Para abordar este tema se hace necesario preguntarse primeramente si el hombre –en el sentido de ‘humanidad’– es un ente natural o no lo es.
A través de toda la Historia, a través de toda la memorización colectiva, se percibe este problema de la ubicación del hombre en la Naturaleza y en el enigma que llamamos Dios. Desde sus más remotos orígenes, el hombre se ha preguntado hasta dónde su propia acción, su trabajo, su palabra, sus obras, estaban de acuerdo con la Naturaleza, o bien faltaba o pecaba contra ella. Tal vez proceda de aquí la creencia en el pecado original atribuida al cristianismo –pero que es, sin embargo, mucho más antigua–, ya que el hombre consideraba su existencia como algo “pecaminoso” que se enfrenta a los valores naturales y espirituales.
A partir, pues, del pecado original surge una idea colectiva, un complejo que hace al hombre percibir o presentir una catástrofe relacionada con el fin del mundo; y a esta idea se han unido una serie de catástrofes que existieron realmente en nuestro planeta. Hoy se sabe, por las últimas investigaciones arqueológicas, que el hombre ha soportado diversas catástrofes geológicas; algunas de gran envergadura, como las del llamado periodo Würm, durante el cual el deshielo provocó enormes inundaciones, hundimientos de tierra, terremotos, etc., y otras de menor importancia, como el caso de Pompeya o de Herculano.
Pero siempre hubo una propensión a relacionar estas catástrofes con un castigo divino, a temer que las obras del hombre interfirieran en la marcha de la Naturaleza o en la voluntad de Dios. Cada grupo humano descargó en otro esta culpabilidad, aunque siempre se buscó una culpabilidad moral para estos hechos naturales.
La misma idea aparece reflejada en el mito de la torre de Babel, en el que los humanos construyen una torre más alta que la más gigantesca de las construcciones, mediante la que se llega a ofender a Dios, a oponerse a la Naturaleza. De ahí proviene luego la confusión de comunicación de los unos con los otros. Y hemos tomado estos ejemplos no como elementos puramente históricos, sino como elementos psicológicos que van a traspasar toda la Historia.
Este proceso psicológico ha llevado a concebir sucesivas catástrofes. Los augures de todos los tiempos trataron de ver el futuro, y generalmente lo vieron –y lo ven– negro, pleno de malos presagios. Uno de los motores psicológicos de la Primera Cruzada de Pedro el Ermitaño era la superación del año 1000 –había una serie de profecías que aseguraban que en el año 1000 la Tierra iba a ser devastada y la Humanidad perecería–.
Ante el íntimo contacto con este temor se suceden una serie de fenómenos psicológicos y sociales. Claro está que lo del año 1000 era relativo, pues esa cronología contaba tan solo para el cristianismo. Pero lo importante para nosotros no es este hecho en sí, sino el comprobar que todos los pueblos, cuando llegan a un determinado punto de su cronología, sienten y temen algún desenlace fatal.
En las viejas estelas de los mayas se habla de los katunes[1] fatales. Los concebían como unos periodos negros de la Historia que llegaban a conmover profundamente toda la civilización de este pueblo. Ellos vaticinaron su propio fin; una serie de augurios –extrañamente correctos– señalaban la venida de unos hombres blancos con barbas y cubiertos de hierro, que iban a llegar en naves de madera con extraños signos cruciformes en las velas. Estas referencias se pueden encontrar en el Libro de los Libros de Chilam Balam, que es una recopilación de la historia del pueblo maya.
Es obvio, pues, que el hombre teme el futuro. Aun los hombres optimistas temen el futuro y, a veces, sueñan o imaginan problemas, ora reales ora ficticios. Hemos de preguntarnos, entonces, hasta dónde la Historia de la Humanidad es natural o es un conjunto de artificialidades. Tampoco comparto la teoría de que habría que dejar la Naturaleza como está, es decir, conservarla en un estado original en donde todos adoptan una actitud contemplativa y donde cualquier cosa que hiciéramos sería dañina.
