El puente es lo que une y separa, lo que permite el paso de una a otra orilla y también la posibilidad de alcanzar otro estado, que va a quedar unido al anterior por ese vínculo que liga y encadena una etapa con otra, estableciendo también su separación entre ellas. A veces, “la otra orilla” simboliza la muerte.
La vida está llena de puentes. Una simple cuerda atada a un par de árboles que crecen en las riberas opuestas de un río, nos va a permitir enlazar a ambas estableciendo una conexión que nos da la posibilidad de cruzar por encima de esa corriente. Pero hay algo mucho más profundo y preciso: las dos orillas simbolizan dos estados diferentes del ser, y la cuerda es “el hilo” que los une, el “sûtratmâ” o “hilo del espíritu” de los indos o, para entendernos mejor, el Ego inmortal que va ensartando las perlas de nuestros logros en cada periodo evolutivo de nuestros ciclos de encarnaciones.
El puente, simbólicamente asimilado al filo de una navaja por la dificultad de caminar sobre él o a un rayo de luz por su levedad, revela el carácter estrecho y peligroso de la vía que, además, es la única posible para alcanzar la orilla soñada. El peligro radica en el doble sentido que conlleva la decisión de adentrarse en el puente, ya que éste es, en sí mismo, lo que une y a la vez lo que separa ambas riberas. El puente aparece así como benéfico y maléfico a la vez, según se logre cruzarlo o sucumbir en su paso. Existe también la posibilidad de recorrerlo en una dirección o en la otra, aunque el hacerlo en retroceso sea, evidentemente, un peligro mayor fácilmente comprensible que siempre conviene evitar; de ahí las alusiones tan frecuentes en todos los mitos al peligro de volverse en medio del camino o de “echar la vista atrás” como en el célebre episodio de Orfeo, pues el tramo recorrido debe “perderse de vista” para poder llegar victorioso a la meta. Es lo mismo que ocurre en la escala simbólica, en la que, a medida que se efectúa el ascenso, la parte inferior debe desaparecer.
En Roma, el “pontifex” era el “constructor del puente”, o sea, el artífice de la unión entre la vida espiritual y la sensible, los mundos separados del cielo y la tierra, para que los hombres puedan acceder a su condición de dioses. San Bernardo decía que el pontífice, como indica la propia etimología de su nombre, es una especie de puente entre Dios y el hombre. Símbolo de esta relación o pacto es el Arco Iris, el más bello de los “puentes”, que aparece como señal de que la armonía se restablece tras la furia desencadenada por la tormenta.
El más famoso puente en la literatura sagrada de la India es el “antakarana” descrito en el Bhagavad Gita como el lugar donde se sitúa el príncipe Arjuna, el héroe pandava que colocado en el estratégico punto del centro del puente, desde donde puede contemplar ambos bandos, ha de librar su gran batalla contra los kuravas, sus eternos parientes-enemigos, que simbolizan los deseos y apetencias de nuestro mundo sensible frente a la inteligencia y la espiritualidad que el príncipe ha de desarrollar como ser humano para reconquistar su verdadera patria, el reino perdido de Hastinapura.
Créditos de las imágenes: santiago lopez-pastor
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