Los movimientos y traslados de masas de personas parecen haber existido desde la más remota antigüedad. Los desplazamientos de los escudos continentales unidos a los fenómenos de balanza isostática que los sumergen y emergen periódicamente, así como los cambios climáticos que crean puentes de hielo, han permitido estos desplazamientos humanos que, a veces, duran cientos de generaciones en cumplir su ciclo completo.
A la pregunta fácil de ¿por qué emigran los hombres?, podemos oponer el otro interrogante: ¿por qué todo en el Universo se mueve y se aleja?
En verdad, todo se mueve, se transforma y cambia. Desde las galaxias hasta los microscópicos glóbulos rojos de nuestra sangre. Y aun en el interior del invisible átomo que conforma una aparente masa estática, hay elementos que en una millonésima de segundo han realizado movimientos, órbitas, han aparecido y desaparecido o creado choques en cadena que emiten energía… viajera.
La humanidad no ha sido una excepción. Y aunque las migraciones, invasiones y desplazamientos nos sobrecojan el ánimo, recordándonos las de los “bárbaros” y saqueadores de todos los tiempos, la sabiduría divina parece haberlas previsto en beneficio de las necesarias renovaciones, así como el poner en marcha el terrible juego de supervivencia de los más aptos, no por el sólo hecho de haberse impuesto a los que lo son menos, sino por afinidad lógica con otros triunfadores, con los que se intercambian desde mercancías hasta programas genéticos.
Las violencias y exclusivismos que generan estos fenómenos, aunque espantosos en el momento (en este instante veo desde mi ventana partes del esqueleto colosal de la antigua Roma), sirven para valorar de verdad lo que se pierde, que, renovado por el nuevo empuje, resurge a la vida con nueva luminosidad y depurado del polvo de los tiempos.
Así como es filosóficamente absurdo el mito de la resurrección de la carne, también lo es el pensar que estas columnas que veo se alzarán de nuevo, o estos muros retomarán los perdidos enlucidos. No lo serán en cuerpo; lo serán en espíritu. La nostalgia que nos causan estos mármoles generará una reacción positiva y la necesidad de alzar otros aún mejores y más bellamente proporcionados.
Hace falta que mueran los ancianos para dejar experiencia y espacio vital a los más jóvenes. Esta dura ley de la Naturaleza es difícil de comprender, pero si superamos el horizonte meramente material y sopesamos la posibilidad de que las almas reencarnen en nuevos cuerpos, esta sabiduría divina-natural, se manifiesta claramente. Dado que en el mundo manifestado es imposible la existencia de un cuerpo que perdure siempre, no se emprende una cruda lucha contra el desgaste, sino que se abandona el ropaje biológico de este “robot” al que llamamos cuerpo para regresar en otro nuevo; y así, en la rueda que los indos llamaron Samsara, viajamos a través de los elementos como la piedra que cae por el cauce de un río de montaña, haciéndose cada vez más esférica, pulida y perfecta.
Pero aquello que ante el ojo del filósofo puede ser aceptado en aras de una explicación y justificación metafísica, cuya axiología responde a un ecosistema universal en varias dimensiones y trazados, se refleja sobre los hombres en una geometría variable frecuentemente conflictiva, en la que sus propios actores enarbolan banderas sucias de racismo y egoísmo, cuando no de una mezquindad agobiante.
Días pasados se reunieron aquí, en los palacios del Montecitorio de Roma, los jefes de gobierno de los países miembros de la Comunidad Europea. A medida que los largos y oscuros automóviles iban llegando –en medio de unas medidas de seguridad tan numerosas y confusas que hacían que cualquiera se les pudiese acercar–, un pequeño grupo, obviamente programado, sosteniendo globos y banderas verdes, los ovacionaba en el idioma de cada uno, y en diferentes lenguas pedían unidad, ayuda a los países del este y una moneda común.
La “puesta en escena” de la “decisión” de lo que ya se había decidido tuvo su brillo, pero también su ingenuidad enlazada a un “maquiavelismo” que pedía libertad para todos, a la vez que exigía la unidad de una Europa fuerte, impermeable y, sobre todo, cada vez más rica.
Uno de los eslogan más estúpidos y más repetidos (tal vez por eso) era: “Europa unida, unirá el Mundo”.
Sería interesante ver cómo una Europa presuntamente unida, rica y fuerte, da ejemplo para que los judíos abracen a los árabes, los seguidores de Mandela a los no menos subsaharianos zulúes y ambos a los blancos de Sudáfrica; o cómo convencen a los japoneses para que detengan su infiltración en mercados extracontinentales que ahoga las industrias locales; o a los guerrilleros de América Latina para que tiren con balas de mazapán… que antes, de pura hambre, se las comerían.