Recordemos un viejo cuento que nos narra la historia de un musulmán que encontrándose en cierta ocasión frente a una casa que se incendiaba y teniendo cerca agua y cubos para apagar el incendio, no lo hacía, sino que razonaba así: «Si Alá dejó que esa casa se prendiese fuego, ¿por qué voy a apagarlo yo? Si Alá quisiera que se apagase el fuego, pues ya se apagaría…». Pero apareció otro musulmán de ideas más progresistas que, cogiendo cubos de agua, se apresuró a apagar el incendio. Al ver esto, el primero le dijo: «Tú no eres religioso; ¿por qué estas interfiriendo la obra de Alá?». A lo que el otro le contestó: «Religioso soy; lo que pasa es que Alá hizo el fuego, pero también hizo el agua e hizo la inteligencia del hombre para poder utilizar el agua y apagar el fuego cuando es necesario».
Vemos, entonces, que aun dentro de la gente que tiene una misma fe, hay un encuentro entre estas dos polaridades: ¿Nuestra obra interfiere realmente la Naturaleza o no la interfiere? ¿Está nuestra obra histórica dentro de la Naturaleza? Personalmente –repito– creo que la obra del hombre está enclavada en la Naturaleza.
Es obvio que la Historia del hombre es muchísimo más antigua de lo que nosotros conocemos, y que lo que de ella conocemos se refiere sobre todo a las regiones de la cuenca del Mediterráneo, a algunas pocas partes de Asia y de Asia Menor y a elementos fragmentarios de la historia de América.
La Humanidad, en general, tal vez por un proceso psicológico que trata de borrar la gran acumulación de recuerdos para permitir vivir y seguir adelante, ha olvidado muchísimas cosas; y es un proceso psicológico porque a nosotros nos sucede individualmente. Para poder hacer lo que hoy nos ocupa nos hemos liberado de cantidad de recuerdos, lo que nos permite enfrentar, de una manera más o menos fresca, esta realidad.
La Humanidad en su conjunto probablemente ha hecho exactamente lo mismo. Mecanismos automáticos dentro de la Historia han borrado civilizaciones enteras, se han destruido los rollos con inscripciones en las viejas pieles de animales prehistóricos, que se decía estaban en las bibliotecas de Metztitlán; se perdieron bibliotecas enteras como la de Nínive, que se ha reencontrado, pero de la cual solo se ha traducido una mínima parte.
Es evidente que ese sentido colectivo del recuerdo y del olvido concatenados es lo que nos permite la conformación de un yo. Si sabemos quiénes somos y lo que estamos haciendo en este instante es porque recordamos lo que hicimos hoy, lo que hicimos ayer, lo que hicimos la semana pasada… Estos recuerdos encadenados han conformado un yo en cada uno de nosotros, aunque, a la vez, un sistema automático de olvido nos ha permitido superar una serie de malas etapas, de frustraciones, para permitirnos estar en estado de receptividad.
De ahí, entonces, que la Humanidad ha conformado una Historia en parte olvidada y en parte retenida. Esta Historia nos enseña una faz particular de los hechos, que permitiría a la Historia reencontrarse consigo misma. Aunque existan cosas nuevas en el sentido externo, en el sentido profundo no se ha cambiado. Lo que varió, lo que cambió completamente es la máquina, es el medio. Hoy, un ebanista dispone de una maquinaria que le permite hacer un mueble en menos tiempo que el ebanista romano, que necesitaría mucho más; pero el hombre que corta y trabaja la madera con sus máquinas hoy no es muy diferente al hombre que lo hacía con medios más rudimentarios en Roma.
Está claro que los cambios se han dado en el mundo circundante, en el mundo maquinal; pero en el mundo interior, en el mundo humano, los cambios no son tan rotundos ni totales. La Humanidad, como todos los seres vivos, evoluciona muy lentamente. A veces pasa por los mismos sitios en su evolución, pero su experiencia no es la misma. Cada cosa, cada experiencia es única en el tiempo e irrepetible. Entonces, detrás de ese cambio permanente, hay una perpetuidad del hombre en la captación de los fenómenos y en su eterno interrogante: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?
