Las teorías paleontológicas más ortodoxas afirmaron sin lugar a dudas que el “Nuevo Continente” recibió su población humana desde Asia, a través de un puente de hielo que habría existido sobre el estrecho de Bering. Esta corriente migratoria asiática se habría producido al finalizar el gran período de la glaciación de Würm, hace unos cincuenta mil años, en el Holoceno, equivalente al Paleolítico Superior europeo.
De ser cierto, y sin descartar algunos aportes migratorios muy posteriores, que siempre se suponen asiáticos, aquellos pobladores primitivos se habrían comportado de una muy extraña manera, pues en lugar de asentarse en las feraces tierras de América del Norte y desarrollar allí sus primeras civilizaciones, al amparo de una flora y fauna extraordinariamente ricas, siguieron marchando durante docenas de generaciones, pasando mil privaciones, cruzando cordilleras, ríos poderosos, selvas aún casi impenetrables, para… establecer sus primeras ciudades en México, América Central y en la lejana zona andina de Bolivia y Perú.
Los últimos descubrimientos arqueológicos están negando con la imbatible lógica de los hechos todas estas elucubraciones, pues los hallazgos que revelan más antigüedad y las edificaciones principales se encuentran en América Central y del Sur, y ninguna en América del Norte, a pesar de que en USA se han realizado investigaciones mucho más exhaustivas y sofisticadas que en el resto del continente, sumido en el llamado “Tercer Mundo”.
Esta incógnita tiene que ser despejada a partir de cierto factor psicológico que vamos a exponer brevemente.
Para la civilización occidental, de raíz inmediata europea, todo lo que dista de ella misma es exótico, psicológicamente “lejano”. Las creencias traídas por las migraciones indoeuropeas, comúnmente aceptadas, hacen que “lo viejo” esté en Oriente y “lo nuevo” en Occidente. Esto no es probablemente exacto. Y lo que luego se llamó “América” se tomó como un simple puente entre el milenario y remoto Oriente asiático y Europa.
Perdidos en la noche de los tiempos los relatos de los navegantes fenicios, griegos y aun nórdicos, el misterioso personaje Cristophoros Colombus, más conocido por Cristóbal Colón, se lanza el 3 de agosto de 1492 a la conquista de Cipango, costa asiática de China, y al encuentro del río Ganges, procurando restablecer las líneas comerciales bloqueadas para Europa con la caída de Constantinopla en manos de los turcos musulmanes. Otro tanto intentaban los portugueses por el oeste, rodeando el África, donde tenían establecidas colonias y puertos amigos desde, por lo menos, un siglo antes.
Colón, con su maltrecha carraca, la Santa María, y sus dos carabelas, la Niña y la Pinta, toca tierra en el archipiélago de las Bahamas, pero el flamante almirante pregunta incesantemente por Cipango. El médico de a bordo analiza algunas raíces y declara formalmente que se ha llegado a lo que hoy llamaríamos China. Colón manda embajadores al Gran Kan, quienes evidentemente no lo encuentran, sino a unos indígenas semidesnudos que habitan en chozas.
Cunde el desconcierto y las naves se abren en abanico, la Pinta por el sur y la Santa María y la Niña hacia el este. Como encuentran “indios” que denominan “Cibao”, se da por descontado que se refieren a Cipango… y el engaño continúa. Se pierde la poco maniobrable carraca, con cuyos restos se fabrica un fuerte, y las otras dos naves regresan a España, pasando previamente por Lisboa. Desde Barcelona, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, envían una carta al “Almirante de la Mar Océano, y Gobernador y Virrey de las islas descubiertas en las Indias”. Se suceden sus otras dos travesías y Colón muere el 20 de mayo de 1506 en la absoluta ignorancia de haber “descubierto” un nuevo continente.
Luego, los viajes se precipitan y se va tomando conciencia del descubrimiento de un “Nuevo Mundo”, que servirá, no solo para paliar el desempleo de los pueblos de España que ya no son reclutados contra el moro, sino que canalizará las ambiciones y las fantasías de la explosión renacentista de Europa, la que azuzada por una cripto-cruzada cristiana se abalanza sobre los pueblos del “nuevo” continente, para convertir a sus habitantes y saquear sus riquezas.