Más allá de los azules cortinados adornados con estrellitas y del meloso Himno a la Alegría de Beethoven, Europa trata de unir fuerzas para combatir las migraciones de los pueblos pobres que la amenazan. Ella misma ha comprado la reunificación de Alemania a la URSS, para que París quede tan sólo como capital cultural y la fáctica se desplace hacia el temido Este, a lomos de un hoy muy democrático “IV Reich”, de una “Gran Alemania” que es el país con más extensión, más población y más riqueza y posibilidades de Europa. La propia URSS, o lo que quede de ella, sería invitada a participar activamente en esta coalición de una Europa que, aunque cada vez más acuciada por los separatismos internos, trata por lo menos de confederarse, para no ser siempre arrastrada por USA ni cambiar de collar económico echándose en brazos de Japón.
Más claro: Europa se vuelve sobre sí misma buscando sus raíces que la ayuden a canalizar la inevitable migración de los pueblos hambrientos del Este, la todavía evitable africana y la, como se dice ahora, “extracomunitaria”.
Muchas veces hemos mencionado que de libertad hablan, obsesivamente, los esclavos, y de comida, los hambrientos. Esto da pábulo a situaciones tragicómicas. Las invasiones y migraciones se barajan de mil maneras con tal de obtener ventajas. Leemos en “II Tempo” del 17-12-1990, primera página, que la “Organización de los Estados Africanos”, acaba de aprobar en Nigeria demandar a Occidente para que les paguen una indemnización monetaria por sus antepasados que fueron esclavos en Europa. Si prosperase esta demanda, veríamos a más de un joven lord británico demandar a su vez a alguna tribu africana por su bisabuelo convertido en sopicaldo y roído hasta los huesos tras algún encuentro con una tribu aborigen.
Evidentemente, las migraciones, voluntarias o forzosas (por lo general los esclavos negros provenían de luchas tribales que los habían convertido en moneda viviente para los intermediarios árabes) son muy difíciles de controlar, pues los puntos de demanda y los de expulsión se trasladan continuamente. Y el hombre, que ha desertizado su medio ambiente material o psicológico y moral, tiende a escapar del entorno que contempló su fracaso y a marchar en busca de nuevos horizontes.
Una de las causas más notorias de las actuales tendencias hacia las migraciones es el desmedido crecimiento demográfico que se da en el llamado “Tercer Mundo”, alentado por las religiones que han tomado carta en el asunto esperando que, al ser más los pobladores, habrá suficientes creyentes en sus templos como para compensar el paulatino vacío que los está dominando.
Mientras no se controle el crecimiento demográfico, todo esfuerzo por alzar el nivel de vida será inútil; la Ley de Malthus se cumple inexorablemente. Hoy, las tres cuartas partes de la población mundial están en subdesarrollo y cada año es peor.
Esta explosión, más temible que la de cien bombas atómicas, puede desencadenar migraciones de desesperados, y penetraríamos muy rápidamente en una nueva Edad Media. Podrían llegar a verse chozas encastradas en la Torre Eiffel, tal como hace más de diez siglos se vieron tiendas sostenidas por maderos, que pendían de agujeros hechos en las columnas de mármol del Panteón de Roma, mientras el Partenón de Atenas era convertido en almacén y luego en polvorín. Para las Cruzados, las pirámides de Egipto eran los “graneros de Abraham” y los restos del Coloso de Rodas fueron despedazados por los árabes que cargaron con ellos 11.000 camellos.
Tal vez sea inevitable pasar por una noche muy oscura para resurgir a la luz de un nuevo amanecer histórico. Tal vez se pueda paliar el desastre controlando desde ahora los absurdos restos de la “modernidad” que, con sus utopías, nos ha llevado a este mundo injusto y polucionado. Mucho depende de la evolución de la política y la economía en los próximos diez años. Luego, toda reacción será tardía y estará destinada al fracaso.
Las desbocadas migraciones externas son un reflejo de otras que se producen en el interior del Hombre, que es hoy inestable, confuso y angustiado. Una renovación moral y espiritual, un abandonar viejas creencias y supersticiones religiosas, políticas, sociales y económicas es imprescindible para que esto se refleje en el mundo exterior.
Lo que necesitamos no son tratados de paz ni de guerra; lo que necesitamos es un nuevo enfoque filosófico del Hombre y del Universo, que genere un nuevo orden armónico en simpatía con la Naturaleza, que no ignore a Dios… ni ignore al ser humano como ser trascendente.
Créditos de las imágenes: Aarón Blanco Tejedor
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