La ignorancia de nuestras propias raíces telúricas, o sea, de nuestro pasado histórico, hace que no nos podamos proyectar hacia el futuro, que sea muy difícil para nosotros saber qué nos va a ocurrir. Intuimos que ha de ser algo humano, que podremos todos soportar algo que estará a nuestra medida, pero no sabemos exactamente qué será. Sin embargo, ningún fenómeno histórico es casual.
Quizás podamos tratar de extraer, basándonos en este principio, qué es lo que va a ocurrir en el siglo XXI, cuáles son los peligros que aguardan a quienes estén vivos entonces. Y con base en una cierta generosidad humana, incluso a aquellos que pensamos que no vamos a ver el siglo XXI, nos preocupa, no obstante, lo que ocurrirá en él, porque todos tenemos seres queridos que están en sus primeros años y que serán todavía jóvenes y activos cuando suenen las campanadas del año 2000.
¿Qué puede ocurrir, pues? Analizando un poco nuestro mundo circundante, en líneas generales y desde un punto de vista estrictamente filosófico, como hemos recalcado varias veces, en Occidente hoy nos encontramos en lo que podríamos llamar el comienzo de una nueva Edad Media, una nueva edad de crisis.
Nos encontramos con la realidad de una serie de valores que se están rasgando como si fuesen velas al viento. Es inútil que los tratemos de tapar u ocultar; hay hechos que están conmoviendo rudamente los basamentos de la sociedad. Comprobamos por los periódicos que no solamente aquí, sino también en todo el mundo, están pasando cosas extrañas. Hay una crisis de violencia, de enfrentamientos; gentes que están disconformes, con razón o sin razón; cosas que están variando, que se están moviendo… Y, ¿hasta dónde no está vacilando el concepto de vida que hasta ahora fue mantenido?
¿Hasta qué punto no estamos entrando en una nueva Edad Media? La gente ya no tiene interés en vivir en las grandes megalópolis. En los años 1920 ó 1930, y aun antes, el vivir en la ciudad era un status; también lo era tener un pequeño apartamento en un elevado rascacielos en medio de la ciudad, y quien lo tenía se enorgullecía de ello. Hoy ocurre lo contrario, el status es tener un chalet fuera de la ciudad.
Hoy hablamos de contaminación y, al hacerlo, es como si hablásemos del diablo. Pero ¿quién hace la contaminación? Nos referimos a ella como algo externo a nosotros, como una especie de demonio que estuviese flotando y que, de pronto, desciende y pone la garra en algún lugar de la ciudad. No, la contaminación la estamos produciendo nosotros mismos, no es una maldición bíblica. Nosotros somos responsables de lo que está pasando.
Indudablemente, todos nos damos cuenta de ello, y no solamente de la contaminación física, sino también de la psicológica. Al haber perdido la tranquilidad de la calle, vuelve a nacer el primer germen psicológico del castillo, de la muralla, de aquello que puede resguardar. En las universidades, en los colegios y aun en las iglesias hoy existe el peligro de conatos de violencia. Ya no hay seguridad de nada.
Es evidente que hay elementos que van desencadenando una nueva psicología y una nueva inestabilidad; tal vez, esta inestabilidad resulte en algún grado positiva, porque para poder llegar a algo es necesaria cierta inestabilidad. En el plano físico, si pretendemos alcanzar un lugar más alejado que el que ahora ocupamos, es necesario que nos traslademos a él moviendo nuestro cuerpo, desequilibrándolo. Así también, toda la Naturaleza, sobre la base de la inestabilidad, marcha y camina. Como ejemplo pongamos la cifra «pi», o sea, la relación entre el diámetro y la circunferencia, cifra que es irracional[2], y por eso ruedan los mundos, se mueven los átomos y marcha toda la Naturaleza.
Esa inestabilidad constante que hay en todo provoca un sentido de marcha. Pero la cuestión es: ¿hacia dónde se marcha? La sensación de inestabilidad nos hace presentir una serie de riesgos para el futuro. De ahí entonces, ¿existen realmente peligros en el siglo XXI? Trataremos de enumerar algunos.