Y la llamada, en honor de Vespucio, “América”, queda incrustada en el subconsciente colectivo europeo como el “Nuevo Mundo”
Por extraño que nos parezca y sea, el viajero y explorador, así como el científico europeo, jamás pudieron zafarse plenamente de este complejo.
Una especie de hipnosis colectiva les hizo ver las inmensas ciudades de Mesoamérica, pletóricas de portentos artísticos, astronómicos, hidráulicos, puentes colgantes, caminos empedrados, pirámides enormes, así como las de América del Sur, como ficciones solo dignas de ser destruidas… “cosas de salvajes”.
Con pocas y honrosas excepciones, ese criterio imperó abiertamente hasta el siglo XVIII y subconscientemente hasta el actual.
A pesar de los esfuerzos de los científicos norteamericanos para demostrar que el hombre penetró en América por el Norte, algunas de sus pruebas hoy son refutadas.
Un cráneo, bastante completo, hallado en la costa de California y atesorado en el Museo del Hombre de San Diego, había convencido hace un decenio, por el sistema de datación en base a los aminoácidos, de que contaba con no menos de 48.000 años de edad; pero más recientes investigaciones, con aplicación complementaria del carbono 14, no le dan más de 20.000.
Asimismo en América del Norte se hallaron restos de utensilios de hueso fechados en 14.000 años, y en Old Crow, Alaska, unos huesos-raspadores, probablemente de factura humana, que oscilan entre los 27.000 y 30.000 años. Cuando el bisonte reemplazó al mamut, hace unos 50.000 años, en el norte de Texas, la presencia del hombre está comprobada… por unos y no por otros experimentadores, que le dan solo 20.000 años de edad. En Meadowcraft, unos 100 km al sur de los Grandes Lagos que hoy dividen USA de Canadá, se encontró material lítico que oscila entre los 18.000 y los 11.000 años.
Lo más contradictorio de la hipótesis de la migración norte-sur es que todos estos y muchos otros testimonios, se refieren a grupos humanos muy sencillos, de tipo nómada, que aparentemente existieron esporádicamente, sin evolucionar en sus técnicas ni perfeccionarse y mucho menos elevar poblaciones importantes ni construcciones permanentes.
En cambio, en Mesoamérica existe un calendario, el maya, con registros estelares de más de 6.000 años, civilizaciones como la olmeca que tenían ciudades en el segundo milenio a.C.; la maya que en el primer milenio a.C. elevaba portentosas pirámides; y en el sur, la civilización de Chavín, refinada y con conocimientos portentosos desde lo astronómico hasta sus inmensos órganos hidráulicos, estaba en su plenitud en el siglo XVIII a.C. Restos portuarios en Tiawanaco, Bolivia, son fechados en el 11.000 a.C. y de la misma época parece ser una población lítica avanzada en el sur de Chile, con vestigios culturales en el Pleistoceno, en Monte Verde.
Otros enigmas que revelan, sin embargo, avances técnicos asombrosos, los vimos con nuestros propios ojos en Costa Rica, donde increíbles esferas de hasta 2 metros de diámetro, talladas perfectamente en piedra, yacen sepultadas en un valle cercano a la capital, cuando no adornan los jardines de las plazas; y junto a Panamá la Vieja, un monstruoso “zapato” de piedra, probable altar megalítico, tiene tal tamaño que se tuvo que desviar la carretera Panamericana para pasar por su lado, pues nadie pudo moverlo, conociéndose su existencia desde la conquista española.
Esta última teoría es la que nos parece más lógica y probable, dadas las similitudes culturales entre las grandes civilizaciones de África y América, así como la similitud de megalitos entre Europa y América. Esto no descarta contactos con todos los pueblos, especialmente los de Asia. Y tampoco que en tiempos aún más remotos, un continente hoy sumergido haya existido en el área del océano Pacífico, siendo Australia y las islas de Polinesia, incluso la de Pascua, restos que pudieron haber sido sumergidos y emergidos varias veces, como sugiere el estudio de algunos materiales volcánicos de Pascua y de los árboles petrificados de la Patagonia argentina, así como la costa de la Meseta de Brasilia y la estructura geológica de la Antártida.
Jorge Ángel Livraga Rizzi.
Publicado en Revista Nueva Acrópolis núm. 160. Madrid, Mayo de 1988.
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