, de los aceleradores de partículas, de la transmisión de imágenes por satélite, de los macro ordenadores y de los microchips, y de otras muchas cosas tan particulares de esta época.
Pero al mismo tiempo vivimos con nuestros deseos, pasiones, defectos y virtudes, con nuestros miedos universales y atemporales, propios de todo ser humano y de toda época.
Y es bien cierto que cada tiempo tiene su miedo exclusivo, como los nórdicos temían -cuando el cielo era Cielo- que éste se desplomara sobre su cabeza, o como el hombre medieval temía atravesar los bosques en la noche, o surcar los océanos por temor a brujas, dragones y abismos, o como el atribulado pacifista de ahora teme que algún loco apriete el botón rojo.
Sin embargo, hay miedos de siempre que parecen formar parte del ser humano y de su equipaje psico-genético; lo acompañan de la cuna a la sepultura, durante toda su existencia, en todas las estaciones de su vida. Así, parece que las edades cronológicas participan más de lo que creemos en los procesos de naturaleza psicomental relacionados con el miedo.
Es obvio que el niño vive en una realidad diferente, donde un palo alargado puede ser un caballo que sirve para cabalgar, o una cabaña mal disimulada con ramaje un maravilloso y secreto palacio. Obvio es también que para el adolescente todo es posible, que en esa edad se tiene solución para todo porque todo se sabe o se cree saber.
Desde este punto de vista, también nosotros vivimos actualmente en una sociedad-niña que cree saberlo todo y que tiene miedo a confesar que no sabe algunas cosas porque necesita autoafirmarse. No queremos ver la realidad. Nos da miedo confesar que no sabemos con certeza qué es el éter, qué la materia y qué la energía, o sea, aquello que compone el universo material y que forma la Tríada de la Ciencia. Nos da miedo reconocer que el hombre de Neandertal, con su cerebro, podría cursar una carrera universitaria. Nos da miedo admitir que la teoría del Big Bang no explica satisfactoriamente el origen del Universo.
Pero el hombre deja de ser niño cuando empieza a aceptar la realidad que le rodea, y un buen día se da cuenta de que para vivir hay que trabajar, que se está quedando calvo de manera irremediable o que su novia lo ha dejado por otro.
Es este un miedo social que nos asalta en cuanto creemos que puede peligrar aquello que consideramos nuestro, y dado que en la etapa de infancia y adolescencia bien poco se puede poseer (o se es inconsciente de lo que se tiene y de lo que vale), este temor es propio de la época de la madurez.
Nuestra sociedad actúa rápidamente para inculcar el sentido de propiedad, para que los ciudadanos aprendan aquello de «¡tanto tienes, tanto vales!», y de manera paulatina va apareciendo el miedo a perder el prestigio conseguido, la reputación conquistada, y, en fin, el miedo, al «que dirán». Es gracias a este miedo, tan extendido por todo el orbe, como uno de los monstruos más terribles y despiadados goza de buen alimento e inmejorable salud: el rumor.
Este monstruo fue descrito por el poeta romano Virgilio con las siguientes palabras:
«Crece con el movimiento y cobra fuerzas al caminar. Minúsculo, al principio, por el miedo; luego, se eleva al aire, anda por el suelo y esconde la cabeza entre las nubes.
Veloz de pies y de rápidas alas, monstruo espantable, descomunal, que posee tantos ojos vigilantes debajo de cuantas plumas tiene en el cuerpo, otras tantas lenguas, bocas y orejas que pone tiesas.
Vuela de noche a la sombra entre el cielo y la tierra, cuchicheando, y no cierra sus ojos al dulce sueño.
De día está sentado como guardián, o en los tejados o en las altas torres».
¿Hay alguna solución a este miedo?
Los estoicos creían que sí, que la solución está en saber diferenciar nuestros verdaderos bienes de aquellos que no lo son; y lo realmente nuestro son aquellas cosas que dependen de nosotros: juicios y opiniones, actos, movimientos, deseos… y esas cosas que no dependen de nosotros no podemos incluirlas en el inventario de nuestros bienes: los bienes materiales, la reputación, las dignidades y los honores.
Y miedo a la muerte… que también es en cierto modo el miedo a perder lo que tenemos y el miedo a la realidad.
Somos viejos cuando rechazamos, de entrada, lo nuevo, lo diferente.
Y así se generan los racismos y las intolerancias.
En verdad resultaría interesante fomentar una pedagogía basada en el valor, y no tanto en los miedos y debilidades del ser humano. Aunque, como ya enseñó Platón, miedo y valor van estrechamente unidos, cogidos de la mano, y así queda reflejado en la definición platónica: valor es saber lo que hay que temer, y saber lo que no hay que temer.
Carlos Adelantado
Créditos de las imágenes: Marina Vitale
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