Uno es el crecimiento demográfico. Haciéndose la Tierra tan pequeña para sus habitantes, este problema afecta a todas las personas de todas las partes del mundo. Por ejemplo, en las grandes ciudades el crecimiento demográfico aumenta más rápidamente que el ritmo de reposición de cañerías de agua.
Mientras siga creciendo la población y la infraestructura de instalaciones no crezca en la misma proporción, existirá cada vez más gente para las mismas infraestructuras. Cada vez hay más gente para menos cosas. Este es un problema acuciante que el día de mañana puede llegar a ser dramático. Puede llegar un momento en que haya gente que no pueda casi ni acercarse a un teatro, a un museo, a una conferencia. Este es uno de los problemas del siglo XXI. Si no se controla el crecimiento demográfico, no va a ser posible seguir adelante; de ahí que hablemos del advenimiento de una nueva Edad Media.
A veces se supone que con la distribución de la riqueza se podría arreglar este problema. Sí, tal vez en parte; pero ¿hay riqueza suficiente para todos cuando todo crece?
Aún conserva actualidad un viejo relato de los Puranas acerca de la riqueza. Se dice que una vez había un gran príncipe cubierto de oro que se pasaba el día echado, abanicado por sus servidores. Alrededor de él había un pueblo miserable que estaba trabajando en el arrozal, sumergido hasta la cintura en el agua. Cierta vez pasó por allí Brahma, el Dios supremo, que venía del cielo de Indra; vio ese panorama y pensó cómo era posible tamaña injusticia, que un hombre estuviera cubierto de oro junto a sus favoritas, sus elefantes amaestrados, etc., mientras el resto de la gente se hallaba hundida en el cieno.
«¡Esto no puede ser! Ahora mismo voy a hacer que esto se remedie –dijo Brahma–. Desde ahora en adelante, toda esta riqueza estará repartida equitativamente entre todos». Hizo un signo mágico y vino el milagro. ¡Todos tenían una pequeña casita, tenían unas herramientas, algo de dinero… y a su vez, el príncipe también tenía una casita y algo de dinero! Satisfecho, Brahma se vuelve al cielo de Indra, donde permanece por espacio de veinte años, al cabo de los cuales vuelve para ver cómo seguía su reforma. Nuevamente se encuentra al príncipe entre almohadones cubierto de oro y pedrería y al pueblo trabajando otra vez en el agua.
Entonces, Brahma –pues hasta Dios se enoja a veces– se presenta al príncipe y le dice: «Pero ¿no te he dicho que esto tenía que repartirse, y no lo repartí yo mismo entre todos?». A lo que contestó el príncipe: «Sí, Señor, tú has repartido el dinero, pero no la inteligencia para obtenerlo. Cuando tú te fuiste, yo los exploté de nuevo».
Este mismo problema puede volver a repetirse, porque se puede repartir la parte física, pero no la habilidad, la faz moral, e incluso la malicia de algunos.
Este problema de la repartición de la riqueza no es, pues, solamente un problema físico, sino que es también un problema intelectual, psicológico y moral. Y como en lo moral, lo intelectual y lo psicológico andamos a paso de tortuga, intuimos que en el año 2000 la Humanidad tendrá tal vez algún avance técnico mayor, pero no un avance moral ni espiritual.
Hay en estas circunstancias un instinto egoísta que va surgiendo. Y este es el peligro que os quiero señalar. Ante el crecimiento demográfico, ante la falta de medios y subestructuras, se manifiesta una serie no solo de apetitos, sino de hambre desatadas que, en cualquier momento, pueden hacer temblar aún más seriamente nuestra civilización.
Cuando hay grandes apetitos, cuando hay grandes hambrunas, cuando hay grandes necesidades que provocan procesos de envilecimiento, de caída de los valores humanos, como está ocurriendo hoy en día, se puede llegar a serios enfrentamientos y a la destrucción de la forma de vida que conocemos. Podemos prever que la política será cada vez más corrupta, que los economistas tratarán cada vez de explotar más, que los sacerdotes hablarán cada vez menos de cosas divinas, que los científicos se pondrán cada vez más a disposición de las guerras o de la violencia que al servicio de la paz.
