El paso de los años ha hecho que se convierta en tradición el deseo de consagrar íntegramente al profesor Jorge Ángel Livraga el número de octubre de los Cuadernos de Cultura. Es una forma de rememorar, no su desaparición física en dicho mes del año 1991, sino al contrario, su presencia activa en la Filosofía que alienta a Nueva Acrópolis.
En páginas interiores, y respondiendo a una pregunta de M.ª Dolores F.- Fígares, mientras hablábamos del profesor Livraga, puse especial acento en su Humanidad.
La figura del filósofo, sea porque el tiempo la desdibuja y distorsiona cuando nos llega desde la Antigüedad, o porque en la actualidad no logra adquirir contornos definidos, suele verse como el prototipo de la seriedad, de un cierto alejamiento del mundo y sus problemas a fuerza de navegar por los laberintos del intelecto, de una edad madura y de unos gestos circunspectos y graves. Por desgracia, esta imagen se transmite a la filosofía como tal y son muchos los que se alejan de esta fuente de vida, rechazados por una falsa presentación. El filósofo debe ser humano porque la Filosofía busca la Sabiduría propia de la Humanidad; no puede haber un conocimiento que endurezca la naturalidad del saber vivir, pues el conocimiento es el que, al contrario, enseña a vivir mejor y con mayor profundidad.
¿Acaso la profundidad está reñida con la naturalidad? ¿Acaso la Naturaleza, pura y simple en sus expresiones, carece de profundidad?
Así como la Naturaleza es capaz de enseñar los más grandes secretos a quienes se adentran a ella con los ojos del alma bien abiertos, así el filósofo puede aprender y enseñar precisamente porque ha penetrado con el alma al descubierto en lo profundo de la existencia, en sus leyes generales ocultas y desconocidas, incomprendidas y quebrantadas.
Son pocas palabras las que anteceden, pero las únicas que encuentro dentro de la lógica emoción que me invade al evocar a mi Maestro, para expresar el sentido del “ser humano”. El profesor Livraga era un filósofo porque supo encontrar la llave del ser humano para engrandecerlo y llevarlo a sus cumbres más luminosas. La gravedad, la seriedad, la profundidad en el pensar y en el sentir, no le restaba el brillo de la alegría, ni la nostalgia del que ansía grandes ideales a veces difíciles de conseguir, ni la facultad de disfrutar de las cosas más sencillas.
Ser simple: poder exponer con la mayor claridad las cosas más complejas. Eso es ser humano, dar valor a la mente como herramienta útil y no como traba en el pensamiento.
Ser concreto y contundente: no disfrazar las ideas con adornos ni divagar para no pronunciarse. Eso es ser humano y saber lo que se quiere en cada momento de la vida, sin temor a proclamarlo y ejercerlo.
Ser soñador: lanzarse hacia el futuro sin justificarse en las dificultades del presente ver a lo lejos con precisión y convicción. Eso es ser humano y no satisfacerse con lo poco que haya podido alcanzar.
Ser práctico: soñar y planificar la realización de los sueños midiendo con habilidad los medios de los que cada cual dispone o puede llegar a disponer. Eso es ser humano, hábil e inteligente a la vez.
Ser feliz: hacer que los ojos brillen en la sonrisa y con las lágrimas, sintiendo profundamente cada hecho, cada palabra cada chispa de la vida como una señal inequívoca de que el camino se abre siempre hacia delante.
Hoy, después de siete años, los pequeños filósofos de Nueva Acrópolis, recogemos y continuamos con estas consignas: ser simples, concretos, soñadores, prácticos, felices. Ser humanos.
Créditos de las imágenes: Marina Vitale
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