Ante este panorama oscuro, ¿qué podemos nosotros ofrecer?, ¿qué podemos hacer ante estos peligros del siglo XXI? Porque no es cuestión de esperar a 1999. Sabemos que todo es fruto de lo anterior y que todo se va gestando poco a poco.
Todo hombre, toda mujer, tenga la condición que tenga y esté donde esté, puede hacer algo útil, algo noble, algo bueno; aquel que diga que es demasiado viejo o demasiado joven para ello o muy pobre o que tiene problemas, que no se esconda tras sus excusas. Todos tenemos responsabilidad, estemos donde estemos, y podemos hacer algo para la construcción de un nuevo orden, de un nuevo mundo que puede ser mejor que aquel en el cual estamos viviendo ahora.
Todos tenemos, no solamente el deber moral, sino la obligación –y así lo sentimos dentro de nuestro corazón– de hacer que los niños, nuestros hijos, nuestros discípulos, nuestros nietos, vivan en un mundo mejor. Todos podemos colaborar de alguna forma y manera: acrecentando los valores artísticos o literarios, tratando de poner orden donde no lo haya, tratando de poner inteligencia donde no exista, tratando de poner un grano de bondad donde no esté, tratando de hacer algo positivo y efectivo, no solamente en días especiales, sino durante todo el año.
Todos, cada uno de nosotros puede ayudar a sus semejantes y ayudar a enderezar la marcha del mundo. Es obvio que hay grandes intereses creados, que la dificultad es mucha; es obvio que el dragón es muy grande; pero si San Jorge hubiese pensado en el tamaño del dragón, no lo habría matado. Lo fundamental no es pensar en masa, sino ver qué podemos hacer nosotros en el aquí y en el ahora. Lo fundamental es tener la fuerza moral y la resolución para poder hacer algo. Es necesario que, ante las voces de ese coro amorfo que habla de miedos y de desastres, nosotros alcemos una voz de calor; que, ante los egoístas, podamos tener una actitud generosa.
Si se apagasen las luces de una estancia llena de personas, pero una sola de ellas encendiera una cerilla, habría luz, no solamente en la mano del que la portase, sino para todos los que ocupan la estancia. Si en esta gran oscuridad del mundo cada uno de nosotros enciende una sola cerilla de esperanza, una cerilla de efectividad moral, no solamente uno, sino que todos los que están van a participar de esa luz.
Tenemos que saber contestar a las palabras de cobardía con palabras de valor, a las de ignorancia con inteligencia; a aquellos que proclaman, aguantan o resisten la fealdad, démosles de nuevo los principios estéticos; a aquellos que dicen que no importa ningún valor moral, levantemos en alto nuestra fuerza espiritual. Porque todo hombre necesita y tiene legítimamente derecho a tener un poco de paz y un poco de gloria. Y afirmamos que en un mundo donde exista un poco de pan, un poco de paz y un poco de gloria, no tendrán cabida los peligros del siglo XXI.
Notas
[1] Período de veinte años en el calendario de los antiguos Mayas. (N. del Editor)
[2] Es decir, que no puede expresarse por medio de una fracción con números enteros, teniendo infinitas cifras decimales. (N. del Editor)
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JAL y su acertada visión de los acontecimientos de el presente siglo. Una muestra clara que con una buena visión filosófica del presente, se puede llegar a conocer nuestro pasado y los hechos que nos colmarán en el futura. Buen consejo “enfocarse en el aquí y ahora” y trabajar porque nuestro espacio sea más humano. Saludos, soy miembro de Nueva Acrópolis-San Cristóbal-Venezuela.
Algunas de las afirmaciones del autor son casi proféticas. En treinta años la tecnología no ha solucionado los problemas humanos, y sí ha aumentado la contaminación física y psicológica, la violencia, la masificación, y las migraciones de millones de desesperados huyendo de las tiranías o de las hambrunas. El profesor Livraga, con sus enseñanzas y ejemplos dejó “semillas de oro” de un mundo mejor que éste. Lo ennobleció y dignificó con su trabajo de Hércules-Filósofo. Sus discípulos debemos continuar esta obra maravillosa portadora de esperanza en un siglo que parece haberla perdido.